Marzo de 1949. La pluma y la espada se batieron de nuevo. La Segunda Guerra Mundial había ya concluido y la Guerra Fría ordenaba el nuevo panorama geopolítico mundial. En nombre de la libertad de expresión y la democracia liberal, Occidente procuraba frenar el avance del comunismo. Escritores, intelectuales y artistas se enfrentaron en el […]
Marzo de 1949. La pluma y la espada se batieron de nuevo. La Segunda Guerra Mundial había ya concluido y la Guerra Fría ordenaba el nuevo panorama geopolítico mundial. En nombre de la libertad de expresión y la democracia liberal, Occidente procuraba frenar el avance del comunismo. Escritores, intelectuales y artistas se enfrentaron en el cuadrilátero de la otra Guerra Fría: la cultural.
Como parte de esta guerra, en el hotel Waldorf, enclavado en Nueva York, comenzó una batalla central: la Conferencia Cultural y Científica para la Paz Mundial organizada por el Consejo Nacional de las Artes, Ciencias y Profesiones. Amantes de la paz, distinguidos rojos y sus compañeros de ruta se dieron cita allí para deliberar sobre la paz, la distensión y el futuro de la humanidad. Personalidades como Leonard Bernstein, Dashiell Hammett y Lillian Hellman encabezaron la primera línea de fuego.
Objetando el evento simultáneamente a su realización, se instaló, en el piso de arriba del mismo hotel, un contracomité internacional, en el que participaban intelectuales de la talla de Karl Jaspers y André Malraux. Los detractores denunciaron la Conferencia como una tapadera de los intereses soviéticos organizada por la Cominform.
El ambiente era caldeado y polémico. Uno de los asistentes a la Conferencia, el joven escritor Norman Mailer, sorprendió a ambos bandos al acusar tanto a la Unión Soviética como a Estados Unidos de tener políticas exteriores agresivas que reducían las posibilidades de la coexistencia pacífica. Dijo allí: «Mientras exista el capitalismo, habrá guerra. Hasta que no tengamos un socialismo, honrado y justo, no habrá paz [ … ] Todo lo que un escritor puede hacer es decir la verdad tal y como la ve, y seguir escribiendo».
Apenas un año antes, Mailer había publicado Los desnudos y los muertos, una novela de más de mil páginas sobre la Segunda Guerra Mundial que mereció grandes elogios y lo convirtió en una celebridad literaria. Fue escrita utilizando como materia prima las cartas que desde el frente de guerra al que fue enviado en el Pacífico escribió a Beatrice Silverman, su primera esposa. Escrita en apenas quince meses, la obra fue comparada con Guerra y paz, de Leon Tolstoi.
Aquella intervención de Mailer, de escasos veinticinco años de edad, dibujó algunos de los rasgos centrales de su carácter, que lo acompañarían hasta su muerte. Su vocación polémica, su espíritu contestatario, su ímpetu argumentativo, su vitalismo, estaban allí presentes.
Meses después, en abril de 1949, la revista Life publicó un artículo a doble página en el que arremetía contra los incautos estadounidenses que coqueteaban con el comunismo. Cincuenta fotografías tamaño pasaporte ilustraban la publicación. Allí estaban, entre otras, las imágenes de Marlon Brando, Charles Chaplin, Arthur Miller y Norman Mailer. Comenzaban a soplar de lleno los vientos de lo que sería el macartismo.
Autodefinido con el oxímoron de «conservador de izquierda», durante años marxista a su manera y ateo, distanciado de la izquierda partidaria de su país, descubrió en Carlos Marx, sin compartir su ideología e incapacitado para juzgar su concepción de la economía, un estilo de pensamiento marcado por el rigor y la severidad. Encontró en 1959 en El capital el libro más importante en su vida, además de «la primera de las grandes psicologías que abordaron el misterio de la crueldad social con tanta sencillez y sentido práctico como para decir que somos un cuerpo colectivo de seres humanos cuya energía-vida es derrochada, desplazada y sistemáticamente robada a medida que pasa de uno de nosotros a otro».
