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Una naranja mecánica (1971)

El cambio que niegan los políticos y siguen soñando los jóvenes

Fuentes: Rebelión

Los partidos políticos existen sólo por miedo a las ideas ajenas, por eso se protegen entre sí y cuidan las ideas que han heredado. No sirven para cumplir lo que prometen, sino para destruir las promesas de los otros. Robert Müsil   Uno de los hechos humanísticos, sociales y artísticos, e incluso políticos y filosóficos, […]

Los partidos políticos existen sólo por miedo a las ideas ajenas,

por eso se protegen entre sí y cuidan las ideas que han heredado.

No sirven para cumplir lo que prometen, sino para destruir las promesas de los otros.

Robert Müsil

 

Uno de los hechos humanísticos, sociales y artísticos, e incluso políticos y filosóficos, más importantes del Siglo XX, por el tratamiento y la vigencia de su tema y por el contenido y la virulencia de sus imágenes, lo constituye la realización de uno de los filmes emblemáticos del director Stanley Kubrick (1928-1999), nacido en Nueva York y afincado en Londres, donde pasó gran parte de sus últimos 15 años: A Clockwork Orange (1971) o Una naranja mecánica (1). 2017 marca el quincuagésimo quinto aniversario de la publicación literaria (1962), así como el centenario del nacimiento de Anthony Burgess (1917-1993). Obra que ha sido tan vapuleada e incomprendida, citada y no leída, como la versión del cineasta gringo-anglo. Este ensayo intenta desentrañar el sentido de ambos esfuerzos, el de Burgess/Kubrick, respetándolos en sus resultados artísticos, más que en su intención, sin querer hallar lo que de por sí dichas obras no dicen, aunque sí lanzar hipótesis desde una visión contemporánea del ensayo, la del libre discurso reflexivo (2). Trabajo no fácil si se consideran dos aspectos: el carácter de novela filosófica asignado al texto y la mirada maniquea y desvirtuadora de la crítica sobre el filme. Novela y filme que tuvieron que soportar el peso de la infame censura, motivada por un sesgo mediático que tendió un manto de duda contra el que aún cabe y más que nada debe protestarse, para que al fin se entienda que las obras son lo que dicen y no lo que se quiera ver en ellas y que lo único que sobrevive a toda la estulticia humana, fuera de lo que se hace bien, son los (buenos) libros… y las (buenas) películas.

Kubrick, cuya obra ilustra una compleja serie de variaciones sobre las parejas de oposición barbarie/civilización, orden/caos, legalidad/ilegalidad, violencia institucional/violencia individual, ética universal/ética personal, y contiene un profundo estudio filosófico, social y político sobre el destino del hombre, es autor de otras obras consideradas maestras igual por crítica que público: The Killing (1956), La matanza o Atraco perfecto, policiaco basado en una novela de Lionel White, cuyo relato, el robo en un hipódromo, en su epílogo remite a la metáfora sobre la avaricia humana llamada El tesoro de la Sierra Madre (1948), de ese otro cineasta gringo muerto en el Reino Unido, John Huston, y lanza al espectador hacia La comunidad (2002), del español Alex de la Iglesia, otra incursión en la avidez (in)humana por el dinero.

Spartacus (1960) o Espartaco, filme basado en el libro de Howard Fast (1914-2003), con guión de Dalton Trumbo, la historia del jefe de los esclavos que se sublevó contra Roma y que, como (no) es lógico, murió a manos de sus verdugos: eso sí, gracias a Kubrick, sentando un precedente de dignidad, tesón y lucha por el deber, no derecho, más preciado del hombre: la libertad, por la cual no se pueden hacer concesiones humanas, artísticas, ni, menos, económicas; 2001: A Space Odissey (1968) o 2001: Una odisea espacial, según el cuento El centinela, de Arthur C. Clarke, que representa la lucha entre el humanismo y la tecnología en contra de la deshumanización, a través de una vasta epopeya intergaláctica que se inicia con la hominización de los primates en África y se cierra con la mutación biológica humana hacia un estadio superior.

Dentro de sus obras excelsas cabría citar también Paths of Glory (1957) o Senderos de gloria, la primera de sus diatribas antimilitaristas, en este caso, sobre la I Guerra Mundial; luego vendrían Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (1963), Dr. Insólito o cómo aprendo a dejar de preocuparme y amar la bomba, también conocida como ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, una hilarante sátira de política-ficción, ubicada en la mal llamada Guerra Fría (para muchos es la III Guerra Mundial) (3), que especula con la posibilidad de un apocalipsis nuclear, basada en la novela Alerta roja, de Peter George, y Full Metal Jacket (1987), una lúcida mirada a la valentía y a la dignidad vietnamitas, representadas en una mujer detrás de la que la paranoia gringa pretende ver un pelotón de exterminio; obra que retoma la novela The Short-Timers, de Gustav Hasford, autor además del guión escrito a seis manos junto al propio Kubrick y a Michael Herr. Claro, sin olvidar a Barry Lyndon (1975), adaptación con la que parece haber creado un nuevo tipo de narración fílmica: si los alemanes hablan de Bildungsroman o novela de formación Kubrick podría hablar de Bildungskino o cine de formación (4); a la vez, suerte de tratado sobre la vieja relación pintura-cine y una soberbia reconstrucción histórica con base en la franco-inglesa Guerra de los Siete Años, según la novela The Memoirs of Barry Lyndon, de Thackeray, escritor inglés nacido en Calcuta, moralista que se gastó la vida ridiculizando los vicios de su sociedad.

The Shinning (1980) o El resplandor, singular adaptación de la obra homónima de terror del autor de best-sellers Stephen King: lo que no implica que ser uno de los autores mejor vendidos es per se malo, sino que la materia no es culpable de quien la utiliza: ejemplos, el comunismo no tiene la culpa de la caterva de comunistas que ha habido; el capitalismo no tiene ni idea de los engendros que lo han encarnado y por eso tampoco es culpable: salvo por lo que en sí es; por último, Eyes Wide Shut (1999) u Ojos bien cerrados, filme con base en la nouvelle Traumnovelle o Novela soñada, del austriaco Schnitzler, centrado en el imperativo de que los humanos permanezcan lúcidos frente a las pulsiones sexuales para no caer en la desesperación. Hecho que, quizás, por esa suerte de intercambio entre cine y vida se instaló en la de sus protagonistas, Tom Cruise (Dr. Bill Harford), y Nicole Kidman (Alice), tras el epílogo fílmico en el que hay una brutal alusión al cuerpo y al deseo, sentimiento clave de la tan anhelada libertad, la que consiste en la acción del deseo; en el principio del placer, al que la sociedad opone el de realidad: «Hay algo que necesitamos hacer», dice Alice, y añade lo que todos saben antes que el despistado Bill: «¡Fuck!«, por fornicar, tirar, joder, follar o…

