Una cálida noche de 1943 o 1944 la familia campesina de los Fonseca llegaba con todos sus bártulos y enseres a la ciudad de Guantánamo. La mudada, pensaban, era definitiva. Atrás, en la finca La Aurora, en las márgenes del Río Ancho, cerca de Campechuela, en el Golfo de Guacanayabo, dejaban un pedazo de sus […]
Una cálida noche de 1943 o 1944 la familia campesina de los Fonseca llegaba con todos sus bártulos y enseres a la ciudad de Guantánamo. La mudada, pensaban, era definitiva. Atrás, en la finca La Aurora, en las márgenes del Río Ancho, cerca de Campechuela, en el Golfo de Guacanayabo, dejaban un pedazo de sus vidas, de sus bienes, de sus recuerdos, esos que todavía llevaban consigo. Ever, uno de los muchachos, tendría cinco o seis años de edad y sentía una fascinación tal por los colores que al contemplar los anuncios lumínicos se fue detrás de ellos y se perdió en el vericueto de las calles persiguiendo verdes, amarillos y punzós. Por suerte, la policía encontró al soñador extraviado y le avisó a la familia que, alarmada, lo buscaba desesperadamente.
No sé por qué, pero en las coincidencias y contrastes del arribo a la ciudad del niño Ever Fonseca y de la adolescente Zaida del Río, hoy dos destacadas figuras de nuestra pintura, se me antoja ver una metáfora, un símbolo, de un fenómeno nuevo en la cultura cubana: la existencia de un respetable número de talentosos artistas plásticos que proceden de familias campesinas o son hijos de obreros agrícolas. Desde el escultor Osneldo García, ahora de setenta y siete años de edad, como el pintor Gustavo Pérez Monzón, de cincuenta y dos o algo más, es decir, cuatro o cinco generaciones cuyas familias son o fueron arrendatarios, aparceros, propietarios de fincas de poca extensión o de obreros agrícolas. Como cualquier niño o adolescente del campo, en el pasado, casi todos ayudaron a sus padres en las labores agrícolas, en la cría de animales, en el ordeño o en los hornos de carbón. Pero también aprendieron las primeras letras con la abuela o la madre, con algún maestro desperdigado por aquellos montes o en las raras escuelas rurales que existían entonces. Lo curioso es que en sus juegos de la niñez ya revelaban inclinación hacia el dibujo, los colores o para moldear y darle forma a materiales como la arcilla, el barro, la cera o la madera. Así, Ever Fonseca dibujaba con pedazos de piedra de la loma del Limón o le gustaba ver como flotaban los colores que
Osneldo García, el escultor, también hacía a los siete años figuras de animales antes de empezar en la escuela. Con la corteza del jobo, arrugada como el lomo de un cocodrilo, o el boniato, hacía pequeñas figuras de venados, aviones y automóviles, mientras Roberto Fabelo se iba a los panales o a los troncos de los árboles donde había ceras que convertía en lagartijas, sapos y alacranes.
Manuel Hernández, el caricaturista, cuando iba a pescar al río, jugaba con la arcilla negra de la orilla que transformaba en figuritas de <
Todos, indudablemente, tuvieron una infancia rica en vivencias y recuerdan que tenían un contacto directo, estrecho, con la naturaleza. La sensibilidad, la experiencia y el tiempo dejan huellas perdurables de los episodios más sobresalientes; los recuerdos se decantan y la memoria, voluble y vibrátil, los magnifica o borra a su antojo. Seguramente aquellas imágenes de la niñez se fueron acumulando y después sintieron la necesidad, a veces imperiosa, de representarlas, de recuperarlas a través del arte, antes de que se difuminaran en el tiempo y el olvido.
Pero no bastaba la sensibilidad, el talento y la inclinación hacia el arte. Difícilmente podían desarrollar sus capacidades en un medio atrasado y pobre, tanto material como espiritualmente. Allí sólo había lugar para batirse por la subsistencia. Según el Censo Agrícola Nacional de 1946, el ingreso mensual promedio de las 62 500 familias que cultivaban fincas de hasta tres cuartos de caballería, era de 37,54 pesos. El analfabetismo de la población rural en la década del cincuenta del siglo veinte ascendía a más del cuarenta por ciento y sólo el cincuenta y cinco por ciento de los niños entre seis y catorce años, estaban matriculados.
¿Se perderían una vez más aquellos jóvenes, como tantas generaciones anteriores, condenados a ser blanco inevitable de la frustración?