Entrevistado años más tarde por el periódico El País de Madrid, recordó que durante su campaña electoral para la alcaldía de Nueva York en 1969 enarboló un lema muy a tono con su carácter: ni la derecha ni la izquierda tienen la razón y el centro es un desastre. El centro -dijo- son las corporaciones, y el corporativismo está cambiando el estilo del mundo, sometiéndonos a todos a un molde único. Es la cultura del mal, de las superautopistas y el plástico.
La disyuntiva existencial en la que se ubicó fue la misma que postuló en su ensayo El negro blanco: reflexiones superficiales sobre el hipster: «Se es hipster o convencional (la alternativa que empieza a sentir cada nueva generación que accede a la vida norteamericana), se es rebelde o se es conformista, se es hombre de frontera en el Salvaje Oeste de la vida nocturna de Estados Unidos o se es una célula convencional más…».
Sin embargo, al final de su vida estableció con la religión una experiencia «interna y personal» y creyó en Dios no todo poderoso y en la existencia del Mal. «Me gusta», declaró a la DPA, «creer en el Diablo, porque así me puedo explicar la existencia del mal».
Eso no le impidió ser un detractor implacable de la presidencia imperial de su país. En su libro Why are We at War?, acusó a Estados Unidos de ser una superpotencia arrogante con tendencias fascistas, y tildó a George W. Bush de ex alcohólico teledirigido por conspiradores imperialistas. Para él, el hombre de la Casa Blanca era «un necio sin fisuras» y «el presidente más estúpido que hemos tenido».
EL HOMBRE DE LOS EXCESOS. Norman Mailer nació en 1923 en el seno de una familia de inmigrantes judíos en New Jersey. Creció en Brooklyn. Estaba dotado de una excepcional inteligencia: poseía un IQ de 165. Amante de los aviones, estudió mecánica aeronáutica en Harvard. Trabajó en un hospital psiquiátrico donde recabó material para su primera novela, A Transit to Narcissus.
Durante la Segunda Guerra Mundial fue enviado al Pacífico. Fue cocinero del ejército estadounidense en Japón. Allí experimentó lo que en alguna ocasión calificó como la peor experiencia de su existencia y la más valiosa. La guerra fue su obsesión.
Pugilista en el pleito por la subsistencia, peleó dentro y fuera del cuadrilátero de la vida, y llevó a la literatura algunos de los más logrados relatos sobre el box. De las primeras peleas forma parte la paliza que un grupo de pandilleros le propinó cuando el escritor se agarró a golpes con ellos porque le dijeron que su french poodle parecía maricón. A las acometidas literarias pertenece El combate, escrita en 1975, crónica del combate entre Muhammad Alí y George Foreman por el título mundial de boxeo.
Novelista, poeta, ensayista, reportero, activista político, aspirante a alcalde de Nueva York, guionista y fracasado director de cine, escribió, con una prosa espectacular, treinta y nueve libros. Realizó, sin mucho éxito, películas experimentales. Muchos de sus textos fueron publicados en Village Voice (el semanario neoyorquino que ayudó a fundar), Harper´s, Life, Playboy, y The New Yorker.
Odiaba los relojes digitales, el olor a farmacia, la textura de las camisas de poliéster, la arquitectura moderna, el papel de cera de las hamburguesas de McDonald`s, el aire de verano cuando el tráfico se atasca, el sabor de los vasos de plástico llenos de whisky con soda.
Aficionado al jazz, bebedor consistente, consumidor de marihuana durante dos décadas, crítico del LSD, opositor a la guerra, vividor exigente de sus propios excesos, practicante de la libertad sexual, prefiguró muchos de los rasgos centrales que años después adquiriría la contracultura. «Creo», afirmó en una de sus últimas entrevistas, «que he ejercido cierta influencia en la conciencia de nuestro tiempo, pero no la he cambiado».
Su obra es un exuberante mural de la vida estadunidense de la segunda mitad del siglo pasado. Analizó la sociedad, la política y la mitología de su país natal mucho más certeramente que muchos científicos sociales. Su relación con su patria fue similar a la de un matrimonio. «Amo a este país. Lo odio. Me enfado con él. Me siento próximo a él. Me fascina. Me repele. Y es un matrimonio que ha estado funcionando durante unos cincuenta años de mi vida de escritor, ¿y qué ha sucedido durante este tiempo? Que ha ido a peor. Ya no es lo que era», y añadía: «Estados Unidos es un lugar más zafio, más barato, más burdo, más feo en tono, y creo que se está dando una aceptación más natural del fascismo por parte de una gran parte de la población».