Ojos bien cerrados devino en involuntario testamento cinematonírico de Kubrick, en un epitafio a toda su obra, un alivio existencial para quien al parecer tanto sufrió luego de haber hecho parte de aquel falso documental sobre el viaje a la luna, llamado el filme de la luna por los documentalistas Arlindo Machado y Martha Lucía Vélez, en su texto Documentiras y fakeciones (5), a propósito de «un documental inesperado» sobre el tema que el tunecino William Karel realizó en Francia bajo el título Opération Lune (2002): el internacional es The Dark Side of the Moon, que a su vez no denigra del roquero sino más bien socava las endebles bases del asunto político. En él intenta reconstruir la cronología de los sucesos relacionados con el supuesto (nunca fue más cierto el adjetivo) viaje de la Apollo 11, con base en los testimonios de personalidades de la política, la ciencia y la cultura. Al retomar el viejo debate sobre la veracidad de las imágenes mostradas en TV, Karel considera la posibilidad de que la conquista del satélite «no habría pasado de ser una farsa». La transmisión televisiva del apócrifo viaje, por su parte, se denominó faux, falso, primero por Godard, quien en entrevista con TF1, exclamó: «¡Esa transmisión en directo es falsa!». Mientras, en Washington, el entonces presidente Nixon (quien según Karel «decidió transformar la conquista de la Luna en un blockbuster de Hollywood e invitó a Kubrick a dirigir la farsa luego de que Walt Disney se mostró temeroso de colaborar»), se emborrachaba la noche del 20 de julio de 1969: una manera de mostrar su escepticismo, de suyo una certeza, frente al lunático viaje (6). En el documental El lado oscuro de la luna (por el título en inglés de la canción de Pink Floyd), del africano Karel, quedan claras muchas cosas, entre ellas: que se trata de «la película más costosa de la historia del cine», como dice Jack Torrance; por qué murieron los astronautas rusos, entre ellos Gagarin, el primero que fue al espacio (pero, recuerden, «la CIA no mata a nadie», como dice el general Vernon Walters) y por qué Reagan fue presidente: actor, por payaso, que mejor representaba a Hollywood, ya que Walt Disney era ya un viejito démodè y miedoso. También queda claro, fuera de lo del eje California-Texas-Florida, por qué LBJ y Richard Nixon y George Bush fueron también presidentes de EE.UU. Todo, o todos, en aras de la posterior pero antigua, y no es anacronismo, Doctrina de Seguridad Nacional, puesta en marcha por George Bush I en 2001 (y basada en una herencia directa del nazismo y su Lebensraum o espacio vital, cuyo ideólogo fue Karl Haushofer, 1869-1946), por vía del filósofo jurídico nazi Carl Schmitt (1888-1985), tres décadas después del histérico viaje.

Entretanto, otro viaje de la era espacial se iniciaba, el de Una naranja mecánica. Tan pronto apareció la versión literaria, en mayo de 1962, comenzó la diatriba: «Un insólito relato sobre la violencia de las bandas juveniles en Gran Bretaña, escrita en una jerigonza que no es de este mundo», decía una publicación profesional no citada por el propio Burgess en su autobiografía (7). Sin embargo, aunque se trataba en apariencia sólo de las bandas juveniles inglesas, la violencia retratada allí podría extrapolarse hoy a cualquier parte de la tierra; y estaba escrita en una jerigonza que sí es de este mundo: «El vocabulario de mis gamberros de la era espacial podía ser una mezcla de ruso y de inglés demótico, sazonado con germanías a juego y con el bolo de los gitanos. El equivalente ruso del sufijo -teen inglés es nadsat, y así se llamaría el dialecto juvenil empleado por los drugi o amigos de la violencia» (Burgess: 64-65). Pero esto no lo entendió el Times Literary Supplement, para el cual ese lenguaje vivo juvenil era hijo de la decadencia y parricida del prístino inglés británico, por vía de un escritor de dudoso gusto: «Una verborrea viscosa… abultada hija de la decadencia… El inglés está siendo lentamente asesinado por quienes lo practican». Así: «Yo era un escritor hecho y derecho que me había propuesto terminar con la lengua inglesa. Era un consuelo recordar que lo mismo se había dicho de Joyce en su momento. Mi gusto era dudoso» (Ibíd.: 93). No se comprendió, entonces, la tesis del Time en el sentido de que Burgess había escrito «algo muy raro en las letras inglesas: una novela filosófica» ni que «El peregrinaje de este Stavroguin beatnik constituye un ensayo moral serio y logrado» (Ibíd.: 95). Tampoco, la reflexión de filosofía política que David Talbot consignó en el New York Herald Tribune: «El amor no puede existir sin la posibilidad de odio, y la sociedad, cuando fuerza a los hombres a abdicar de su derecho a elegir entre uno y otro, los convierte en autómatas. Así desemboca Burgess en su sorprendente moraleja: en una sociedad mecanizada, la redención del hombre ha de obtenerse a partir del mal». Juicio sobre el que dijo: «Fue grato que me comprendieran en EE.UU, y humillante que no supiesen leerme en mi propio país» (Ibíd.: 95), coincidente con la visión de Kubrick sobre el cine, de la cual se infiere que tal medio entraña la comunicación en tanto acto de resistencia y de contera recuerda todo cine es político, como pensaba Volonté antes de Costa-Gavras: «Yo no olvido nunca que el cine es, ante todo, un medio de comunicación de masas. Ahí reside su funcionalidad política. Tal vez haya quien me acuse de posibilismo, pero estoy convencido de que es más efectivo un filme comercial ideológicamente consecuente, que un panfleto político underground» (8). Pero, el colmo de los exabruptos se dio por parte del crítico Fred M. Hechinger al sostener en The New York Times (13/feb/1972) que Kubrick había hecho un filme fascista: «¿Habla la voz del fascismo en Una naranja mecánica?» (9). ¿Cuándo se entenderá que las auténticas obras de arte no hacen juicios de valor, condenas morales, panfletos ideológicos o análisis, sino que se limitan a sintetizar un problema y luego lo muestran pero no demuestran o sacan conclusiones, menos ofrecen soluciones pues ni siquiera lo pretenden?

Así, resultaba previsible la desvirtuación del filme y que a la novela no le fuera bien en términos de venta, de lo que aprendió el escritor inglés: «Pero el libro se vendió mal, peor incluso que cualquiera de mis novelas anteriores. Aprendí una gran lección: que tampoco conviene exponer el producto en demasía» (10). Respecto al título es clave el artículo Una en vez de La, para poder comprender la designación cockney, jergal, de una obra que alude justo al ser humano que si no puede elegir entre bien y mal y sólo puede actuar bien o mal (aunque el hombre hace lo que hace por conveniencia), no será más que una naranja mecánica. Obra que además trata del lavado de cerebro dentro de una sociedad con métodos de represión inagotables y que, por citar sólo dos casos, van desde el Sistema Borstal hasta el Tratamiento Ludovico: el primero, pretendía rehabilitar al delincuente mediante el deporte y el trabajo, como cuenta el inglés Alan Sillitoe (11) en aquel relato subversivo o contra la versión oficial a la vez que melancólicamente poético, La soledad del corredor de fondo, llevado al cine por otro Airado, Tony Richardson, en 1962; el segundo, a través de manos firmes y corazones abyectos, ya no grandes, buscaba desarmar los de aquellos delincuentes con la misma medicina que ellos habían dado a la sociedad: si violencia, la recibirían; si querían música, la tendrían a muy altos decibeles; si les gustaba el cine, deberían verlo con ojos bien abiertos (12). Vale recordar que métodos como los citados pasan de una frontera a otra, con la misma facilidad con que el hombre araña se desplaza por los edificios gringos, y nunca han sido consideradas técnicas de ignominia, represión o tortura.

