La Conferencia Episcopal ha vuelto a instalar su carpa integrista en la actual campaña electoral, siendo otra vez, precisamente, la familia y la Ley de Interrupción del Embarazo su principal caballo de batalla. Un cura metido a tertuliano de los programas de telebasura, llamado Padre Apeles, dijo hace unos años en una entrevista que «la […]
La Conferencia Episcopal ha vuelto a instalar su carpa integrista en la actual campaña electoral, siendo otra vez, precisamente, la familia y la Ley de Interrupción del Embarazo su principal caballo de batalla.
Un cura metido a tertuliano de los programas de telebasura, llamado Padre Apeles, dijo hace unos años en una entrevista que «la Iglesia es como Hacienda: somos todos», frase que encierra una falsedad y una verdad. La Iglesia no somos todos porque no todos los españoles somos católicos; pero es tan cierto como injusto que todos somos Iglesia porque la financiamos, queramos o no, cada uno de los contribuyentes.
En la Ponencia Constitucional que, de manera antidemocrática, preparó el texto constitucional para someterlo a referéndum, la Iglesia estaba muy bien representada y pudo respirar tranquila, como los otros poderes fácticos del régimen anterior, «ante el panorama de complicidades que se abría entre los viejos dirigentes franquistas y los nuevos dirigentes de la oposición democrática» (PSOE y PCE). El 27 de diciembre de 1978 se promulgaba la Constitución, en cuyo artículo 16,3, a la frase «Ninguna confesión tendrá carácter estatal» añadía lo siguiente: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones».
La ambigüedad deliberada de este texto despejaba el camino para que el Estado español siguiese otorgando a la Iglesia católica un trato de favor. En efecto, sólo siete días después, el 3 de enero de 1979, se procedía a la firma de cinco Acuerdos con la Santa Sede sobre asuntos jurídicos, económicos, de enseñanza y culturales, asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y servicio militar de clérigos y religiosos. Con ello «la Iglesia recuperaba un cuasimonopolio religioso en el pluralismo nominal de la democracia española». Y el PSOE y el PCE se prestaron a ello pactando con el frente monárquico-católico-franquista, para el que Felipe González vino a ser ‘como agua de mayo’.
La interpretación abusiva del texto constitucional y de los Acuerdos de 1979 ha dado lugar a unas ‘prácticas viciosas’ por parte de las autoridades civiles, prácticas que han acabado por imponer un confesionalismo fáctico en el seno de las instituciones que se supone nos representan a todos los ciudadanos. Como denuncia Puente Ojea, «el primer responsable de esta situación es, por razón de sus competencias constitucionales, el presidente del Gobierno, en quien recae a su vez la responsabilidad de los actos públicos del jefe del Estado», es decir, el rey. Y, en esta línea, el primer eslabón de la cadena de atentados contra el aconfesionalismo declarado del Estado español es la presencia del monarca en calidad de jefe del Estado en la ofrenda anual o consagración de España al Apóstol Santiago, quien comienza con las palabras «Señor Santiago…», que Franco pusiera de moda. De ahí para abajo: ministros, presidentes autonómicos, alcaldes y cualquier concejal se sienten legitimados a acudir como cargos públicos a las ceremonias de la Iglesia, ante el entusiasmo de la Conferencia Episcopal, que ve en estas conductas simbólicas la confirmación de su poder fáctico.
Pero no sólo de símbolos vive el clero, sino también de fondos públicos; fondos que no se canalizan a las corrientes más progresistas dentro de la Iglesia, como los cristianos de base, sino a las más integristas (Opus Dei, Lumen Dei, Legionarios de Cristo, etc.) donde se cobija la extrema derecha española y sus fanáticos ‘provida’. Gracias al Estado español a día de hoy todos estos grupos constituyen un poderosísimo lobby propietario de importantes medios de comunicación. Sin duda, el saldo de la democracia para la Conferencia Episcopal no puede ser más favorable: mantiene los viejos privilegios económicos y, dado que ya no tiene corresponsabilidad en el Estado, puede criticar al Gobierno de turno cuando le conviene (la vociferante COPE es botón de muestra).