Como bien supo y escribió, fue acusado de haber despilfarrado su talento, de entregarse a un exceso de actividades, de empeñarse con demasiada conciencia en convertirse en famoso, de actuar teatralmente en los límites y en el centro de su propia leyenda pública. Tanto es así que en la película satírica El dormilón, del cineasta Woody Allen, aparece un científico diciendo: «Este es un retrato de Norman Mailer. Legó su ego a la Facultad de Medicina de Harvard». Nadie, sin embargo, puede inculparlo de no haber vivido intensamente su vida ni de haber hecho de la literatura el centro de su existencia.
Tom Wolfe, su colega y rival en la aventura de forjar el nuevo periodismo, quien aseguraba que el hecho que siempre había limitado seriamente al novelista era que «nunca fue capaz de escribir diálogos convincentes», reconoció, en homenaje póstumo, que «Norman tenía una gran personalidad. Era una fuente de energía tremenda para todo el mundo literario, era un motor, un generador. No le faltaba ego, pero hacía que todo el asunto pareciera encantador».
MUJERES DIVINAS. Era el año de 1960 y la fiesta terminaba. Adele Morales, segunda esposa de Norman Mailer, en papel de torero lo retó diciéndole: «Aja toro, aja. Venga, mariquita, ¿dónde están tus cojones? ¿O es que la puta de tu querida te los ha cortado, cabronazo?». El escritor, ahogado en alcohol, entonces candidato a la alcaldía de Nueva York, respondió clavándole en la espalda un abrecartas.
Cuarenta años más tarde Mailer dijo sobre el incidente: «Cambió toda mi vida. Es el único acto que lamento y lamentaré el resto de mi vida cuando lo recuerdo. Y se produjo por la forma de vida que llevaba. No tengo dudas sobre esto. Lo que sucedió fue que me estaba haciendo más y más violento».
Mailer escapó de la prisión gracias a Adele. Ella se negó a cooperar con el fiscal y el escritor fue castigado con una pena carcelaria que pagó en libertad bajo fianza, después de haber pasado tres semanas en una clínica para enfermos mentales. Los médicos pensaron en aplicarle electroshocks, pero un psiquiatra lo diagnosticó como esquizofrénico paranoico y lo dejó libre.
Su matrimonio tenía poco de convencional. La tarjeta de invitación a la boda fue un pene que se extendía en la medida en la que la tarjeta se iba abriendo. Participaban en orgías y cuartetos. El alcohol alimentaba los excesos. En una ocasión, Mailer le confesó a su mujer que se había acostado con un travestido. Ella no le permitió que la tocara más. Finalmente se divorciaron.
A pesar de la generosidad con la que ella se comportó con su marido durante el proceso legal, Adele se convirtió en una máquina de resentimiento en su contra. Su venganza final fue la escritura de su autobiografía, La última fiesta, donde revela la vida disipada de aquellos años, sin ocultar un ápice de su rencor. «Durante cien domingos», escribió, «me desayuné leyendo The New York Times, y enterándome de que tenía una nueva esposa, otro libro, más fama, el premio Pulitzer, contratos millonarios, uno de los anticipos más grandes a cuenta de un libro desde la época de Hemingway, en suma una lluvia de bendiciones mientras cicatrizaban mis heridas. No cabía duda de que Fausto recogía las recompensas de su contrato con el diablo. Yo lo sabía, porque estaba presente cuando lo firmó».
El novelista tuvo con las mujeres relaciones apasionadas y conflictivas. Lo amaron, lo detestaron o las dos cosas al mismo tiempo. Se casó seis veces y tuvo nueve hijos. Una aventura que resultó ser una pesada carga financiera por concepto de pensiones, y un acicate para escribir y conseguir dinero.
Machista acérrimo, atrajo el odio feroz del movimiento feminista, que vio en su obra y sus opiniones una afrenta. Muchos de sus personajes mujeres son androfóbicas por naturaleza. En su libro El prisionero del sexo, un gran éxito de ventas y panfleto central en la guerra de los sexos de comienzos de los setenta, acusó a las féminas de «usar anticonceptivos por odiar a los hombres». Las feministas descargaron sobre él los amargos dardos de la crítica. Kate Millet, una de las principales figuras de este movimiento en Estados Unidos, no dudó en calificarlo como el último cerdo patriotero.