En tiempos recientes la declaración de la Unión Europea contra las torturas en Abu Ghraib, la prisión preferida de Hussein en Irak, primero, y luego de los soldados gringos durante la invasión-pretexto para buscar unas armas de destrucción masiva que jamás hubo, no mencionó la palabra tortura. Se sustituyó por abusos. Bush, Blair y Berlusconi, el verdadero eje del mal en este reino del revés, hablaron olímpica y cínicamente de errores. Los periodistas de CNN y demás medios masivos occidentales «no pudieron utilizar la palabra prohibida», señala Eduardo Galeano en La confesión del torturador (13). Años antes, para que los presos palestinos fueran humillados legalmente, la Suprema Corte de Israel autorizó las presiones físicas moderadas. Los cursos de torturas para oficiales latinoamericanos en la Escuela de las Américas son técnicas de interrogatorio. En Uruguay, «campeón mundial en la materia durante los años de la dictadura militar», entre 1972 y 85, las torturas se llamaban, y aún se llaman, apremios ilegales. Para la Iglesia católica, en épocas de Giordano Bruno, eran consideradas el «método correcto» (14). Aunque para Amnistía Internacional la venta de aparatos de tortura en el mundo es un negocio redondo para unas cuantas empresas privadas gringas, alemanas, francesas y de otros países, para sus gobiernos y representantes aquellos productos de la perversión humana, producidos a escala industrial, son medios de autodefensa: o sea, paramilitares, como son los personajes y métodos que se emplean para combatir en el mundo al terrorismo y al narcoterrorismo, términos que cacareaban al unísono Bush y la «supina perrita faldera inglesa» (15), entonces con nombre y apellido, Tony Blair, para luego desatar una avalancha de paranoia que ha revivido estados fascistas, policivos, totalitarios. En ellos se refleja un Alex avergonzado ante esos terroristas sin eufemismos que campan a sus anchas por el mundo…

Aunque, según se adivina, no sea fácil elaborar un ensayo sobre una novela tan compleja en sentido literario y filosófico, e incluso moral (dudosa palabra refundida en el incierto bolso de la religión o exhibida sin pudor en la mesa de las costumbres), como Una naranja mecánica, ni sobre una adaptación fílmica tan sugerente desde el punto de vista de una sociedad industrial a la que acosa la ultraviolencia, por esas paradojas del arte, que son las de la vida, resulta un placer hacerlo por la riqueza del contenido, más que del continente, literario y cinematográfico. El primero, a través de una novela compleja en su lenguaje, vivo, en su aspecto amoral, no moral o inmoral. El segundo, con sus connotaciones de filme maldito, de insulto para las ligas de la decencia, de artefacto corruptor sobre todo de mayores. Para Burgess, su obra plantea una lucha entre lo considerado bueno y lo considerado malo. Para él, por definición, el ser humano está dotado de libre albedrío y puede elegir entre el bien y el mal (aunque como señala el neurofisiólogo colombiano Rodolfo Llinás: «El bien y el mal son pendejadas nuestras. El hombre hace lo que hace por conveniencia») (16); si sólo puede actuar bien o actuar mal, no será más que una naranja mecánica, robótica, se agrega: en apariencia, un hermoso organismo con zumo y color; de hecho, un juguete mecánico al que Dios o el Diablo le darán cuerda: o el todopoderoso y represivo Estado, que sustituye a los dos. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral. Para ello la maldad tiene que coexistir con la bondad, haber polaridad moral: «Los críticos [gringos] me obligaron a tomarme en serio Una naranja mecánica, de modo que me puse a cavilar si la moraleja de la novela sería aceptable. Mi formación católica (y el libro es más católico o judío que protestante) me llevaba naturalmente a considerar que la humanidad se define por su capacidad para lo que San Agustín denomina liberum arbitrium, y que la elección moral no puede existir sin la correspondiente polaridad moral» (Burgess: 95). No obstante, como sostiene el crítico Antonio Castro en su ensayo Stanley Kubrick, los equívocos sobre el filme derivan en buena parte de la extendida creencia rousseauniana en la mentira romántica acerca de la bondad natural del hombre, del buen salvaje, mientras para Kubrick, por el contrario, el hombre es un salvaje innoble, irracional brutal, necio e incapaz «de ser objetivo en nada que afecte a sus propios intereses». Y añade: «Una de las mayores falacias, que ha influido en buena parte del pensamiento político y filosófico, es la idea de que el hombre es esencialmente bueno y que es la sociedad la que lo convierte en un ser malvado. Rousseau trasladó el pecado original del hombre a la sociedad. Esta concepción ha contribuido poderosamente a establecer lo que, a mi entender, es una premisa dramáticamente incorrecta sobre la cual basar cualquier filosofía moral o política». Aun así, Kubrick, vía Burgess, deja flotando un mensaje moral: es mejor ser malo por voluntad que bueno por obligación, como dice el capellán de la cárcel (17). El catolicismo de Burgess debe contrastarse con el agnosticismo (de origen y educación judíos) del cineasta pues si bien uno y otro coinciden, como dice Castro, en la necesidad y defensa del libre albedrío, mientras la moral católica precisa de este «para que un hombre pueda ser merecedor de premio o de castigo», Kubrick lo defiende en razón de su individualismo liberal, el «que pretende que el hombre no renuncie a ninguna de sus posibles capacidades [ni] opciones». De ahí la rareza del personaje Alex de Large.

No en vano el título de la obra proviene del dicho popular: «Tan raro como una naranja mecánica», lo cual significa ser extraño hasta el límite de lo extraño. En la Introducción a ella, Burgess, con una desbordante sinceridad, la propia de los artistas, no de los políticos, advierte: «Parece mojigato e ingenuo negar que mi intención al escribir la novela era excitar las peores inclinaciones de mis lectores. Mi saludable herencia de pecado original se exterioriza en el libro y disfruto violando y destruyendo por poderes. Es la cobardía innata del novelista, que delega en personajes imaginarios los pecados que él tiene la prudencia de no cometer. Pero el libro también guarda una lección moral, la tradicional repetición de la importancia de la elección moral. Es precisamente el hecho de que esa lección destaca tanto lo que me hace menospreciar a veces Una naranja mecánica como una obra demasiado didáctica para ser artística». Sin embargo, al mismo tiempo es demasiado artística para ser meramente didáctica, lo que se evidencia con la utilización de la singular lengua nadsat, dirigida al público adolescente (nadsat en nadsat significa….) y concebida para amortiguar la cruda respuesta que se espera de la pornografía. Es decir, por un lado Burgess prefigura en su novela el mundo ultra violento de hoy, a la vez la descomposición moral y sobre todo ética que lo azota y que principalmente afecta a niños y jóvenes. Que no deberían ser los depositarios de la ultra violencia ni de la inmoralidad que inventan los adultos para auto-favorecerse, no a la humanidad. Cuya situación, agobiada y doliente, como reza el credo, la iglesia católica ayudó a atizar con su tea conservadora, a través de la cual sólo ha propiciado el atraso cultural y social para buena parte del mundo y contribuido al mantenimiento del statu quo, anómalo por demás, propiciando el yugo y la barbarie de las clases dirigentes en aquellos países con religión institucionalizada. Si esta actuara libre tal vez la cosa sería a otro precio, pero mientras se institucionalice no dejará de ser el negocio o el opio que ha sido ni, de acuerdo con Umberto Eco, la cocaína que hoy es (18). Saramago: «Las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar [ni] congraciar a los hombres; […] por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana» (19). Razón por la cual, a la vez, hoy se da un laicismo galopante, la carencia de un credo religioso entre los jóvenes y un complejo extravío existencial impulsado por la corrupción aludida de la clase política: a cuya desafortunada labor aquéllos responden de forma irracional, desequilibrada, ultra violenta: la que ofrece el filme a través de las relaciones padres/hijos, Alex y su protector P. R. Deltoid, la banda de Alex y la de Billyboy y sus amigos que pretenden violar a una dama en traje de Eva, ya expulsada del Paraíso y sin la hoja de parra; la que hoy se percibe en los estadios después de los partidos. El Estado castiga, primero, al díscolo Alex enviándolo a la cárcel y más tarde a ese otro panóptico, el hospital, donde caerá sobre él la furia del Ludovico; y luego, en otra región de la tierra, a los díscolos hinchas, con penas que superan a las que merecen los paramilitares: por culpa de quienes no habrá justicia ni por ende puede haber paz.