Ocurrió que irrumpieron los rebeldes en las montañas y a ellos se les unieron los campesinos, y luego, el pueblo de las ciudades y el campo. La historia se ponía en marcha. No deja de ser significativo que algunos de estos artistas -entonces jóvenes y adolescentes-también fueron combatientes o contribuyeron a las acciones del Ejército Rebelde. Osneldo García, por ejemplo, se alzó con varios hombres en el Frente Norte de Las Villas y más tarde se unió a la columna invasora de Camilo Cienfuegos; Ever Fonseca participó en la lucha clandestina en Guántanamo y posteriormente se sumó a las tropas de Raúl Castro en el Segundo Frente; Nelson Domínguez acarreó víveres y vituallas para las columnas rebeldes que operaban en torno a la finca de la familia en la Sierra Maestra.
A partir de 1959 se promulgó la primera ley de Reforma Agraria; se crearon miles de nuevos empleos; se abrieron ochocientas aulas en las zonas rurales y la matrícula en las escuelas primarias aumentó en más de trescientos mil alumnos en ese curso en comparación con el anterior. Más de cien mil muchachas y muchachos invadieron los campos y poblados para alfabetizar. Entre estos estaban, precisamente, dos pintores de origen campesino: Ever Fonseca y Nelson Domínguez. Los planes de becas y seminternados facilitaron el acceso a la educación de los escolares con menos recursos al igual que a aquellos que residían en las zonas más inhóspitas o apartadas.
Para éstos y otros artistas, reales o potenciales, fueron factores decisivos, la creación de las escuelas de arte en las capitales de provincias, la Escuela Nacional de Arte en La Habana, y el Instituto Superior de Arte posteriormente.
Con excepción de Osneldo García, que ya había estudiado escultura en San Alejandro y luego en la República Democrática Alemana y del caricaturista Manuel Hernández, autodidacta de formación, no pocos estudiaron en la Escuela Nacional de Arte (ENA) de Cubanacán. Entre otros, Zaida del Río, Nelson Domínguez, Roberto Fabelo, Enrique Ángulo, Ever Fonseca y Cosme Proenza.
¿Cómo fue posible que esas familias, generalmente tradicionalistas y conservadoras, por lo menos en cuanto a los hábitos y costumbres, permitieran que sus hijos e hijas, predestinados secularmente -sobre todo los hombres-a ayudar en las labores agrícolas y a garantizar la continuidad familiar en la atención a la tierra, abandonaran el predio nativo para estudiar algo tan poco práctico, y al parecer para cualquier lego en la materia, inútil, como la pintura, el dibujo o la escultura? Al menos así lo confirmaba la realidad en aquellos tiempos y de ella se desprendían los consabidos prejuicios hacia el arte y los artistas.
Ever Fonseca recuerda que en su casa le decían que los pintores no podían vivir de su arte, que se morían de hambre o tuberculosos. Los parientes de Manuel siempre se opusieron a que fuera artista. Para ellos, dibujar o pintar no era un trabajo ni una profesión u oficio, sino una perdida de tiempo. El concepto de artes plásticas era totalmente desconocido o ignorado en el campo cubano. No había nada que lo hiciera entender o comprender.
Tal oposición no era unánime ni mucho menos. Enrique Ángulo pintaba y dibujaba desde niño y los padres y otros familiares siempre se preocuparon por conseguirle lápices de colores, temperas o acuarelas.
Cosme Proenza, a pesar de que vivía en un lugar aislado al norte de la provincia de Holguín, pudo acercarse y conocer las reproducciones de los grandes maestros de la pintura, gracias a la abuela que había regresado de México donde residía. El propio padre le conseguía hierbas y raíces con las cuales experimentaba soluciones, de las que extraía colores para pintar.
Pienso que algún día habrá que investigar el papel que desempeñó, en el desarrollo y la liberación de las ideas, tanto en las zonas rurales como urbanas, la extraordinaria movilidad de considerables contingentes poblacionales que se desplazaban, en los primeros años de la revolución, de la ciudad al campo como los cien mil alfabetizadores o los cientos de miles de macheteros, o los significativos flujos de migración de las zonas rurales hacia las áreas urbanas, en los cuales también se insertan las familias de algunos de los artistas aquí mencionados. Esto explica que Zaida del Río, lejos de encontrar oposición en su hogar para ir becada a Cienfuegos, primero y a La Habana, después, a estudiar arte, más bien fue estimulada a hacerlo. Apenas unos años antes, según nos cuenta Manuel, en el matancero Valle del Guamacaro, las mujeres sólo se permitían, o se les permitía salir, cuando iban a ejercer el voto el día de las elecciones; incluso ir al pueblo de Limonar, a unos escasos seis kilómetros de distancia, era todo un acontecimiento. Obviamente, se estaban viniendo abajo antiguos tabúes, obsoletas convenciones y hábitos que conformaban toda una mentalidad. Ésta se adaptaría o le cedería su lugar a ideas más dinámicas, que se desprendían de la nueva realidad.
