Traducido para Rebelión por Salvador López Arnal
El 27 de agosto de 1975 el Boletín Oficial del Estado publicaba un Decreto Ley -el 10 / 1975- que abría con estas palabras:
«La larga paz de que viene disfrutando España no podía ser totalmente inmune a la plaga terrorista que padece el mundo. Por el contrario, ese mismo desarrollo pacífico y progresivo que ha caracterizado a la vida española durante cerca de cuarenta años ha concitado la irritación de las organizaciones, grupos o individuos que preconizan la violencia como instrumento de sus propósitos políticos o de sus impulsos antisociales. Y brotes de terrorismo inhumano han aparecido en los últimos tiempos con frecuencia y gravedad suficientes para exigir por parte del Gobierno y de la sociedad española una reacción enérgica.»
Apenas un mes después, el 27 de septiembre, el régimen que desplegaba esta retórica y que había nacido matando, agonizaba volviendo al punto de partida. Ese día fueron fusilados tres militantes del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico, organización armada vinculada al PCE (ml), y dos de ETA político-militar.
El recurso a la violencia había sido una opción táctica, explicable históricamente, por segmentos nada despreciables de la oposición al régimen. La larga duración del régimen dictatorial, su brutalidad y las frustraciones derivadas de la incapacidad de acabar con él a través de procesos de movilización ciudadana y popular suficientemente potentes llevó a algunos individuos y colectivos antifranquistas y revolucionarios a tomar las armas.
En realidad las condenas a muerte habían sido once y las seis que fueron conmutadas fueron presentadas por la prensa afín al régimen -es decir, poco o mucho, por casi toda ella- como una prueba de clemencia. En rigor, el sistema estaba en las postrimerías.
La respuesta, en particular en un País Vasco sometido a un régimen de excepción, fue inmediata y contundente. La huelga general se impuso. En otros lugares del Estado el rechazo llevó a activar un nuevo ciclo de movilizaciones. La Iglesia, algunos de sus miembros habían intentado obtener el perdón, se distanció, un poco más, del tardofranquismo. En Europa se desató una ola de protestas. En la otra capital ibérica, Lisboa, recientemente liberada y en pleno momento, este sí, de perspectiva de transformación social radical, tuvieron lugar algunos de los episodios más recordados por su contundencia. El México que había acogido el exilio republicano llegó a pedir la expulsión de España de las Naciones Unidas.
Después de todo, y pocos meses más tarde, se entró en otra dinámica. Por el camino quedaron las vidas de José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz, Juan Paredes Manot (Txiki) y Ángel Otaegui.
Hace ahora cuatro décadas, Txiki, con 21 años, fue fusilado en Barcelona. Apenas una semana después de haber sido sometido a un Consejo de Guerra sumarísimo. Yo entonces tenía 18 y estudiaba en Bellaterra [1]. Al lado, justo al lado.
Nota del editor:
Allí se encuentra ubicada la Universidad Autónoma de Barcelona. El autor es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Girona y uno de nuestros máximos expertos en la historia del republicanismo.
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