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Todos los intentos parlamentarios de enfrentarse a los poderes económicos fueron seguidos de una guerra o de un golpe de estado

El coronavirus, para una reflexión republicana

Fuentes: Cuarto Poder

Si no recuperamos nuestro poder de negociación, la población volverá a pagar los platos rotos

Parece ya cosa segura que, tras los efectos sanitarios, que pueden llegar a ser muy graves si terminan de colapsarse los hospitales, vendrán unos efectos económicos devastadores. La crisis laboral ha comenzado ya de manera dramática para gran parte de la población. Muchos han perdido el trabajo o lo tienen suspendido. A otros se les incita a utilizar sus días de vacaciones para pasar la cuarentena. Los pequeños negocios están al borde del abismo. Todo hace pensar en una gran crisis económica más grave aún que la del 2008. Irónicamente, un nuevo 15M para presionar contra los recortes que se avecinan es más imposible que nunca, habida cuenta de que estamos en cuarentena recluidos en nuestras casas. Estamos, sin duda, ante una crisis social sin precedentes desde la segunda guerra mundial.

Por ahora, sólo nos queda aprovechar para reflexionar. Y creo que uno de los artículos que mejor han marcado la línea para esta reflexión ha sido el de Guy Standing (autor del libro La Renta Básica), Coronavirus, crisis económica y renta básica, un texto estremecedor que es imprescindible leer. La crisis que se avecina será letal si no tomamos medidas políticas de carácter republicano, y, en especial, la más urgente sería la implantación de una renta básica que amortigüe el shock que caerá sobre la población. Guy Standing se ha explicado perfectamente. Por mi parte, quisiera aprovechar este artículo (un poco extenso, lo siento) para contribuir a esta reflexión con algunas precisiones respecto a lo que tenemos que entender por República y por qué, en efecto, la cuestión de la renta básica es en la actualidad una de las pocas cartas que nos quedan para pensar en clave republicana.

Para el filósofo Inmanuel Kant, el concepto de república apuntaba a la meta más irrenunciable de cualquier proyecto político: un sistema en el que los que obedecen la ley son al mismo tiempo colegisladores, de tal modo que obedeciendo a la ley no se obedecen más que a sí mimos, es decir, un sistema en el que obedecer la ley y ser libre son en el fondo la misma cosa. Hace meses, el presidente Pedro Sánchez afirmó que el rey Felipe VI encarnaba los valores más propios de la Segunda República. Un auténtico disparate, pero no por lo que plantearon muchas de las protestas de la izquierda. No se trataba de una contradicción clamorosa. En la tradición filosófica, es verdad que “república” no se opone a “monarquía”, sino a despotismo. Y no sería imposible considerar una monarquía constitucional de carácter republicano. Inglaterra o Bélgica no son menos republicanas que Francia o Argentina por ser una monarquía.

El problema está en otro sitio y tiene que ver con cómo pensemos la condición de lo que llamamos “ciudadanía”. La tradición republicana, como bien demostró Antoni Domènech, siempre insistió en que para acceder a la condición de “ciudadano”, no bastaba con ser Libre e Igual ante la ley. Era necesario, también gozar de “independencia civil”, es decir, de medios materiales propios y suficientes para no tener que pedir permiso a otro para existir. Eso es lo que se llamó “fraternidad”. Un revolución hecha en nombre de la “fraternidad” exigía un reparto de la propiedad que permitiera a la población alguna suerte de “emancipación”.

Ser ciudadano es no tener que pedir permiso para existir, tal y como los menores de edad tiene que hacerlo respecto de sus progenitores. Por eso, Robespierre planteó que la Revolución Francesa tenía que operar en términos de “fraternidad”. Ser ciudadano es no ser ya hijo de un padre, siervo de un señor, esclavo de un amo, vasallo de una religión, señora de un marido. Pero la igualdad y la libertad no bastan para ello. Cualquiera puede entender que sería absurdo que un padre echara a sus hijos de casa el día en que cumplen 18 años, alegando que ya son tan libres y tan iguales ante la ley como él. Sin medios materiales para subsistir por nosotros mismos, la libertad y la igualdad se escriben en un papel mojado e incluso pueden convertirse en una broma de mal gusto. El pensamiento republicano se distingue del liberalismo por no haber perdido nunca de vista el problema de las condiciones materiales que son necesarias para ejercer la ciudadanía.