Otros artistas, sin embargo, han permanecido en el lar de nacimiento o adoptivo, como Cosme Proenza, que trabaja y crea en Holguín. Durante varios años, desde su fundación, la Escuela Nacional de Arte fue dirigida por Jorge Rigol. Artista e investigador él mismo, estimuló la efervescencia creadora de profesores y alumnos, se suscitaron constantes intercambios de ideas y primaba un ambiente de inquietud cultural e intelectual donde se discutía por igual la última novela, un estreno teatral o una película polémica. Prevalecía un espíritu de trabajo y de amplitud, lejos de los dogmas y de los esquemas y recetas academicistas. Había una búsqueda y una experimentación constantes y una relación directa y muy estrecha con los profesores, casi todos artistas conocidos. Tales factores, unidos a la evolución histórica de la pintura y el arte moderno en Cuba en el siglo veinte, y a la amplitud de opciones y posibilidades del actual movimiento de las artes visuales, tal vez explique, entre otras causas, la diversidad de estilos, corrientes y tendencias que caracterizan no sólo la obra de estos artistas, donde resalta la singularidad creativa de cada uno, sino el conjunto de las artes plásticas en la isla hoy.
Dos grandes de la pintura cubana, y a la vez, profesores excepcionales, ejercieron una influencia fundamental en la formación de éstos y otros artistas: Antonia Eiriz y Servando Cabrera Moreno. En tanto, aquellos que también trabajan el grabado, reconocen que aprendieron los secretos de ese arte, con Armando Posse, José Contino y José Luis Posada. El autodidacta Manuel se refiere a las enseñanzas y al influjo del propio Posada en cuanto al humor gráfico. Mientras que para Enrique Ángulo, su camino hacia la escultura se debió en gran medida a que sus profesores en San Alejandro, José Antonio Díaz Peláez y Fowler, descubrieron sus facultades y su inclinación hacia esa manifestación. Otro aspecto a considerar consiste en que la mayoría de estos artistas han ejercido o ejercen como profesores en la propia Escuela Nacional de Arte (ENA) o en el Instituto Superior de Arte (ISA).
Todos, sin excepción, admiten que el campo ha estado y está presente, de una forma u otra, en sus obras. Cuando el alumnado y los profesores de la ENA partían rumbo al trabajo agrícola durante cuarenta y cinco días, fueron incontables las imágenes de macheteros y campesinos que dibujaron y pintaron, además de las numerosas obras que creó Cabrera Moreno con esos temas. El mundo del campo sigue con ellos y en ellos. El hecho de haberse criado y formado en ese medio se puede reflejar alguna que otra vez en sus obras porque, consciente o inconscientemente, la mentalidad, la formación desde la niñez, la asumieron orgánicamente y persiste, se mantiene, aunque trascendida por los conocimientos y las técnicas y la información adquirida en sus estudios, en el complejo universo urbano.
Osneldo García, por ejemplo, considera que su obra erótica-cinética representa, de cierta manera, uno de los elementos de la idiosincracia del campesino, <
Manuel, mientras tanto, cree que el humor en su obra tiene mucho que ver con la picardía y la veta irónica
de nuestros hombres de tierra adentro, con el sentido burlón e incrédulo con que era caracterizado, tal vez como consecuencia de la desidia y el abandono en que vivía, a lo cual se añadía el machismo que tenía tan arraigado.
Para aquellos adolescentes y jóvenes no fue nada fácil adaptarse a la vida urbana. En algunos el descubrimiento de la ciudad fue una sacudida, una ruptura total con su mundo, un desgarrón.
A Manuel le fue difícil acomodarse a los hábitos y costumbres de la ciudad de Matanzas. Era como un abismo comparado con el campo que añoraba. Aunque consiguió trabajo en una bodega, para él era como una tortura. Aprovechaba las ausencias del dueño para dibujar, inventaba historias sin sentido. Se evadía situando a sus personajes en otros mundos, precisamente, con los que se identificaba, buscando escapar de aquella realidad: una manera de soñar dibujando o de dibujar soñando. Como Fabelo en La Habana, añoraba los tiempos de andar descalzo mataperreando por los montes, disfrutando de los aguaceros refrescantes, escalando las matas y devorando los mangos hasta hartarse, en fin, un universo más elemental y más libre, ajeno a las cosas complicadas y a guardar las apariencias con que se tiene que vivir en la ciudad.
