Las ayudas a las personas dependientes son un pilar importante del Estado del bienestar, pero a día de hoy presenta muchas deficiencias. ¿Cómo podría mejorarse?
Se han cumplido ya doce años desde que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero aprobó la Ley de Dependencia en diciembre de 2006. Esta constituye la cuarta pata del Estado del Bienestar, que se suma a sanidad, educación y pensiones. Rosa Martínez y Susana Roldán, profesoras de la Universidad Rey Juan Carlos, y Mercedes Sastre, de la Universidad Complutense, han elaborado una investigación para el Instituto de Estudios Fiscales en la que evalúan el funcionamiento del marco actual, manifiestan sus importantes deficiencias y proponen un nuevo sistema que haga efectivo «el derecho universal de atención suficiente por parte de los servicios públicos» del que saldría beneficiada toda la sociedad y muy en especial las mujeres. Las autoras señalan tres déficits fundamentales. En primer lugar, una cobertura insuficiente: hay dependientes que no son atendidos. Según datos de diciembre de 2018, 250.000 personas tienen algún grado de dependencia reconocido, pero aún no reciben ningún servicio o prestación. A estas hay que sumar a las personas que no han solicitado el servicio o que aún están en proceso de valoración. Si en 2016, según el informe, aproximadamente 1,2 millones de personas mayores de 65 años podían solicitar ayudas en el marco del servicio de atención a la dependencia, la tasa de cobertura real del sistema apenas alcanzaba a un 52% -teniendo en cuenta a las personas dependientes no afloradas en las estadísticas del sistema-. «Y no es de esperar que este dato se haya reducido mucho en 2017 y 2018», afirman las autoras.
Además, añaden, el servicio que se presta a los dependientes es «inadecuado»: falta una red de servicios públicos (residencias, centros de día, cuidadores) capaz de atenderlos correctamente. «La ayuda a domicilio es escasa y se gestiona casi siempre a través de empresas privadas poco o nada coordinadas con los servicios sociales, hay listas de espera para las residencias, y en la mayoría de los casos, la parte principal del cuidado sigue recayendo sobre la familia», describen Martínez, Roldán y Sastre.
El tercer problema que señalan es su insuficiente financiación: «El gasto público en dependencia no supera el 1% del PIB, por debajo de la media de la OCDE, siendo España uno de los países más envejecidos (…) y se exige a las familias copagos desiguales y muchas veces excesivos». Ello conlleva que el sistema reproduce un sesgo de clase: 640.000 hogares, casi un 70% de los que tienen necesidades de atención a la dependencia no cubiertas, declaran no poder permitirse el pago requerido para obtener el nivel adecuado de servicio. El sistema de atención a la dependencia no ha universalizado de facto el derecho al cuidado con independencia del nivel de renta.
Estas deficiencias afloran cuando se prevé que las necesidades sociales vayan a más, al menos de aquí a mediados de siglo. Y no sólo por el envejecimiento de la población; también por las nuevas formas de vida (más soltería y menos hijos); y por el nuevo modelo de empleo, precario y que genera menos derechos de cara a la jubilación. A ello las autoras añaden: «El deseo de igualdad y autonomía económica de las mujeres también hace que el modelo de cuidado tradicional, en el cual las mujeres de la familia se dedicaban en exclusiva al cuidado, primero de los hijos y luego de los mayores, sea inviable no solo a futuro, sino ya hoy en día».
El sistema de depedencia ha cronificado a las mujeres en los trabajos de cuidados
El apoyo del Estado resulta tan insuficiente que los cuidados informales siguen siendo protagonistas: en 2016, más de cuatro millones de personas atendían habitualmente a personas que requieren cuidados. Más de dos millones dedicaban veinte o más horas semanales a cuidar, una intensidad difícilmente compatible con el trabajo. De estas, la mayoría -el 64%- son mujeres. «Los datos indican que el perfil de la cuidadora informal es una mujer de mediana edad que reduce su jornada o renuncia a su empleo para cuidar al familiar dependiente, lo que supone una importante pérdida de capital laboral. La brecha salarial que persiste hoy en día no se debe tanto a una desigual formación o a situación de discriminación directa (que también existen) como al desigual reparto de las tareas domésticas y de cuidados, que acaban repercutiendo en la carrera profesional», explican las autoras del informe.
Parece, por tanto, que la Ley de Dependencia, lejos de haber contribuido a la liberación de las mujeres de las labores de cuidados, puede estar haciendo crónica esa ligazón. María Pazos, que dirige la línea de investigación Políticas Públicas e Igualdad de Género en el Instituto de Estudios Fiscales, plantea que, según cuál sea la orientación de las políticas de dependencia, incluso si llevan consigo un incremento del gasto público, pueden favorecer que las que continúen cuidando sean las mujeres. Así, una de las vías más importantes a través de las que se canalizan las políticas de dependencia es la atención a cargo de las mujeres que se dan de alta como cuidadoras y, a cambio, reciben prestaciones raquíticas. Según el informe, «la prestación económica para cuidados en el entorno familiar es la actuación más frecuente (un 34% del total de servicios y prestaciones otorgados)», muy por encima de la teleasistencia, la ayuda domiciliaria o la atención residencial.
