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Prólogo del libro de John Kenneth Galbraith

El arte de ignorar a los pobres

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Traducido para Rebelión por Susana Merino y revisado por Caty R.

«Hay dos maneras de favorecer la vuelta al trabajo de los desempleados, explicaba en 2010 el semanario liberal The Economist. Una de ella es volver incómoda o precaria la vida de quienes reciben un subsidio por desempleo, la otra en convertir en viable y atrayente la perspectiva de un empleo». El tema de la «viabilidad» de la búsqueda de un empleo se plantea cuando las tasas de desempleo alcanzan o superan el 10%. Y la «atracción» del trabajo asalariado decae cuando las remuneraciones se achatan, cuando el estrés y las presiones se multiplican. Sólo queda entonces hacer que la suerte de los desempleados se vuelva aún «más incómoda o precaria».

Ésta es la estrategia que los liberales que ejercen el poder ylas organizaciones económicas internacionales plantean desde hace más de 30 años. Los artículos de John Galbraith y de Laurent Cordonier lo recuerdan con una ironía que raya en el cinismo. Con un texto mucho más viejo de Jonathan Swift (1729) que aconsejaba a los pobres escapar de la miseria desangrando a sus hijos con el objeto de comercializarlos como «alimento de carnicería» mejor que desangrarse a sí mismos para criar a su progenie y correr el riesgo de verlos luego derrapar en el crimen y servir de carne de patíbulo, se pasa de la ironía al humor sardónico.

El interés de este registro es que pretende aclararnos el asunto ahorrándonos la indignación y los lloriqueos. Porque, bien se trate de los terratenientes irlandeses, de los economistas de la escuela de Chicago que rodeaban a Ronald Reagan o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo económico (OCDE), enfrentarlos a una protesta moral o apelar a sus sentimientos no tiene el menor sentido. Ricos, instruidos, inteligentes (muy a menudo…) defienden efectivamente, con conocimiento de causa, una filosofía social concebida con base en la propia ventaja y que sin caricaturizarla demasiado se resume siempre así: los ricos serían más emprendedores si pagaran menos impuestos: los pobres serían más trabajadores si recibieran menos subsidios.

Patrocinadores tan antiguos como prestigiosos fundamentan esta doctrina. Emisario de la revolución estadounidense en París y redactor de la Declaración de la Independencia, Benjamín Franklin estimaba, en 1776 que «cuantos más servicios se establecen para cuidar de los pobres, menos cuidan ellos de sí mismos y menos se preocupan». En resumen, abandonar a los indigentes a su suerte sería prestarles un servicio. La avaricia se convierte así en una avanzada forma de la generosidad humana, o sea, atrevámonos a decirlo, de ayuda social.

En tiempos ordinarios, una teoría tan imbuida de egoísmo sería casi irresistible. ¿Qué decir entonces de ella en tiempos de crisis, en los momentos en los que la mayor parte de los gobernantes nos machacan con que «las cajas están vacías», con que un mayor endeudamiento amenazaría «el porvenir de nuestros hijos»? Aleccionados con el peligro colectivo, con la urgencia de «hacer sacrificios», cada uno imagina bastante voluntariamente que aun en un período de austeridad, sería mejor reembolsada su atención médica (en caso de enfermarse), mejor recompensado en períodos de paro (si llega a estar desempleado) si otros que no lo merecen tanto también lo consiguieran.

Se sabe demasiado bien que en cuanto decae la confianza en el futuro, que cuando los muros se ciernen sobre la gente, unos se enfrentan a otros sobre todo si pugnan o compiten por un mismo tipo de empleo, de vivienda, de escuela. La suposición de que un mediocre nivel de vida o el alto nivel de los impuestos se explicarían por las innumerables ventajas con las que se beneficiarían los «asistidos» alimenta un barril de resentimientos que la menor chispa puede hacer explotar. No faltan los pirómanos. En cierto sentido, los distinguidos razonamientos del Fondo Monetario Internacional (FMI), de los «buzones de sugerencias» o del Banco Central Europeo alientan vocacionalmente a los gobernantes y a los periodistas a encender el fósforo.