Mailer no tuvo empacho alguno en escribir que «la revolución feminista ha convertido a la mujer en ese tipo de hombre que a mí me entristecía cuando era joven. Ése que tenía que trabajar de nueve a cinco de manera aburrida y nunca era dueño de su destino. Ahí es donde acabó su revolución, su asalto al poder».
LA DESMESURA COMO PROYECTO. Impetuoso, excepcional, preciso en su escritura, Mailer fue una formidable máquina de mecanografiar. «Creo escribir», dijo, «para un público que carece de tradición para medir su experiencia, pero posee la intensidad y claridad de su vida interior. Para ese público me gustaría ser suficientemente bueno como escritor».
Practicante de la libertad expresiva radical, el artista utilizó una gran variedad de voces en sus textos. No dudó, por ejemplo, en recurrir a todo tipo de personas gramaticales para contar sus relatos. En su ensayo Un fuego en la luna se refirió a sí mismo como Acuario, en El prisionero del sexo como El Prisionero y en Miami y el sitio de Chicago es el reportero.
En Los ejércitos de la noche, la deslumbrante obra sobre la marcha hacia el Pentágono contra la guerra de Vietnam, del 21 de octubre de 1967, ejemplo notable del periodismo participante, galardonado con los premios Pulitzer y Nacional de Novela, el escritor es, simultáneamente, reportero y protagonista. La voz relatora central recae en un Mailer ubicuo, mientras que el Mailer activista habla en tercera persona gramatical.
En La canción del verdugo, premiada también con el Pulitzer, donde cuenta una parte de la vida del reo y asesino Gary Gilmore, Mailer contiene su yo y echa mano de la omnisciencia verbal para generar un efecto de aparente neutralidad narrativa. En lugar de utilizar digresiones efectistas, arma un relato con materiales perfectamente ensamblados.
Sobre este uso de las distintas voces narrativas en su obra apunta: «No es fácil escribir en primera persona sobre un personaje que es más fuerte y más valiente que tú. Pero hay que hacerlo, porque si todos tus personajes tienen tu mismo nivel, no te enfrentas a temas más importantes».
Su obra diluye las fronteras entre realidad y ficción. Periodismo y literatura, novela y reportaje, biografía y reportaje literario, literatura y ciencia social se funden y confunden en sus escritos. No en balde el subtítulo de Los ejércitos de la noche es La Historia como novela. La novela como Historia.
Simultáneamente novelista, historiador y periodista, utiliza las herramientas de la escritura de ficción para contar la realidad. «Por motivos de verosimilitud», afirmó sobre El fantasma de Harlot, su monumental libro sobre el aparato de inteligencia de Estados Unidos, «sostendré que mi CIA imaginativa es más real que casi todas las experimentadas personalmente».
Autor famoso en función de reportero, Mailer asegura que»un buen periodista es alguien que todavía tiene que decirle a uno la verdad en privado; tiene la mirada brillante y puede contar diez buenas historias en la barra de un bar».
Su incursión en el periodismo, empero, está marcada centralmente por su vocación de novelista. Según él, el flash del periodista sirve para registrar mejor a los muertos en un accidente de carretera, pero no para mucho más.
En la ficción hay menos aire estancado y en general más luz.»Casi todo lo que he escrito», advirtió, «deriva de mi sentido del valor de la ficción».
Consideraba que no había nada peor que tener mucho estilo.»Creo», dijo, «que en mi obra he ido a los opuestos del estilo. Se muestra de lo mejor en Un misterio americano y prácticamente no existe en La canción del verdugo, porque el material de este libro es prodigioso».
Para Mailer el propósito del arte es intensificar y exacerbar la conciencia moral de la gente: «Pienso, en particular que la novela, cuando es buena, es la forma más moral de las artes, porque es la más inmediata, la más insoportable, si usted quiere. De la que es más difícil escapar. La novela nos cambia la vida».
Más allá de su prolífica producción, la práctica del oficio no le resultaba necesariamente fácil. En una extensa entrevista concedida a dos periodistas franceses confesó: «Escribir te destroza el cuerpo; te sientas ahí en la silla, hora tras hora, y sudas tinta para sacar unas pocas palabras».
