La reproducción mecánica, considerada lógica y legítima por las elites gobernantes, de los viejos valores del sistema capitalista (propiedad privada, explotación indiscriminada de trabajadores y recursos naturales, maximización de la ganancia, libre empresa, competencia monopolística, corrupción y malversación de fondos del Estado, entre otros) vino a ser -para los países del mal denominado Tercer Mundo- […]
La reproducción mecánica, considerada lógica y legítima por las elites gobernantes, de los viejos valores del sistema capitalista (propiedad privada, explotación indiscriminada de trabajadores y recursos naturales, maximización de la ganancia, libre empresa, competencia monopolística, corrupción y malversación de fondos del Estado, entre otros) vino a ser -para los países del mal denominado Tercer Mundo- una excesiva sangría de riquezas que posibilitó el desarrollo económico sostenido de Europa y Estados Unidos, en tanto que estos países se hundían cada vez en la pobreza y apenas se contentaban con la vana ilusión, inculcada por sus gobernantes, de superar algún día el subdesarrollo al cual parecían estar predestinados.
Todo ello desembocó en la instauración de un orden social excluyente que impuso el sacrificio de la vida en las aras de la mezquindad materialista, tanto así que no importó que nuestros pueblos aborígenes perecieran inmisericordemente en explotaciones agrícolas y mineras, con tal de satisfacer el afán lucrativo de las cortes y burguesías europeas. Menos aún que se esclavizara a los habitantes del África negra y se les negara hasta la condición de humanos. Para las grandes metrópolis capitalistas, la búsqueda vehemente de metales preciosos convirtió al continente americano en una inmensa bocamina de la cual se extraían día y noche toneladas de plata y oro que iban a parar a las arcas de las cortes de España y Portugal y, luego, a los comerciantes y prestamistas del resto de Europa. Con muy escasa diferencia, el proceso de explotación continuó una vez alcanzada la independencia política. Ahora se manifestaba en la monoproducción de algunos rubros específicos, como café, caucho, estaño o petróleo, que se nos devolvían manufacturados y a altos precios. En su obra «Las venas abiertas de América Latina», Eduardo Galeano expone que «la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos».
Este prolongado proceso de depredación capitalista afectó enormemente el delicado equilibrio ecológico de nuestras naciones dependientes, a tal punto que desaparecieron grandes extensiones de bosques y sabanas (con su flora y fauna únicas) para ensanchar la cría de ganado y la agricultura intensiva, dando por resultado un empobrecimiento acelerado de los suelos y una contaminación de las aguas. Una deuda ambiental, sin duda, que mantienen con los países de América, Asia y África las actuales potencias industrializadas. «El drama adquiere mayor significado -escribió Omar Luis Colmenárez en reportaje publicado en 1991 en el diario El Nacional, de Caracas- si se destaca, además, la relación que existe entre el endeudamiento crónico de estas naciones subdesarrolladas y los problemas ambientales que padecen». Esto ha hecho que se incremente aún más el deterioro ambiental padecido y se privilegie la inversión extranjera en regiones como el Amazonas.
Lo que merma grandemente la posibilidad de proteger el medio ambiente en nuestras naciones es la implantación y expansión de un modelo de desarrollo consumista que erradica las tradiciones conservacionistas de nuestros ancestros y campesinos a cambio de paquetes tecnológicos que aumenten el nivel productivo agropecuario, sin importar cual sea su impacto ambiental. Hay, por lo tanto, un vínculo estrecho entre este deterioro ambiental y la depredación capitalista de que son víctimas las naciones tercermundistas.
De no atenderse esta situación creciente con criterios de emergencia en el plano político, obligando a las naciones industrializadas a reconocer la deuda ambiental que tienen con nuestros países, el panorama futuro se vislumbra desalentador y terrible. Mientras se ignore tal vinculación, la defensa del medio ambiente seguirá siendo una lucha romántica de grupos e individuos situados en la periferia de la sociedad cuando, contrariamente a ello, debiera comprometer a todo el conjunto social, ya que en la misma está implícita la continuidad saludable de la vida en La Tierra.