En ambos casos, una actitud rebosante de energía a la que por ello le falta serenidad, paciencia, talento constructivo. No se olvide que en sus primeros 18 años, Alex, nuestro drugo, igual que los otros, sólo es un málchico ultra violento que se la pasa volviendo cala las cabinas telefónicas, robando carros y luego estrellándolos, violando mujeres y cómo no en la mucha más satisfactoria actividad de destruir seres humanos (Burgess). Esto, ninguna moraleja, una verdad de a puño que recuerda a Nietzsche: «La crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad». Tal cual se ve con el mendigo al que los drugos golpean debajo del puente; con el escritor Frank al que Alex deja cuadrapléjico y con su mujer, a la que viola, destruye en su intimidad y luego muere (lo que sabrá al regresar a aquél home, para su debida rendición de cuentas, por efecto de la justicia poética): ser que quiso darle posada, ofrecerle su bondad, pero que por meterse a redentor terminó crucificado; con el antiguo colega Lerdo y Georgie que, ya como parte de la ley y en desquite, por injerencia de Kubrick, hunden a Alex en una alberca durante 65 segundos de tiempo real; con Mrs. Weathers, del Rancho de Salud, quien al comienzo se defiende con un Beethoven pero pronto es reducida por una obra de arte muy importante, un falo gigante y blanco con el que antes Alex se ha divertido, en una especie de juego masturbatorio (en la novela, la dama de los gatos tiene un bastón y Alex lucha con una estatua de plata); y con el mendigo del comienzo que al final regresa para, en un inequívoco gesto, reconocer en Alex a su antiguo verdugo y darle su merecido. La violencia sin sentido es una prerrogativa de la juventud, sostiene Burgess. Para quien la causa de la creación, el punto de arranque de su novela fue un hecho concreto: en 1944, cuatro soldados gringos, robaron y violaron en Londres a su esposa, a la sazón embarazada. Tuvieron que pasar, así, 18 años para que su obra viera la luz…

Una naranja mecánica cuenta la historia del nadsat Alex y sus tres drugos en un mundo de crueldad y destrucción. Alex tiene, ha escrito Burgess, «los principales atributos humanos: amor a la agresión, amor al lenguaje y amor a la belleza. Pero es joven y no ha entendido aún la verdadera importancia de la libertad, la que disfruta de un modo tan violento. En cierto sentido vive en el Edén, y sólo cuando cae (como en verdad le ocurre, desde una ventana) parece capaz de transformarse en un verdadero ser humano». En efecto, viven en un mundo que se resiste a la imposición de normas, tal vez porque estas tampoco van bien con ellos y quizás por esto prefieran la destrucción y la crueldad. Es más fácil destruir que crear; menos complicado ser cruel que bondadoso: «De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno», se dice cuando hay seres humanos de por medio. Y ese es el que desafortunadamente transitan Alex y sus drugos Pete, Georgie y Lerdo (o Dim), desde el inicio de la novela y del filme. Sí, Alex tiene los principales atributos humanos. El amor a la agresión está presente en todo lo que hace y que ya se describió pero a lo que hay que volver porque el recorrido físico y vital y más que eso existencial de ellos, es realmente penoso, así en su inexperiencia lo ignoren o quizás por eso lo disfruten. La inconsciencia, aparte de la crueldad, es otro atributo de los jóvenes. De ahí que no sean muy conscientes de las cosas que piensan, poco de las que procesan y menos de las que hacen. Van por ahí dejándose llevar por la vida, más que por candor, por inercia. Su destino inmediato es tan incierto, como incierta su existencia. Hipotecada de momento a los sueños, deseos, utopías pero no a lo concreto, a lo posible, no a lo irrealizable por no decir… A la postre, ¿qué es imposible para un joven, desde la óptica metafísica? A veces, los jóvenes tienen que saltar de la ventana, para darse cuenta de que ahora sí, tras la caída o el error, pueden llegar a transformarse en verdaderos seres humanos, a ponerse en el lugar de otros. Instancia a la que se llega más por la experiencia que por los años y a la que Alex aún no accede.

El amor al lenguaje se hace patente en el empleo del nadsat, que parece no decir nada pero, como en Rodrigo D.-No Futuro (1989), de Víctor Gaviria, es plurisémico, posee múltiples significados: aun así, su no comprensión de los términos no impide entender el discurso. Un ejemplo, del comienzo de la novela: «Estábamos yo, Alex, y mis tres drugos, Pete, Georgie y el Lerdo, que realmente era lerdo, sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y diciendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco. El bar lácteo Korova era un mesto donde servían leche-plus, y quizás ustedes, oh hermanos míos, han olvidado cómo eran esos mestos, pues las cosas cambian tan scorro en estos días, y todos olvidan tan rápido, aparte de que tampoco se leen mucho los diarios». Una radiografía de la sociedad como la que hace Rojas Herazo a través de un personaje que sí lee el diario, mientras defeca: en pocos minutos retrata la violencia que azota al mundo por el secuestro, la injusticia por la corrupción policial y la impunidad por los políticos, para luego pararse y afeitarse (20). Todo narrado de forma tan jocosa que el lector termina por olvidar que pese a referirse a India, se alude a Colombia y vuelta a la guerra y al caos orbital. Ah, y a los concursos de belleza o esa forma de prostitución por el turismo. «Y [mientras] el infatigable cacique de turno, visitando al señorpresidentedelarepública para prometerle el apoyo de su rebaño electoral» (Rojas Herazo: 657). Igual que cuando el ministrodelinterior (sic) visita a Alex para pedirle que ayude a evitar que la prensa le desfigure su cara política. La cosa termina con los goles del Poder al presupuesto, más cuando se olfatea que las elecciones están cerca. Y todos felices en la foto tratando de pellizcar el botín de la burgomafia para fines caritativos, el banquete del millón, cuyo menú se reduce a una taza de caldo y un pan ácimo. Y así va el mundo…

Otro aspecto esencial relacionado con el afecto al lenguaje, por parte de Alex: se trata de lenguaje vivo, no de cementerio como Cortázar llamaba al del diccionario. Escritor del que, a propósito, podría decirse que el glíglico, lenguaje musical con base en palabras, no en notas, suerte de scat literario, de su novela Rayuela, podría originarse en el nadsat de Una naranja mecánica: recuérdese que esta fue publicada en 1962 y aquella en 1963, que Cortázar dominaba el inglés y que era un experto traductor. Lengua viva, no lengua muerta, que en el caso de Alex y sus amigos remite también a la rebeldía, a la marginalidad de unos jóvenes que resisten al dictado del Poder, a su perversa influencia. De esa rebeldía, precisamente, deriva el uso del Ludovico, método militar heredado de siglos atrás que desconecta la voluntad, de los actos, en quien lo recibe para destruir el reflejo criminal: pero el tratamiento no elimina los impulsos violentos de Alex, sino que crea reflejos de náuseas y dolores corporales que le impiden golpear y violar, como era su intención inicial. En otras palabras, el Ludovico no elimina las causas, únicamente reprime los efectos. En el filme la música se transforma en tortura y otras perlas: ya que tanto le gusta, Alex es obligado a escuchar la gloriosa Novena (la de Ludwig van) a unos decibeles insoportables; a ver siny con unas pinzas en los ojos que le impiden parpadear; a consumir sustancias que le minan su potencial de agresión: así se le reeduca para que no vuelva a delinquir…