Para escribir, el novelista elaboraba un montón enorme de notas antes de comenzar. Leía mucho sobre los asuntos colaterales de la historia y pensaba mucho en ello hasta cultivarlo. Tuvo una sola regla para redactar: decirse a sí mismo que se iba a sentar a escribir al día siguiente. «Mediante esa declaración estás pidiéndole ya a tu subconsciente que prepare el material», confesó.
En el tramo final de su vida no se hacía muchas ilusiones sobre la influencia de la escritura en el mundo contemporáneo. «Cuando era joven los escritores solíamos pensar que las novelas podrían cambiar el mundo, pero no, es la televisión la que lo cambia». Y añadía: «Hace tiempo que las humanidades y los intelectuales han sido relegados. Sólo importan los factores económicos. La opinión de los intelectuales disidentes no llega al gran público. Por supuesto que puedo decir lo que me dé la gana, pero eso no quiere decir que los medios de comunicación de masas se vayan a hacer eco de mis palabras. Nadie me invita a comparecer en las grandes cadenas de televisión; a lo más que puedo aspirar es a aparecer en un programa minoritario, en cable».
MUERTE, LIMBO Y RESURRECCIÓN. El 10 de noviembre de 2007, a consecuencia de una insuficiencia renal, falleció Norman Mailer. Tenía ochenta y cuatro años. Inicialmente fue enviado al limbo, según escribió en su relato «Después de la muerte, el limbo», publicado en 1998. Su pecado fundamental -como el de todos los que aterrizan allí- fue no haber empleado más sustancia del alma que la requerida por las exigencias de la vida; fue el castigo por toda hora vaciada del deseo nuevo e intenso de ser utilizada.
Al llegar, el limbo estaba allí para enfrentarlo cara a cara con los pecados para los que no hay lágrimas: «Su propia y despreciable colaboración con la máquina-náusea de millones de células, esa asesina de Cristo de la época: la televisión». Mailer se estremeció «recordando en cuántas ocasiones, con cada uno de sus nueve hijos, había cerrado las puertas de su propia resistencia a la televisión y permitido que los jodidos pequeños siguieran mirando la pantalla porque eso los calmaba».
Su siguiente estación en el más allá fue, según él mismo elucubró en una entrevista, encontrarse con un ángel monitor que le dijo:
-Sr. Mailer, estamos muy complacidos de conocerlo. Estábamos esperando su llegada. Déjeme decirle las buenas noticias, absolutamente buenas: ha sido seleccionado para la reencarnación.
-Ay, gracias -le respondió él-, sí, realmente no quería irme a la paz eterna.
-Entre nosotros -reviró el ángel- le digo que la paz eterna no es del todo necesaria; tiende a volverse monótona. Pero lo importante es que usted reencarnará. ¿Qué quisiera usted ser en su siguiente vida?
-Bueno, creo que un atleta negro – dijo el escritor-. No me importa dónde me ponga, yo buscaré el éxito, y sí, quiero ser un atleta negro.
-Mire, Mailer tenemos tantas peticiones. Y todo el mundo quiere ser un atleta negro en su siguiente vida. No sé si podamos… déjeme ver que puedo hacer… – aseveró abriendo su libro enorme de reservas-. Bueno, aquí dice que usted se reservó para ser cucaracha. Y también le tengo noticias: será la cucaracha más rápida de toda la calle.
Así que la próxima vez que vean a una cucaracha correr velozmente, habrá que tener cuidado en no pisarla, no vaya a ser que se trate de la reencarnación del novelista. O, quién sabe, quizás el escritor haya convencido finalmente al ángel de ser un deportista. Así que si en las Olimpíadas de 2020 un atleta negro sube al podio de vencedores a recibir su medalla y comienza a hacer declaraciones desmesuradas a la prensa, habrá que sospechar que, en el más allá, Mailer se salió con la suya.
(Artículo publicado en La Jornada Semanal de México el 17/2/08, derechos reservados para El País Cultural).
Luis Hernández Navarro
Testamento del maestro
Carlos Rehermann
Meses antes de de su muerte ocurrida en noviembre del 2007, Norman Mailer publicó su última novela, en la que venía trabajando desde hacía varios años. Es un testamento digno del escandaloso neoyorkino, al mismo tiempo fácil y difícil, grotesco y aterrador. Cuando la publicó declaró que El castillo en el bosque es su obra mayor.