Años después de permanecer en La Habana, Fabelo soñó que otra vez andaba descalzo en su terruño, a pesar de que ya se sentía cómodo caminando con zapatos y en el asfalto. Más que sueño, una especie de pesadilla, le descubría la ciudad con sus noches, las farolas, los arcoiris de luces y las vidrieras. En su subconsciente ya no concebía el regreso al terruño. La ciudad le había adicionado cosas, que de repente, había perdido en ese sueño.
Lo que sí resulta digno de mención es como algunos, aferrados, con conocimiento de causa o no, a sus raíces culturales, a su identidad, han llevado a sus obras el paisaje de leyendas campesinas con sus güijes o jigües que moran en ríos misteriosos, jinetes fosforescentes que se desplazan sin cabalgaduras, brujas voladoras que tropiezan en las antenas de televisión o luces caprichosas que saltan o se deslizan en la frontera de los muertos y los vivos nocturnos. Es como si trataran de detener el tiempo reinventando en sus cuadros las imágenes fabulosas que alimentaron las fantasías de una infancia definitivamente ida.
Como artistas han superado el conocido conservadurismo de sus orígenes pues casi todos buscan, exploran, experimentan constantemente nuevas formas, nuevos materiales, nuevas combinaciones, como cualquier creador de Buenos Aires, Sao Paulo o La Habana. Lo notable ha sido la rapidísima capacidad de adaptación y asimilación de la vida urbana con sus secretos. Zaida del Río, por ejemplo, se fue acomodando al crucigrama citadino desde el primer día. Pero el verde o los verdes, las esencias de la naturaleza, vibran todavía en ella: en su forma de ser, en sus gustos personales, en su amor por los espacios abiertos, en los cambios de tiempo, de la luz, de los astros; en los olores, los sonidos, los sabores, en los hábitos que incorporó desde niña. Digamos, atender el jardín, encender el quinqué por las noches, tener siempre flores frescas en el hogar, que no falten animales a su alrededor, servir la mesa, conservarlo todo bien limpio, escuchar la música tradicional cubana, aunque sus gustos, desde que invadió la capital, tuvieran un diapasón tan amplio que comprendían tanto la ópera como el rock, desde los Beatles hasta Janis Joplin pasando por Pink Floyd.
Osneldo García ha tratado de restaurar el ámbito campestre en su casa-estudio de la playa de Santa Fe. Una hiedra que más bien parece esculpida, trepaba por las paredes y su taller al aire libre tiene por cobertizo una tupida mata de parra que ha moldeado con sus manos. Se ha rodeado de cactus, agaves, cachimbas turcas de flores anaranjadas y matas de granadina suramericana que paren flores moradas. Acaso será para encontrar un equilibrio con su obra cinética y erótica, medularmente urbana y que inventa a partir de mecanismos de la tecnología contemporánea, incluyendo su famoso robot, polifacético y erótico. Mientras que Nelson Domínguez ha investigado y experimentado las posibilidades de nuevos materiales, en particular el papel que él mismo ha fabricado a mano, en su búsqueda de efectos que respondan a las intenciones formales que demanda la obra.No en balde han reconocido la determinante influencia de la ciudad en su formación profesional, en su trabajo creador y en su desarrollo y madurez personal.
A pesar de que los hay que todavía tienen nostalgia de sus tiempos campestres, y hasta pueden creer que lo necesitan en un momento dado, saben igualmente que ya no podrían vivir sin la ciudad que les brindó seguridad, les aportó el conocimiento, la técnica, la información de primera mano de lo que estaba en primer plano en la isla y en el mundo, un método y una disciplina de trabajo, los avances de la ciencia y de la técnica, un sentido de la perfección y la noción, no sólo de estar accediendo a la cultura, sino la de participar activamente en ella.
Afirman que no creen que exista ruptura entre el campo y la ciudad, uno y otra conforman sus biografías, los han enriquecido, han ampliado su mirada hacia el mundo y su concepto de la vida.
Unos y otros u otras quisieran tener tiempo y energías suficientes para poder seguir atrapando y expresando la poesía, sea de la ciudad o del campo, que si es verdadera, si es auténtica, dejará su huella en el surco y en el asfalto.