Por último, el amor de Alex a la belleza se refleja en el uso del lenguaje y en su afecto por el arte de combinar los sonidos: téngase en cuenta la admiración que despierta entre los militsos por su manera de goborar, tras ser detenido por asesinato. Y un amor platónico, en cuanto herencia de Platón, aunque real, por músicos como Beethoven, Mozart, Mendelssohn, Schönberg y Orff. Porque, pese a todo, Alex es un esteta, un hombre de 18 años pero hombre al fin, capaz de ver la belleza donde se la pongan. Pero que no sabe cómo aprovecharla debidamente, canalizarla hacia el bien, servir al hombre, fin de todo arte, sino que la desvía hacia el mal. Un hombre al que todavía le falta vivir, en cuanto acumular experiencia, no años, crecer, para incorporarse a la sociedad a la que pertenece, o cree… Una sociedad, de paso, comprometida con la agresión, pero que no demuestra ningún amor al lenguaje ni a la belleza pues se conforma con el diktat del cada vez más precario lenguaje del Poder, desde que a este se le hizo más fácil justificar la fuerza que fortificar la justicia. De ahí que sean marginados como Alex y sus tres drugos los que se rebelen contra el statu quo y traten de adaptarlo a su circunstancia. Tal vez no la más adecuada para la sociedad, sí para los tiempos que corren, y cuya dicotomía plantea Kubrick al prefigurar la ultraviolencia en un futuro próximo, el presente, a través de la banda liderada por el odinoco Alex, quien en su devenir panclástico, no anarquista, viola, mata, golpea y roba, mientras la sociedad vive inmersa en una vandálica cultura pop, glacial, decadente y sucia, en la que siempre los políticos y la policía son corruptos. Cae en las garras de los médicos estatales, los que lo transforman de hampón en inerme ciudadano ejemplar, para al final renacer en su estado original a recibir las palizas que antaño propinó. En su caso y en el de sus amigos, tiempos de agresión, inexperiencia, incertidumbre: la juventud les impide entender algo que ni siquiera avizoran, la importancia de la libertad. Que Alex disfruta con la actitud y el ropaje de la violencia. De algún modo, se dijo, aquél vive en el paraíso: del que es expulsado al caer por la ventana. Sólo como efecto de los golpes de la vida, puede llegar a convertirse en un real ser humano: uno que pase a vivir en la sobriedad, el sosiego, la libertad. Una propia y duradera en compañía de su mujer, su hijo, su música…

Para que ello suceda, hay que esperar el capítulo 21, cosa imposible en el filme, cuando se sepa que en él y en la obra gringa se suprimió. Con lo cual su extensión se redujo a 20, hecho clave para Burgess, toda vez que en la obra literaria la censura suprimió el capítulo que concede a la novela una cualidad de ficción genuina, un arte asentado sobre el principio de que los seres humanos cambian y que no obedece al capricho de un escritor ni al prurito de la arbitrariedad, sino a una tácita homologación del trabajo literario con el musical, una herencia renacentista (21) según el autor: «21 es el símbolo de la madurez humana, o lo era, puesto que a los 21 tenías derecho a votar y asumías las responsabilidades de un adulto. Fuese cual fuese su simbología, 21 fue el número con el que empecé. A los novelistas de mi cuerda les interesa la numerología, los números tienen que significar algo para los humanos cuando los utilizan. El número de capítulos nunca es del todo arbitrario. Del mismo modo que un compositor trabaja a partir de una vaga imagen de magnitud y duración, el novelista parte con una imagen de extensión, y esa imagen se expresa en el número de partes y capítulos en los que se dispondrá la obra. Esos 21 capítulos eran importantes para mí». Y agrega: «Una naranja mecánica fue publicada por W. W. Norton de Nueva York en aquel mismo año, unos meses más adelante. Eric Swenson, vicepresidente de la Norton, se empeñó en que el libro perdiera su último capítulo. No tuve más remedio que aceptar la poda, porque me hacía falta el adelanto; pero no quedé contento» (1993: 94). Para cerrar el capítulo censura y contra ella, en 1974 Kubrick ordenó a Warner Brothers recoger todas las copias distribuidas en Inglaterra y prohibió que lo fueran allí sine die. En 1993, se reestrenó sin rechazo ni aceptación suya: hacia adelante cobró fama por demostrar que es posible trabajar dentro del sistema comercial transgrediendo sus leyes, en especial el diktat de la producción desenfrenada: desde 1951, año de su ópera prima, El día de la pelea, corto sobre el púgil Walter Cartier, hasta 1999, el de Ojos bien cerrados, realizó apenas (¡!) 13 largos.

En el capítulo 21, Alex crece unos años. Aburrido de la violencia empieza a reconocer, dice Burgess, «es mejor emplear la energía humana en la creación que en la destrucción». Llega un momento en el que la violencia se convierte en algo propio de gente inmadura y en réplica, cuando no en cátedra, de intolerantes, estúpidos e ignorantes. De repente, cual si de una epifanía se tratara, siente la necesidad de cambiar, hacer algo positivo en la vida, casarse, tener hijos. Además, dice Burgess: «Mantener la naranja del mundo girando en las rucas de Bogo, o manos de Dios, y quizás incluso crear algo, música por ejemplo. Después de todo Mozart y Mendelssohn compusieron una música celestial en la adolescencia o nadsat, mientras que lo único que hacía mi héroe era rasrecear y el viejo unodós-unodós. Es con una especie de vergüenza que este joven que está creciendo mira ese pasado de destrucción. Desea un futuro distinto». Aquí tampoco el lector requiere conocer nadsat para saber qué quiere decir el autor inglés en su obra, texto en clave abierta, pero no obvia, para jóvenes con ansia de conocimiento y no depositarios de ignorancia, y en afán de paz y respeto por la diferencia, no de guerra e intolerancia. En otras palabras, para jóvenes ávidos de cambio. Burgess: «De hecho, no tiene demasiado sentido escribir una novela a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral o un aumento de sabiduría que opera en el personaje o personajes principales. Incluso los malos best-sellers muestran a la gente cambiando. Cuando una obra de ficción no consigue mostrar el cambio, cuando sólo muestra el carácter humano como algo rígido, pétreo, impenitente, abandona el campo de la novela y entra en la fábula y en la alegoría. Una naranja gringa o de Kubrick es una fábula; la británica o mundial es una novela». Esto último, una prueba del debate que surgió entre el creador y el adaptador de la obra.