¡Entonces vamos contra los parásitos! El «deber del informador» se encargará de detallarnos la vida palaciega que llevan «Cuando se es subsidiado, destacaba ingenuamente Le Point del 28 de septiembre de 2006, también se tiene derecho a un alojamiento permanente; a la suspensión de las deudas fiscales; a no pagar impuestos residenciales, ni la renta, ni la cuota de cobertura universal de salud; al acceso gratuito al complemento de salud del CMU; al aguinaldo de Navidad; a la tarifa telefónica social; a tarifas de transporte reducidas; a la entrada gratis a los museos y a otras prestaciones suplementarias (según el lugar de residencia)».

El 4 de junio de 2011, el magazine de Le Figaro explicaba una peligrosa encuesta titulada «Investigación sobre los subsidiados de Francia: esos subsidiados que desalientan el trabajo». Se veía en la tapa a un hombre joven y robusto que, seguramente acunado por la solicitud del Estado-providencia, reposaba somnoliento en una hamaca tricolor. En efecto si ese haragán recibía el subsidio de solidaridad activa (RSA) se embolsaba mensualmente una suma de alrededor de 467 euros mensuales (700 euros si se trata de una pareja sin hijos en la misma situación). RSA «una carga cuyo costo supera los 10.000 millones de euros», destacaba el magazine de Le Figaro con gran precisión. «Ese imponderable monto asciende en los demás departamentos», pero en los Alpes Marítimos, se regodeaba, han organizado una brigada antifraude contra el RSA, la primera en Francia, se regocijaba inmediatamente en un recuadro que indicaba que «seis inspectores se encargan de realizar verificaciones sobre las facturas de agua, de teléfono y de electricidad. Trabajan con la Caja de subsidios familiares y pueden cruzar entre sí diferentes datos administrativos».

Ni el señor François Pinault propietario de Point, ni el señor Serge Dassault propietario de Le Figaro han acostumbrado a los lectores de sus publicaciones a rodear de tantos elogios a los inspectores del Estado, a quienes en general suelen calificar de puntillosos, burocráticos o preguntones, sobre todo cuando la emprenden con las grandes empresas y los ricos. Pero es cierto que los señores Pinault y Dassault se cuentan entre los que disfruta de las mayores fortunas mundiales. Con 13.500 millones de dólares el primero y 9.300 el segundo, cada uno dispone de un capital aproximado a lo que cuesta anualmente el RSA a la totalidad de los franceses.

Desde julio de 1984, en la convención del Partido Demócrata de San Francisco, el gobernador de Nueva York, Mario Cuomo, acusaba al individualismo liberal que Ronald Reagan alentaba: «La diferencia entre demócratas y republicanos siempre se ha medido en términos de valentía y de confianza. Los republicanos piensan que el tren no llegará jamás a destino a menos que se dejen abandonados en el camino a algunos viejos, a ciertos jóvenes, a ciertos débiles. Los demócratas creemos que es posible llegar a buen puerto con la familia intacta. Y lo hemos logrado en muchas oportunidades. Comenzamos cuando Roosevelt se alzó de su silla de ruedas para levantar a una nación que estaba de rodillas. Vagón, tras vagón, frontera tras frontera, con toda la familia a bordo. Tendiendo siempre la mano a quienes querían subir al convoy. Durante cincuenta años los llevamos siempre a buen puerto, hacia mayor seguridad, dignidad y riqueza. No olvidemos que lo logramos porque nuestra nación tenía confianza en sí misma».

Un mes después en Dallas Phil Gramm le respondía en la convención del Partido Republicano. Para este economista que posteriormente desempeñaría un papel clave en la (desastrosa) desregulación financiera estadounidense, la familia «americana» de Cuomo sólo era un ardid semántico que permitía no hablar del Estado predador. En cuanto al convoy solidario que había evocado el gobernador de Nueva York, no llegaría jamás a destino porque la locomotora que lo llevaba ya no podía avanzar porque el tren que arrastraba estaba abarrotado: «Hay, sintetizó Phil Gramm, dos categorías de estadounidenses, los que tiran del vagón y los que se suben sin pagar, los que trabajan y pagan impuestos y los que esperan que el Estado los tome a su cargo». Conclusión: había que desembarcar a los ociosos y a los parásitos en un campo o en el desierto si se quería que la locomotora de los EE.UU. recuperara su velocidad de crucero y retomara su marcha hacia una nueva frontera. Ese discurso de Mario Cuomo quedó en la memoria; nadie o casi nadie recuerdan las propuestas de Phil Gramm. Así es, pero ese año Ronald Reagan ganó las elecciones en cuarenta y nueve de los cincuenta estados.