La novela habla de los antepasados, los padres, los hermanos y la infancia de Adolf Hitler. El novelista llena con tantas especulaciones los huecos de la biografía de su protagonista, que no es posible catalogarla de novela histórica. Este género es tan fraudulento como un reality show, y goza de un éxito parecido. El juego de Mailer consiste en construir una falsedad tan convincente que aniquila la distinción entre una novela completamente ficticia y una basada en hechos reales. La tesis parece ser: «la verdad es tan importante que para darle forma no hay que detenerse ante la nimiedad de mentir».
Y no se trata aquí de verosimilitud o de alguna otra aristotélica inocencia: todo es imposiblemente delirante, mezquinamente sucio, puerilmente obsceno. La crianza del pequeño Adolf ocurre en una familia donde la madre, Klara, es hija de su esposo, Alois, padre de Hitler, a su vez producto de un incesto. El ambiente es una granja en la que se crían abejas, bajo el asesoramiento de un viejo vecino que alterna la filosofía barata (y minuciosamente fascista) de un Maeterlinck con episodios de sexo nauseabundo con un hermano adolescente de Hitler.
El narrador es un demonio, agente de Satanás y de Himmler, que debe investigar si Hitler es fruto de un incesto. La hipótesis de Himmler, que encomienda la pesquisa, es que el incesto produce seres excepcionales, a veces tarados, a veces geniales. Lo interesante de la estrategia novelesca de Mailer es que la mentalidad de esa familia de un medio semi-rural austríaco parece casar a la perfección con la vorágine de incestos.
El hecho de que la voz sea la de un agente satánico logra quitarle ampulosidad y trascendencia a la malignidad profunda del personaje al que sirve. El mal absoluto inspira respeto. Pero un cuento narrado por un demonio no se toma fácilmente en serio (por más que, como Mailer, uno crea en Dios). El novelista logra que al mismo tiempo que aceptamos la esencia pérfida del ambiente y de la personalidad de Hitler, procesemos todo eso como una perversión de la que podemos burlarnos.
Norman Mailer fue uno de los grandes novelistas del siglo XX. Cuando estuvo en 1960 internado en un manicomio, después de apuñalar a su esposa, el juez dijo en la sentencia por la que ordenó su internación, que Mailer era incapaz de distinguir entre la realidad y la ficción. En su defensa, Mailer dijo que las características de su trabajo eran tales que si lo encerraban en un manicomio, los psiquiatras iban a creer que estaba loco. Pero -podemos decir ahora- sólo se trataba de un gran novelista.
EL CASTILLO EN EL BOSQUE de Norman Mailer. Anagrama, Barcelona, 2007. Distribuye Gussi. 528 págs.
Los libros
EN LOS ÚLTIMOS AÑOS buena parte de la producción de Mailer circula en ediciones de Anagrama (España) o Emecé (Argentina). Entre otras figuran las novelas El fantasma de Harlot, El evangelio según el hijo, Los desnudos y los muertos, Oswald, El castillo, La canción del verdugo, El parque de los ciervos, Los tipos duros no bailan.
En el campo del periodismo pueden citarse Los ejércitos de la noche y El sitio de Miami. Para más de uno de sus lectores, Mailer es más interesante como ensayista o comentarista de la cultura y la sociedad que como narrador. En Anagrama una extensa versión reducida de América recoge buena parte de sus ideas a lo largo de su carrera. En Emecé figuran dos libros muy recientes: El gran vacío, larga entrevista de su hijo John Buffalo, y se anuncia El arte espectral, recopilación de sus consejos e ideas sobre el arte de la novela.
Buscando con esmero pueden encontrarse antiguas ediciones de sus libros. El desaparecido sello argentino Tiempo Contemporáneo editó una de sus mejores, ¿Por qué estamos en Vietnam? (que no hay que confundir con ¿Por qué estamos en guerra?, mucho más reciente), y una recopilación de sus cuentos completos.
Más títulos: Caníbales y cristianos, Advertencias para mí mismo, Prisionero del sexo, y una larga antología de Henry Miller, comentada, en editorial Grijalbo.