En Ya viviste lo tuyo, Burgess expresa que la confesión nunca ha tenido por objeto la presentación de uno mismo en los aspectos más favorecedores y que lo que se busca no es admiración sino perdón (Burgess: 9-10). De ahí se concluye que lo mismo le ocurre a Alex: detrás de su orgía de sexo/violencia/destrucción, existe la necesidad, así sea inconsciente, de que la sociedad lo perdone, no que lo admire. No obstante, en su prurito autodestructivo, en su afán existencial, olvida que tras el Ludovico está obligado a responder, aun contra su ánimo, a quien le ha concedido la libertad: bueno, el perdón. Pero el drama crece: de víctima del sistema ha pasado a deudor y el perdón lo pone un escalón abajo de su verdugo, en una situación de inferioridad a la cual no puede escapar. Su deuda es impagable. Alex es, en adelante, «el ofensor que era culpable pues ha sido perdonado» (22). Aun así, aunque para los maniqueos parezca el demonio, es un asceta al revés: detrás de su andar mefistofélico esconde la búsqueda de Bogo. En este sentido, a Alex se le puede aplicar una sentencia de Justine: «Si se quiere, la ninfomanía puede ser considerada como otra forma de virginidad» (23). Y su prurito demoníaco considerarlo otra forma de santidad. La única forma de redención dentro de la sociedad es el mal: desde la visión (concreta) de los políticos, no de los artistas. Por eso, dice la novela, frente a la tradición de libertad los partidos políticos no significan nada… Antes de que sepamos lo que pasa estaremos todos sometidos al aparato totalitario (24).

Alex pudo hacer una elección moral y más que eso ética, pero la levedad de su juventud se lo impidió. De ahí que debiera esperar a madurar para poder entrar a hacer parte de la cofradía humana, entre otras cosas a través de la música, el único y cierto lenguaje universal que invita a ingresar en la órbita del respeto, la tolerancia, la esperanza, en la de un futuro mejor para todos o menos insoportable que el que ofrece el mapa existencial de hoy. La única pretensión de este ensayo: que sirva como invitación al cambio individual, efectivo y real, no de mentiras como el que se monta en el circo de la política una y otra vez previo anuncio de elecciones, como se ve al final del filmeUn cambio que permita la mutación de la violencia visceral de la novela en la serena contemplación de un mundo más ceñido a los intereses existenciales hoy. Para que la humanidad sea libre, haya un mundo libre (25), tiene que abandonar el gusto de morirse de miedo ante la evidencia de destrucción de las guerras, así como de destrucción cósmica producida por contaminación ambiental, visual y auditiva; efecto invernadero; quemas de bosques; deforestación por la prensa, la ganadería y la agricultura; destrucción de los sistemas de agua en el primer mundo (EE.UU, Canadá, China) y falta del líquido a nivel global por causa de monopolios franceses y de multinacionales como Coca-Cola, Nestlé, Pepsi; producción sin freno de CO2 a partir de combustibles fósiles, llantas para carros, aerosoles; no por último, actitud perniciosa y perversa de los políticos e indiferencia de quienes los eligen, aunque sean mayoría de una minoría o al revés. Inaceptable sí la propuesta burgessiana de Una naranja como texto kennedyano que acepta la noción de progreso moral, toda vez que contra la historia oficial Kennedy (26) no es propiamente ejemplo de ello: apenas de la Alianza para el progreso, de nuevo contra la historia, un plan de exterminar la disidencia a nombre del comunismo, la diferencia a nombre del racismo, la anti-xenofobia a nombre de la intolerancia. En suma, un enemigo del cambio: el que tanto reclaman los jóvenes y sobre el que siempre se suben los políticos con promesas que luego desprecian para bajarse por la derecha, como quienes no saben montar a caballo, y en últimas darle al pueblo realidades pasadas por el filtro del engaño vendiéndole seguridad por libertad: y a esta, que es todo, la gente común la dejará ir, dice Frank en el filme.

Como recompensa a lo anterior y prueba de que la justicia poética existe, se recomienda esa porción dulce del capítulo 21 de la novela que la censura editorial gringa mutiló. Sólo así será posible soportar la violencia que en los precedentes se cierne sobre una juventud amenazada por quienes han hecho de la política un simple juego de intereses disfrazado de lucha de principios; y del manejo de los intereses públicos, un beneficio privado y exclusivo. Porción que, dice Burgess, todos son libres de comerla o de escupirla: en ambos casos, el lector saldrá bien librado: en el primero, se alimenta; en el segundo, se libera. Sólo ahí podrá darse el cambio que a los jóvenes les siguen negando los políticos: los del Tratamiento Ludovico, por ejemplo. O los de los falsos positivos. Ambos, eufemismos para los que sencillamente son crímenes de Estado. Que, eso sí, ningún Estado reconoce para no cargar con la culpa, que por lo visto sólo se endilga a esa suerte de ectoplasma que es el chivo expiatorio y la que parece asumir Alex cuando, con la ironía del artista Burgess, dice: «Sí, yo ya estaba curado».

Quizás esto, fuera de su postura agnóstica, tenga que ver con el rechazo explícito que del cristianismo hace Kubrick y con su seudo robot cristiano Alex que no gratuitamente pone el otro cachete, lo que funciona como un dardo envenenado e irónico del cineasta disparado a la conciencia católica del novelista. Y que, desde luego, puede funcionar también como un tiro directo al duodeno de la hipócrita sociedad y más allá al tríodeno del corrupto establecimiento: el que siempre, en cada periodo, está anunciando cambios, pero que no cambia ni dándole los medios… y que no lo hace ni con el intercambio de favores con los medios masivos, por la descarada desidia, por la inercia interesada, por la inútil acción, de ésos parásitos a los que comúnmente se les dice políticos. Los que a causa de una retorcida vuelta de tuerca existencial, desde muy jóvenes se convirtieron en los más apolíticos de los seres cuando a su vez dejaron de ser humanos para convertirse en aves de rapiña, a las que sólo los personajes de El tesoro de la Sierra Madre o de La comunidad o de El hombre que nunca estuvo, les pueden competir. Nunca, ganar. Los apolíticos, muy a nuestro pesar, son invencibles. De ahí que la actitud de Alex no sea del todo gratuita ni mucho menos estulta. Y eso lo saben Burgess y Kubrick aun con su diametralmente opuesta mirada religiosa, es decir, política, en el caso concreto de Una naranja mecánica. No, precisamente, apolítica en el sentido actual de los que dicen encarnar la política: que no son más que los usurpadores de ella. Los que a cada instante les están negando a los jóvenes la posibilidad de un cambio. Pues la razón de ser de ellos es conservar para el atraso, no transformar para el progreso. Esto último fue asunto de otros tiempos: de los de Rimbaud y Marx, de Luther King y Malcolm X, de Lumumba y Che. Verdaderos héroes de la revolución, no simuladores de la revolución o desubicados frente a esa necesidad de cambio que, sabiéndolo los políticos, o sea, los apolíticos, no lo van a permitir jamás, mientras no haya una conciencia política estructurada: como le pasa a Alex, no por falta de años sino por exceso de daños, falta de talante y sobre todo de experiencia. Razón por la que el final del filme de Kubrick es para Castro «de un cinismo absoluto», peyorativo pues hay un cinismo positivo, el de los cínicos griegos, amigos de la verdad, la biología, la vida: cinismo que fue pervertido, en el curso del tiempo, precisamente por los políticos que de a poco fueron desvirtuando el término hasta dañarlo por completo, no sin antes acomodarlo a su medida, sin que nadie (menos los jóvenes) se diera cuenta del proceso.