«El Estado ‘contrata’ a las mujeres para ese trabajo, pero sin que les sea reconocido descanso semanal, ni vacaciones ni ningún otro derecho», explica Pazos. Esta experta también critica el sistema de desgravaciones del IRPF ligadas a la dependencia, poniendo el foco en que estas, al final, acaban convirtiéndose en un incentivo para que las mujeres dejen su trabajo y se queden en casa como cuidadoras. Luego, en la declaración de la renta, la familia se acoge a esos premios fiscales, lo que es posible, en la práctica, por el trabajo remunerado del marido.
Una socialización de los cuidados y beneficios para las mujeres
El modelo que proponen las autoras implica que, igual que el sistema sanitario cuida a un enfemo, el de atención a la dependencia preste los cuidados requeridos al dependiente. Se trataría de una «socialización de los cuidados, al poner la responsabilidad en la esfera pública». ¿Serían unos servicios públicos en los que el empleo femenino sería el predominante, perpetuando así el rol de las mujeres-cuidadoras, aunque en este caso sea en la economía formal, con empleo de calidad? Según Pazos, «el trabajo de cuidados es femenino; pero cuando es de calidad, es más masculino. Hay que dignificar este trabajo. No hay otra vía de avance». Las autoras del estudio añaden: «El sector de la dependencia está muy feminizado, como lo están otros sectores relacionados con los cuidados y los roles tradicionales de las mujeres (educación infantil y primaria, enfermería, limpieza, etc.). Reequilibrarlo no es sencillo a corto plazo, ya que requiere cambios sociales y culturales a nivel global. Pero sí existen vías que a corto plazo pueden reducir el sesgo. Una clara es mejorar las condiciones de empleo de los trabajadores del sector de cuidados, donde actualmente el salario es muy bajo y existe gran precariedad laboral. La gestión pública directa de los servicios también ayudaría mucho».
Aunque el de los cuidados continuara siendo un sector feminizado, el paso del cuidado informal al formal supondría un avance respecto al trabajo gratuito que no genera rentas ni derechos. Además, beneficiaría a la mujer de la familia que ya no tendría que renunciar a su empleo y a la persona que encontraría un trabajo en el sector de los cuidados. Ésta, mayoritariamente mujer, contaría con un nicho de empleo no deslocalizable, que reduciría el riesgo de paro femenino, incrementaría la tasa de participación laboral de las mujeres y contribuiría con la sostenibilidad del sistema público de pensiones. También saldría ganando la persona cuidada, que es, estadísticamente, más frecuentemente una mujer: «El cuidado se profesionaliza y externaliza, reduciéndose los impactos negativos en la relación personal», según propone el informe.
¿Cómo sería ese modelo virtuoso?
¿En qué consiste el sistema que defienden las autoras? «Proponemos un sistema universal (que llegue a todos los que lo necesitan), suficiente (que proporcione la atención necesaria), basado en servicios (no en prestaciones monetarias) y de carácter público (financiado públicamente y basado en servicios prestados directamente por los organismos públicos, comunidades autónomas y ayuntamientos, y no por empresas privadas)».
Ello implicaría añadir más recursos y también la redistribución de su uso, puesto que se sustituirían prestaciones monetarias por servicios y gestión privada por gestión pública. Además se eliminaría el copago: «Proponemos un sistema universal que funcione como el sanitario, sin pagos asociados al nivel de renta. Las personas dependientes únicamente pagarían el coste de alojamiento y comidas en residencias o centros de día, pero no el de la atención a la dependencia propiamente dicho».
Haciendo números, las autoras sugieren que habría, al menos, que duplicar el número de dependientes atendidos y prácticamente triplicar el gasto «si queremos tener un sistema comparable, por ejemplo, al aplicado en países como Suecia, que es un buen modelo de referencia». Uno de los capítulos del informe consiste en el análisis del sistema sueco y lo que implicaría su aplicación en en nuestro país: «Si España aplicara los mismos estándares de cobertura que existen en Suecia, el número de personas mayores de 65 años atendidas por el sistema se multiplicaría por 2,5, pasando de las 624.674 personas beneficiarias con prestación actuales a casi 1,6 millones de usuarios».
«El esfuerzo no es inasumible si tenemos en cuenta los retornos del sistema y la posibilidad de reordenar y reorientar otros gastos en discapacidad y dependencia que ahora existen y que no están adecuadamente coordinados», afirman las expertas. Las autoras calculan que el gasto fiscal en IRPF asociado a la dependencia asciende a 1.700 millones al año. De ello resulta que el incremento presupuestario neto anual necesario para financiar un sistema universal y suficiente ascendería a algo más de 5.500 millones de euros, o el 0,5% del PIB.
Si algunos economistas justifican las bajadas de impuestos afirmando que éstas se pagan a sí mismas, también es posible afirmar que el incremento de la inversión en servicios sociales se paga solo. Así, las autoras explican que el mayor impacto económico de la inversión en dependencia tendría lugar en términos de creación de empleo y afloramiento de la economía sumergida: calculan que un sistema maduro y suficiente de atención a la dependencia podría dar trabajo a medio millón de personas a tiempo completo, solo teniendo en cuenta los efectos directos, a los que habría que sumar los puestos de trabajo indirectos derivados de la demanda inducida. Asimismo, ponen sobre la mesa la posibilidad de retornos financieros en forma de aumento de las cotizaciones sociales, del IRPF o del IVA. El trabajo informal de cuidados se convertiría en trabajo formal sujeto a impuestos.