La crisis financiera ha llevado a la consternación que produce en los ricos las prodigalidades derramadas sobre los pobres. De ahora en adelante es la mayoría de la población la que aparece en la mira de los pudientes. Porque, como explica Laurent Cordonnier en esta obra, para ellos se trata de dividir a los asalariados para poder vencerlos sector por sector. Comienzan por lo tanto por los menos organizados, los desempleados y los trabajadores inmigrantes, reservando para el final al sector más sólidos, a los sindicados. El aislamiento, los recelos, desprovistos de aliados que conseguirían defender por más tiempo las conquistas que la OCDE y los patrones, los gobiernos y los medios han decretado que son «privilegiados».

Existen sin embargo otros datos también apreciables… Así, desde 2009, gracias a las inyecciones dinerarias de fondos públicos, los bancos han recuperado el color y están emergiendo de la crisis financiera más poderosos que antes, más capaces todavía de tomar como «rehenes» a los Estados en el caso de que se produzca otra tempestad. Invocan el peso de la deuda muy astutamente puesta entre paréntesis pese a que habría que desembolsar montos que superan el endeudamiento para salvar a Goldman Sachs, al Deutsche Bank o al BNP Paribas, como pretexto para… el desmantelamiento de la protección social y los servicios públicos.

No estamos seguros de que si Jonathan Swift viviera en la actualidad habría debido forzar su talento para describir la audaz yuxtaposición de una práctica laxa destinada a amputar los ingresos fiscales para beneficio de los ricos y un discurso «riguroso» tendiente a reducir los gastos presupuestarios del Estado-providencia. En Francia, por ejemplo, luego de la elección de Nicolás Sarkozy, la derecha redujo sucesivamente los derechos a la herencia, resolvió eliminar el impuesto profesional pagado por las empresas y dividir por tres los impuestos establecidos para las fortunas superiores a tres millones de euros. El informador general del presupuesto Gilles Carrez (UMP) ha precisado por otra parte que «que las mayores empresas, las que manejan cifras de negocios superiores a los 2.500 millones de euros, pagan entre un 15% y un 20% del impuesto de sociedades mientras que realizan negocios de entre un 50% y un 70%». De modo que Total, que realizó negocios por valores que alcanzan los 10.500 millones de euros en 2010, no pagó ese año impuestos societarios. Es concebible entonces que un ministro francés, Laurent Wauquiez, haya denunciado el «cáncer» del «asistencialismo». Magnánimo con Total, su gobierno ha recuperado sin embargo 150 millones de euros, aplicando impuestos a las indemnizaciones asignadas a las víctimas de accidentes laborales.

Swift sugería que si no se les devoraba a tiempo, los hijos de los pobres molestarían a los transeúntes y desde los seis años se dedicarían a asaltarlos. Por el contrario, insistía «un alimento engordado a punto proveería cuatro platos de excelente carne» ¿Cómo dudar ante tal alternativa? El satírico escritor irlandés no conocía los textos de la OCDE, pero ya en su época los liberales proclamaban que la ley del mercado, aquella que en la Irlanda del siglo XIX ocasionaría una de las hambrunas más mortales de la historia de la humanidad, resolvería todos los problemas, incluido el de la superpoblación. Con la única condición que se les dé libertad absoluta. Los que proponían otra cosa sólo podían ser dulces soñadores o peligrosos agitadores.

Invocar la evidencia, la ausencia de opciones reales, constituye un procedimiento familiar dirigido a garantizar que las reformas, a veces un poco rusticas, se aceptarán sin resistencia. Antes que decidirse, muy razonablemente, a convertir a «un niño saludable y bien alimentado en guiso o potaje», algunos descerebrados, ¿no dudaban acaso en proponer en aquella época salir de la miseria irlandesa con nuevos impuestos, derechos aduaneros, reforma agraria? Frente a tan dementes sugerencias, extravagantes, utópicas, el escritor imaginaba esta réplica: «Que no me vengan a hablar de esas decisiones ni de medidas similares, mientras no exista la menor esperanza de que con valentía y sinceridad algún día se pueda intentar ponerlas en práctica».

Muchas de esas utópicas decisiones sin duda se han puesto en práctica, porque la comida irlandesa actual no incluye los «nutritivos y excelentes alimentos» que Swift imaginó en otras épocas.

Fuente: http://boutique.monde-diplomatique.fr/preface-galbraith