Que se debata sobre una amnistía no es una impugnación de la Transición, sino la recuperación de su espíritu. Cualquier medida que se acuerde para “pasar página” será un paso adelante en la recuperación de un espíritu integrador.
Los enfurruñados aumentan su nivel de enfurruñamiento. Hace un par de años, cuando las cosas estaban más tranquilas, escribí un artículo en el que hablaba de las actitudes crecientemente conservadoras, resabiadas y nacionalistas de buena parte de las élites (políticas, económicas, periodísticas e intelectuales) que vivieron o protagonizaron la Transición. Algunos se molestaron un poco, consideraron que generalizaba sin base y que me metía en una innecesaria venganza generacional. Perdón por la inmodestia, pero creo que aquel artículo no ha envejecido tan mal. Esta semana Alfonso Guerra ha hablado en una entrevista en la COPE y Felipe González en otra en Onda Cero, y nos han dejado grandes ejemplos de su enfurruñamiento crepuscular. Como siempre, Guerra ha sido más incisivo, malvado y ocurrente que González. De todas las frases, esta de Guerra es mi favorita: “Esto que está pasando ahora, hoy, yo lo vivo como la derrota de mi generación.” Se está refiriendo, por supuesto, a las negociaciones y posibles pactos que se alcancen entre las izquierdas y los nacionalistas para formar Gobierno.
El lenguaje es tremendista; las acusaciones, gruesas. Hay una impugnación radical del intento de llegar a un acuerdo con los nacionalistas. Hasta tal punto es así que las críticas más duras a dicho posible acuerdo han procedido de las viejas glorias del PSOE, y no tanto de las derechas nacionalistas españolas, que se mantienen a la espera. Las élites enfurruñadas no creen, sino que afirman, con todo el aplomo y la contundencia que su amplia experiencia les permite, que la amnistía es inconstitucional y que, incluso si no lo fuera, es incompatible con la democracia y el Estado de derecho y supone, en la práctica, acabar con el legado de la Transición y dar paso al despiece de España.
Me gustaría apuntar dos cosas. La primera es un puro comentario ad hominem: no son ellos precisamente los más indicados para actuar como guardianes de los principios democráticos y constitucionales. La segunda es más de fondo: su postura, por mucho que digan lo contrario, es radicalmente contraria al espíritu de la Transición.
No sé bien cómo deberíamos tomarnos la alarma y ansiedad que muestran Guerra y González ante una posible amnistía. Los escrúpulos democráticos que muestran son dignos de admiración, sin duda, pero no está de más recordar que, junto a los muchos e impresionantes logros realizados durante su prolongada gestión de gobierno, también se encuentran decisiones y actuaciones algo menos edificantes y que restan, por decirlo suavemente, algo de autoridad moral a su enfurruñamiento presente.
Así, a vuelapluma, sin entrar en muchas profundidades, se me ocurren los siguientes episodios –que enumero sin orden alguno–. El primero, la flagrante violación de la Constitución acordada por los grandes partidos tras el fallido referéndum andaluz de 1980, saltándose a la torera, mediante ley orgánica de aplicación retroactiva, los requisitos que la Constitución establecía para que un territorio pudiera acceder a la autonomía por la vía rápida del artículo 151. El segundo, el coqueteo de los líderes del PSOE con la operación Armada, que contaba con el visto bueno del rey Juan Carlos: acabar con Suárez mediante la formación de un gobierno de concentración nacional presidido por el general Armada –aunque la operación quedó descabalada por la dimisión de Suárez, Armada todavía intentó reeditarla en la noche del 23-F, presentándole a Tejero la lista de ministros del gobierno que pretendía formar, en la que figuraban Felipe González, Javier Solana, Enrique Mújica y Gregorio Peces-Barba–. El tercero, la guerra sucia de los GAL, el terrorismo de Estado que llevó a la cárcel a un ministro de interior y un secretario de Estado de seguridad. El cuarto, el reguero de escándalos de corrupción que sacudió al país entre 1989 y 1996, y que supuso una fuerte degradación de la calidad de la entonces joven democracia española –el propio Guerra tuvo que dimitir por un caso de nepotismo–. El quinto, el control partidista –lo que algunas veces se llama “colonización”– de las instituciones. El sexto… En fin, en todas las casas cuecen habas.
Vayamos al segundo punto, que es en realidad el más importante. ¿De verdad una amnistía que beneficie a los encausados por la crisis constitucional del otoño de 2017 supone una negación o una traición de los principios fundacionales de la Transición? A diferencia de personas con ideas más radicales que las mías, yo no tengo mala opinión de la Transición. Al revés, es un periodo que me fascina y al que he dedicado unos cuantos años de trabajo, incluyendo una monografía y diversos artículos académicos. Me fascina porque es uno de los pocos momentos en la historia de los dos últimos siglos en el que se buscaron soluciones integradoras, dejando de lado la exclusión y la imposición que se habían puesto en práctica en casi todas las crisis políticas del país desde 1808. Tras las elecciones de 1977, en las que las izquierdas y derechas obtuvieron prácticamente idéntico porcentaje del voto, se produjeron tres importantes acuerdos integradores: la Ley de amnistía (la primera Ley de la democracia), los pactos de la Moncloa y la Constitución. La Constitución no era demasiado precisa con respecto al modelo territorial, así que, en sucesivas rondas negociadoras, se fueron constituyendo las primeras Comunidades Autónomas, todavía bajo el espíritu de la integración de los diferentes.
A mi juicio, la flexibilidad y apertura de los tiempos de la Transición se fue perdiendo paulatinamente. Así lo intenté argumentar en un intercambio –que a mí me resultó muy interesante y provechoso– con Amador Fernández-Savater en CTXT (aquí y aquí). Los dos grandes partidos, promoviendo el control de las instituciones y extendiendo el clientelismo y la corrupción, fueron ahogando los espacios que se habían conquistado en los primeros años de la democracia. Hubo una degradación progresiva del sistema. Los medios sufrieron una decadencia similar a la de los partidos, y el jefe del Estado, Juan Carlos de Borbón, se dedicó a enriquecerse con comisiones y a mover su fortuna por paraísos fiscales. Todo eso es lo que, en realidad, constituye la gran “traición” de las élites de la Transición a su propio proyecto.
Que ahora se debata sobre una amnistía no es una impugnación de la Transición, sino la recuperación de su espíritu. Todo se hizo mal en la crisis catalana. El Estado jugó sucio, poniendo en marcha a la llamada “policía patriótica” y usando, una vez más, los fondos reservados para operaciones ilícitas. El Gobierno de Mariano Rajoy se negó durante años a reconducir el conflicto y rehusó cualquier tipo de negociación que pudiera evitar la escalada de los independentistas catalanes. Los independentistas catalanes desobedecieron gravemente los principios constitucionales y se lanzaron a una aventura insensata sin tener el apoyo popular para ello. El poder judicial decidió montar una causa general contra el independentismo, plagada de irregularidades y más próxima al lawfare que a la justicia. El país entero salió debilitado y desprestigiado de la crisis constitucional de 2017. No se pudo hacer peor.
Los indultos y la reformulación del delito de sedición fueron un primer paso para restablecer un poco de orden democrático en el desastre producido. No sé si habrá una amnistía o algo similar, o más bien nada en absoluto, pero cualquier medida que se acuerde para “pasar página” será un paso adelante en la recuperación de un espíritu integrador que nos permita resolver las diferencias territoriales y nacionales de manera más conforme con lo que fue la Transición. Quién les ha visto y quién les ve.
Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).