A comienzos del pasado año se modificó, una vez más y para bien, el sistema de acceso a las cátedras de universidad. Los dos sistemas anteriores, el del concurso-oposición y el de la habilitación, concedían el poder de decisión a una comisión que con más frecuencia de la deseada caía en la arbitrariedad más absoluta. […]
A comienzos del pasado año se modificó, una vez más y para bien, el sistema de acceso a las cátedras de universidad. Los dos sistemas anteriores, el del concurso-oposición y el de la habilitación, concedían el poder de decisión a una comisión que con más frecuencia de la deseada caía en la arbitrariedad más absoluta.
En los concursos-oposición cada cátedra se convocaba desde el departamento universitario correspondiente, el cual de hecho nombraba a dos de los miembros de una comisión de cinco componentes. Los otros tres eran elegidos por sorteo entre el resto de catedráticos de otras universidades distintas a la convocante. Salvo pésima suerte en esta lotería, lo habitual es que al menos uno de los de fuera apoyase al candidato endógeno con lo que la mayoría quedaba asegurada -la temible endogamia-. Este sistema fue suprimido por el PP en la legislatura de 2000-04 por el germánico sistema de la habilitación. Antes de poder pasar a un concurso de acceso los candidatos debían primero habilitarse ante un tribunal constituido por siete miembros todos ellos elegidos por sorteo. Se podían habilitar a 1,5 candidatos por cada cátedra disponible en el conjunto de las universidades españolas. Si bien el sistema parecía a priori más justo que el anterior, no se libraba de la arbitrariedad derivada de la mera obtención de cuatro votos y de la composición del tribunal -de si era más o menos próximo a los candidatos-. Las habilitaciones pusieron de relieve que la endogamia no era de cada universidad sino de los poderes feudales de las áreas de conocimiento. Una vez pasada esta prueba, los habilitados se presentaban a un concurso de acceso en sus respectivas universidades, el cual solían ganar sin mayores problemas.
Ahora, por fortuna, el sistema, además de meritocrático, es mucho más justo, equitativo y equilibrado pese a que los sindicatos han denunciado algunas arbitrariedades impresentables. Para poder concursar a una plaza de catedrático que convoque una universidad es necesario haber obtenido una acreditación -o ser ya catedrático o habilitado sin cátedra- ante la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA). Se trata de una exigente prueba en la que es preciso cosechar un mínimo de ochenta puntos sobre un máximo de cien. Cada candidato entrega una prolija documentación con sus méritos -tarea que suele suponer un mínimo de dos o tres semanas de trabajo a tiempo completo- y una comisión de rama científica -ingeniería, ciencias sociales, …- , asesorada por algún catedrático de un elenco de especialistas, decide sobre cada candidato.
Por vez primera en la historia de nuestra universidad todo profesor sabe a qué atenerse, qué se le va a exigir si desea convertirse en catedrático. Esto es casi una revolución. La ANECA valora gran cantidad de criterios. Si bien se prima la investigación -epígrafe que permite obtener un máximo de 55 puntos-, no se descuida la docencia -35 puntos-. La gestión universitaria sale peor parada -10 escasos puntos-. La investigación es básicamente el número de sexenios -15 puntos cada uno- pero también la participación en congresos científicos, la transferencia de conocimientos -por ejemplo, impartir conferencias-, la dirección de proyectos de investigación financiada, publicaciones, etc. Casi la mitad de los puntos de docencia se pueden obtener por haber abierto y cerrado la puerta del aula durante un mínimo de diez años, pero a ello se añaden elementos como la innovación y las evaluaciones docentes, la diversidad de asignaturas impartidas, la docencia en otras universidades, la dirección de tesis doctorales y de trabajos de segundo curso de doctorado, la asistencia a cursos de formación docente, etc. Y, finalmente, la gestión incluye el desempeño de puestos en la universidad -haber sido miembro de equipos rectorales y/o decanales, la dirección de un departamento, etc.- o fuera de ella -en los entornos educativo, científico y tecnológico, organización de congresos, pertenencia a consejos editoriales, etc.-.
Una vez más estamos en presencia de las paradojas de la acción del ejecutivo de Zapatero. Por un lado, se establece el mejor sistema que hemos conocido de valoración de los méritos precisos para la obtención de una cátedra. De hecho, muchos de los catedráticos actuales no conseguirían la acreditación de hoy. Pero, por otro lado, nadie parece haber previsto que en algunas universidades -como la Complutense de Madrid- afloraría el enorme tapón de profesorado con méritos suficientes como para acreditarse y que, en consecuencia, se debiera haber librado una partida presupuestaria extra. Dado que es el gobierno de la nación el impulsor de la medida quizás a este correspondería su solución. Confiarla a los gobiernos autonómicos -algunos de ellos claramente contrarios a la universidad pública- resulta en general ilusorio.
No habiendo suficiente presupuesto lo habitual es el recurso a la chapuza carpetovetónica, la cual consiste en jerarquizar a los acreditados básicamente en función de su antigüedad, como es el caso de la Complutense. Aquí se promete que en un plazo de no más de tres años -en un mundo en el que el conocimiento científico se duplica cada cuatro o cinco- todo acreditado tendrá un concurso de acceso en su departamento. Esto significa que ser catedrático en algunas universidades españolas es más costoso en tiempo y esfuerzo que serlo en Harvard, lo que nos sitúa directamente en el mundo del absurdo. Una solución provisional -cuyo encaje legal desconozco- sería poder ser catedrático con sueldo de profesor titular hasta que se resolviera la financiación de las plazas.
Otra alternativa sería la de irse con las acreditaciones a otra parte. Teniendo en cuenta que muchas universidades pueden constituir comisiones de concursos de acceso en las que todos sus miembros sean de la propia universidad, esto parece poco viable.
Rafael Feito Alonso. [email protected]