En conclusión, el tratamiento Ludovico sería un sucedáneo psicológico del proceso civilizatorio de los humanos, y las náuseas y dolores que padece Alex se corresponden con la neurosis que la sifilización (Darcy Ribeyro) le provoca. La civilización no ha logrado que el hombre actual vaya más allá de su cerebro límbico para que pueda superar sus impulsos primarios, sino que lo ha obligado, mediante el Poder y la lucha desigual entre el principio del placer y el de realidad, a reprimirlos. Si en el hombre aún se refleja el mono primitivo y violento, intolerante y homófobo, racista y xenófobo, es porque dichos prejuicios han encarnado en ciertos ministros, procuradores, políticos, que aquí son apolíticos en tanto entienden la política como la entendía el mago de la ironía Ambrose Bierce: «Conflicto de intereses disfrazado de lucha de principios. Manejo de los intereses públicos en provecho privado». Y eso, para quien quiera desasnarse, es lo opuesto a la política real: la que debe ser la lucha desnuda de principios, sin máscaras ni conflicto de intereses, ajustada al bien común. A la que, cómo no, se oponen los apolíticos, ésas anguilas en el fango primigenio sobre el que se erige la superestructura de la sociedad organizada y que cuando baten la cola suelen confundirse y creer que tiembla el edificio, aunque de verdad tiemble: no para efectos prácticos; menos, para el cambio. Como queda claro cuando el ministrodelinterior visita en la clínica a Alex para alimentarlo de su propia mano, pero no con un fin altruista sino para la foto que asegura la reelección; la democracia (la que no existe y en eso se parece a Dios: nunca se le ve y aun así, los hombres siguen creyendo en ella como en él, con esa fe que, decía Sagan, es una creencia en la falta de evidencias); y la represión de los más elementales impulsos en Alex, para que sin error ni descuido la copie el colectivo, produciéndole una tensión que lo lleva a la neurosis: el hombre puede haberse desarrollado desde la ciencia y el intelecto pero no desde la ética ni el sentimiento, lo que conlleva una inestabilidad que, por derivación, culmina en dicha neurosis.

Sólo ahí podría pensarse en el cinismo al que alude Castro refiriéndose al final del filme: Alex sólo podrá volver a tener capacidad de elegir, una vez acepte los condicionamientos del Poder, no un acuerdo con el Poder como dice el crítico español, y una vez librado del Ludovico, o sea, tras la muerte de la civilización. Sólo entonces sus actos pueden volver a ser violentos e ir contra sus semejantes, pero quedarán impunes siempre y cuando se ajusten a las exigencias del Poder, al que a cambio se somete sin condiciones, sin derecho a prebendas ni a réplicas ni a juicios ni a críticas. Por eso es que, con toda la inconsciencia, grita a los cuatro vientos mediáticos y a los oídos, sólo aquí despiertos, del político: «Sí, yo ya…» cuando, en verdad, al que ayudó a curar fue al ministro quizás ya reelegido: a pesar de los espectadores; antes, muy a pesar de los incautos votantes; y más atrás, del católico Burgess. Ya no del ateo Kubrick, quien ha dejado para la posteridad un filme, en clave de sátira social, de fábula crítica, de ironía política, en el que el Estado es el principal motivador y a la vez depositario del monopolio de la violencia en provecho propio: prueba de ello, los ya ex amigos de Alex, Dim y Georgie forman ahora parte de la policía, única entidad en la que la ultra violencia se legitima, lo que no quiere decir que sea legítima.

En cambio, si es legítimo el anhelo de los jóvenes por hallar un cambio socio-político y económico, así sea enfrentándose a esos roedores llamados políticos, los más vacíos de todos los seres (27). Tanto que el nunca bien ponderado Chesterton decía: «Si no logras desarrollar tu inteligencia, siempre te queda la opción de hacerte político». Así resulta difícil entender que tal o cual político es inteligente: lo que en ningún caso ocurre con el ministro de Una naranja, promotor a todas luces de la ultra violencia ejercida desde el Estado, pero achacada sin más a los habitantes y, ante todo, portador de una prepotencia y de una estulticia que sólo logra engañar a Alex y eso porque antes de gritar a la prensa y a los oídos del interesado que estaba curado, ha sido ya intervenido con el paralizante e inhumano Ludovico, no para que deje de ser violento sino para que la violencia favorezca a un Estado que habiendo olvidado fortalecer la justicia, se acostumbró a justificar la fuerza y a monopolizar la injusticia. Frente a la mirada atónita de espectadores, público y autores. Salvo a la de Kubrick, quien no se dejó engañar de las argucias del moralista por católico Burgess, permitiendo de esa forma seguir soñando con la utopía de los jóvenes acerca de un necesario e inevitable cambio, así sea contando con esos sujetos que, comparados con los estadistas, padecen la desventaja de estar vivos: sólo para el saqueo, claro, contra el cual memoria, justicia, reparación. Y verdad, no la demostrable sino la perceptible e inmanente. La lobotomía para transformar a Alex en no-persona, apenas ha servido para convertir la guerra en una calma chicha y sospechosa, de la que sólo se salva, por ahora, el anodino ministrone…

A mis drugos, cómplices e hijos, Santiago & Valentina, siempre…

Notas:

(1) A cuyo título original se le cambió el artículo indefinido Un por La, cuando en realidad el primero es el correcto: viene de la expresión cockney (jerga popular londinense) As queer as a clockwork orange, que podría traducirse como «Tan raro como una naranja de relojería» o «mecánica».

(2) Definición del español Pedro Aullón de Haro, en Educación Estética 2006-07, Número 2, U. Nacional, Bogotá, pp. 63-64: «El discurso del ensayo sólo es definible mediante una nueva categoría, la de libre discurso reflexivo. Su condición, la libre operación reflexiva, la operación articulada libremente por el juicio. […] El ensayo posee la muy libre posibilidad de tratar sobre todo aquello susceptible de ser tomado por conveniente o interesante de la reflexión, incluyendo ahí toda la literatura, el arte y los productos culturales. La libertad del ensayo es atinente tanto a su organización discursiva y textual como al horizonte de la elección temática. […] pudiérase considerar el género del ensayo […] como discurso reflexivo en cuanto modo sintético del sentimiento y la razón. El ensayo, accedería a ser interpretado como el modo de la simultaneidad, el encuentro de la tendencia estética y la tendencia teorética mediante la libre operación reflexiva».

(3) Para Monedero a la Guerra Fría «quizá le convendría mejor llamarse Segunda Guerra Interimperialista, toda vez que la condición supranacional de la guerra estuvo motivada esencialmente por las tensiones de dominación imperial de los actores implicados. Es por esto mismo por lo que lo que [sic] para muchos es la Tercera Guerra Mundial se convino en llamar con el eufemismo Guerra Fría que ocultaba la enormidad de víctimas que implicó». (El gobierno de las palabras: de la crisis de legitimidad a la trampa de la gobernanza. UPN, Bogotá, 2005: 54).

(4) Afirmación que se desprende de lo dicho por el propio Kubrick en el documental de Jan Harlan Una vida en imágenes (2001): lo que narra el filme es, en efecto, el proceso de formación del joven Redmond Barry…

(5) Revista Número 55, Bogotá, diciembre 2007 – enero-febrero 2008, pp. 38 a 51.

(6) http://www.youtusbe.com/watch?v=b9lw6bqiWG

(7) BURGESS, Anthony. Ya viviste lo tuyo. Grijalbo/Mondadori, Barcelona, 1993. 599 pp.

(8) GUBERN, Román. Cine contemporáneo. Biblioteca Salvat de Grandes Temas No 38, Barcelona, 1974: 102.

(9) http://www.visual-memory.co.uk/amk/doc/0037.html

(10) BURGESS. Óp. Cit., p. 94.

(11) Uno de los Angry Young Men, Jóvenes Airados que tuvieron como campos de expresión teatro, literatura y cine. En literatura: al lado de Alan Sillitoe, John Braine y Keith Waterhouse. En teatro: John Osborne. En cine: Osborne, Lindsay Anderson, Tony Richardson, John Schlesinger, Karel Reisz, Jack Clayton.