La Iglesia española no duda en morder la mano de quien le da de comer porque sabe que sus privilegios están atados y bien atados. Tras los gobiernos del Partido Popular, en los que la Iglesia se sintió tan omnipotente como en los viejos tiempos de la dictadura franquista (el proyecto de restituir la religión católica como asignatura obligatoria apuntaba en esa dirección), las promesas electorales que Zapatero se vio obligado a realizar para arañar votos por su izquierda (ampliación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, regulación del matrimonio entre homosexuales, investigación con embriones, paralización de la reforma educativa de Aznar…) parecieron inquietar a los obispos, que movilizaron a sus huestes ultraconservadoras contra ellas. Sin embargo, este ruido de sables fue -y es- pura traca electoralista. En julio de 2004, con Zapatero ya al frente del Gobierno, el obispo auxiliar emérito de Valencia se felicitaba por la buena entente entre «La Rosa y la Cruz», por ese «catolicismo laico» o «laicismo católico», que, según él, practica la mayoría de españoles.
Zapatero no ha defraudado a la Iglesia católica, que sabe que con el PSOE toda cesión de privilegios aquí se compensa con la obtención de otros equivalentes allá: la reciente aprobación de la subida del 0’52% al 0’7% de bocado en el IRPF lo demuestra. De las famosas promesas electorales, Zapatero ha incumplido la que atañe más directamente a las mujeres, la ampliación de los supuestos legales para la interrupción voluntaria del embarazo, y los fanáticos ‘provida’ han renovado sus agresiones. Mientras el circo mediático escenifica imaginarios desencuentros» entre el PSOE y la Conferencia Episcopal, el partido socialista vuelve a utilizar la (no) reforma de la ley del aborto para conseguir votos «de centro».
La jerarquía eclesiástica acusa al actual Gobierno de «laicismo radical», pero sabe igual que la patronalque con el PSOE las cosas no van a cambiar sustancialmente, pues sus dirigentes siguen fieles al compromiso con los pactos Iglesia-Estado ratificados de espaldas a la ciudadanía hace justo 30 años.
* Victoria López Barahona, es historiadora
PRIVILEGIOS DE LA IGLESIA: HERENCIA DEL FRANQUISMO Y DE LA ‘TRANSICIÓN’
Manuel Tabernas
El estatuto jurídico privilegiado que permite a la Iglesia ser como Hacienda, en un claro atentado contra cualquier noción de Estado moderno y de democracia, es la herencia del Franquismo, transmitida por obra y gracia de ese toma y daca de trastienda que fue la Transición. Un poco de historia no viene mal. En 1936 los obispos españoles otorgaron el carácter de guerra santa o Cruzada a la Guerra Civil y la dictadura de Franco. El Estado franquista fue desde sus inicios confesional, nacionalcatólico, y la Iglesia, por tanto, parte integrante de él. En 1953 el régimen firmaba un Concordato con la Santa Sede que venía a poner el broche de oro a esta estrecha imbricación. Pero, a mediados de 1975, el clamor popular por la restauración de la democracia y la incertidumbre sobre el futuro del régimen, con el dictador moribundo, llevó a la Conferencia Episcopal a iniciar una operación cosmética que la librara de sus adherencias franquistas. El 19 de agosto de 1976, bajo el Gobierno de Adolfo Suárez, con un predominio de las fuerzas católicas y monárquicas, se firmaba un nuevo acuerdo entre el Estado y la Santa Sede -por supuesto, sin el refrendo popular-, que contemplaba tanto la independencia de ambas partes como la colaboración entre ellas, y se comprometían a llegar a acuerdos que fueran sustituyendo gradualmente el Concordato de 1953. Una sustitución que se hace muy gradualmente. Cualquier recorte a los privilegios de la Iglesia se compensa con una nueva concesión, por ejemplo: si debe renunciar a la exención del IVA, a cambio se le sube su asignación estatal al 0,7%.