(12) Tratamiento Ludovico: consiste en parear un estímulo incondicionado (droga que produce vómito) y otro estímulo condicionado (imágenes sexuales y de ultraviolencia) con el propósito de que a fuerza de repetir dicho pareo (en simultánea droga e imágenes) el individuo termine respondiendo a las imágenes igual que responde a la droga: con malestar físico. Al cabo, la presentación del estímulo condicionado, las imágenes, y la música lamentablemente asociada a ellas, provoca la respuesta condicionada de malestar físico. Wikipedia.

(13) Revista Contravía No 10, Bogotá, septiembre 2004, pp. 86 a 88.

(14) http://rebelion.org/noticia.php?id=223288

(15) Revista Número 48, mar-may 2006: 22. Una de las frases de Blair: «Es justo ser intolerantes con los sin techo».

(16) Revista Arcadia (14 de marzo de 2013): «Con el alma en las neuronas» – Entrevista con Rodolfo Llinás, por Rodrigo Restrepo. Frase que, además, deberían tener en cuenta, sobre todo, aquéllos que aún pudieran creer en los políticos, cuyo presupuesto filosófico-político no radica en la verdad sino en la mentira.

(17) El capellán es quien primero pregunta: «¿La bondad forzada es realmente mejor que la maldad escogida?» En la maldad de Alex y en la voz de Tom Waits, dicho sea de paso, se inspiró el actor Heath Ledger (1979-2008) para crear al guasón en The Dark Knight (2008), según cuenta su padre al rescatar El diario del Joker (2013) del actor, poco después de su muerte accidental tras consumir una sobredosis de drogas recetadas.

(18) http://elpais.com/diario/2009/10/06/opinion/1254780011_850215.html

(19) http://elpais.com/diario/2001/09/18/opinion/1000764007_850215.html

(20) ROJAS HERAZO, Héctor. Celia se pudre. Ministerio de Cultura de Colombia. Homenajes Nacionales de Literatura 1998. Bogotá, 1998. 1002 pp. La cita remite al segmento que va de la página 653 a la 663.

(21) «En sus Architectural Principles in the Age of Humanism Rudolf Wittkower ha mostrado en forma exhaustiva cómo ‘los artistas del Renacimiento adhirieron firmemente a la concepción pitagórica todo es número y, guiados por Platón y los neoplatónicos […], se convencieron de la estructura matemática y armónica del universo y [de] toda creación'» (PRAZ, Mario. Mnemosina – Paralelo entre la literatura y las artes visuales. Monte Ávila Editores, Caracas, 1976, pp. 79-80).

(22) Jacques Ellul, citado por Sandrine Lefranc en su libro Políticas del perdón. Norma, Bogotá, 2005, p. 193.

(23) DURRELL, Lawrence. El cuarteto de Alejandría. Justine (Tomo 1), Edhasa, Barcelona, 1985, p. 82.

(24) BURGESS, Anthony. La naranja mecánica. Minotauro, Bs. Aires, 1984, p. 146.

(25) Al parecer sólo ha habido el que en el drama de José Pablo Feinmann describe una conversación entre un Che fictivo y el periodista gringo Herbert L. Matthews: «Comandante, el mundo libre esperaba de ustedes…» Che: «[…] ¿qué es eso del mundo libre? Porque aquí, en América Latina, parece que sólo somos libres para cagarnos de hambre». (Cuestiones con Ernesto Che Guevara. Norma, Bs. Aires, 2000: 41).

(26) JFK fue asesinado más por causa de sus vínculos mafiosos, con Sam Giancana y Jimmy Hoffa, que de una posible militancia democrática y universalista… Su negrofilia fue para conseguir votos, no para favorecer a Martin Luther King ni a la campaña por los derechos civiles. Ni siquiera pensaba que los Kennedy fueran demócratas sino que «formaban una clase política aparte». Así, además, ¿cómo podría ser universalista?

(27) Para que no se piense que es exagerado y/o impropio llamar roedores/vacíos/mentirosos a los políticos, Neruda en su poema, Los mentirosos: «Los que -previo pago- dicen hablar, oh patria, en tu sagrado/ nombre y pretenden defenderte hundiendo/ tu herencia de león en la basura.// Enanos amasados como píldoras/ en la botica del traidor, ratones/ del presupuesto, mínimos mentirosos, cicateros/ de nuestra fuerza. Pobres/ mercenarios de manos extendidas/ con lenguas de conejos, calamitosos.// No son mi patria, lo declaro/ a quien me quiera oír en estas tierras,/ no son el hombre grande del salitre,/ no son la sal del pueblo transparente/ no son las lentas manos que construyen/ el monumento de la agricultura,/ no son, no existen, mienten y razonan/ para seguir cobrando» (I Parte). Serán nombrados: «Mientras escribo mi mano izquierda me reprocha./ Me dice: ¿Por qué los nombras? ¿Qué son, qué significan? ¿Por qué no los dejaste en su anónimo lodo/ de invierno, en ese lodo que orinan los caballos?// Y mi mano derecha le responde: ‘Nací/ para golpear las puertas, para empuñar los golpes,/ para encender las últimas y arrinconadas sombras,/ en donde se alimenta la araña venenosa’./ Serán nombrados. No me entregaste, patria,/ el dulce privilegio de nombrarte/ sólo en tus alhelíes y tu espuma.// No me diste palabras, patria, para llamarte/ sólo con nombres de oro, de polen, de fragancia,/ para esparcir sembrando las gotas de rocío/ que caen de tu negra cabellera imperiosa:/ me diste con la leche y la carne las sílabas/ que nombrarán también los pálidos gusanos/ que viajan en tu vientre,/ los que acosan tu sangre saqueándote la vida» (II Parte).  

Luis Carlos Muñoz Sarmiento: (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Estudios de Zootecnia, U. N. Bogotá. Periodista, de INPAHU, especializado en Prensa Escrita, T. P. 8225. Profesor Fac. de Derecho U. Nacional, Bogotá (2000-2002). Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2014). Fundador y director del Cine-Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de El Espectador. Ex Director del Cine-Club U. Los Libertadores y ex docente de la Transversalidad Hum-Bie (2012-2015). Escribe en: www.agulha.com.br www.argenpress.com www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.milinviernos.com Corresponsal www.materika.com Costa Rica. Co-autor de los libros Camilo Torres: Cruz de luz (FiCa, 2006), La muerte del endriago y otros cuentos (U. Central, 2007), Izquierdas: definiciones, movimientos y proyectos en Colombia y América Latina, U. Central, Bogotá (2014), Literatura, Marxismo y Modernismo en época de Pos autonomía literaria, UFES, Vitória, ES, Brasil (2015) y Guerra y literatura en la obra de J. E. Pardo (U. del Valle, 2016). Autor ensayos publicados en Cuadernos del Cine-Club, U. Central, sobre Fassbinder, Wenders, Scorsese. Autor del libro Cine & Literatura: El matrimonio de la posible convivencia (2014), U. Los Libertadores. Autor contraportada de la novela Trashumantes de la guerra perdida (Pijao, 2016), de J. E. Pardo. Espera la publicación de sus libros Ocho minutos y otros cuentos, El crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), Músicos del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina (Novela), Grandes del Jazz, La sociedad del control soberano y la biotanatopolítica del imperialismo estadounidense, en coautoría con Luís E. Soares. Hoy, autor, traductor y coautor, con LES, de ensayos para Rebelión.

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