En este sentido, “ciudadanía” se opone a “minoría de edad”. Y hay que comenzar reconociendo que, en esta nueva Edad Media que habitamos, nunca hemos tenido amos, señores y dioses tan caprichosos y enloquecidos como esos a los que suele llamarse “los mercados”. Nunca hemos necesitado tanto como ahora pedir permiso a otro para existir. Hasta los parlamentos, supuestas sedes de la soberanía popular, tienen que consultar a estos dioses para legislar, esperando atemorizados sus designios económicos. La humanidad nunca ha estado tan lejos de una consistencia política republicana. Y no especialmente por el pintoresco asunto de las monarquías, sino por el despotismo económico que nos atenaza.

¿Qué sería preciso para avanzar por un camino republicano? Hagamos un poco de memoria, intentando aclarar algunos malentendidos fatales a la hora de diagnosticar  el problema fundamental que atravesó la Segunda República española. En especial, circula cada vez más un relato muy desencaminado sobre lo que aconteció por aquel entonces. No solo en los medios revisionistas de la extrema derecha; también en los ambientes intelectuales más progres empieza a imponerse el relato de que la legalidad republicana se vio atenazada entre dos extremismos políticos que pretendían subvertirla. Por un lado, el fascismo golpista de las derechas y, por otro, los socialistas, anarquistas y comunistas que, en el fondo, pretendían otra cosa que un orden republicano: lo que buscaban era una revolución social.

Al final, se nos dice, los que estaban de verdad con la república fueron unos pocos pobres diablos que creían en el orden constitucional y que se vieron asediados por la violencia revolucionaria de ambos signos. Así pues, la república fue el escenario de una batalla entre dos extremismos no republicanos. Por una parte, el revisionismo sostiene, así, que la Guerra Civil la provocaron los anarquistas y los socialistas de Largo Caballero, en 1934, con su llamado a la revolución. Por otro lado, se nos dice que tenemos que aprender de una sensatez de centro izquierda, que huya de los culpables anhelos revolucionarios.

La realidad es muy otra. Esos supuestos extremismos de izquierda, anarquistas, comunistas y socialistas, luchaban en realidad por tomarse en serio el concepto de república. Sin duda que lo harían mejor o peor, pero el hecho es que son los únicos que se habían creído de verdad que el lema republicano y las exigencias de la ciudadanía no podían “eclipsar el asunto de la fraternidad”. Lo que pusieron sobre la mesa es que no habría ningún orden republicano auténtico hasta transformar las condiciones materiales de existencia de la población, lo que, en esos momentos, exigía para empezar una contundente reforma agraria.

Es el mismo problema que se planteó en la Revolución Francesa y esto es muy significativo. Robespierre y los jacobinos han pasado a la historia como el paradigma del extremismo, al contrario que el ala girondina, que pasa por ser el prototipo de la moderación. Mirando la cosa más de cerca, a lo que se negaba Robespierre era a prescindir del asunto de la “fraternidad” (sustentado en la primacía del “derecho a la existencia”), dejando cojo el programa republicano. Los jacobinos habían liberado a los esclavos de las colonias, habían iniciado una auténtica reforma agraria y, mientras tanto, habían intervenido los precios del trigo para que la población no muriera de hambre.

Los mucho más moderados y mucho más liberales girondinos que los guillotinaron estuvieron siempre a favor de la esclavitud (que no se tardó en restaurar) y de la liberalización de los precios del trigo. Para hacer posible esta hazaña liberal, siempre habían abogado por declarar la ley marcial, militarizando a la población para reprimir las revueltas del hambre provocadas por el alza de los precios. Ya por aquel entonces, se imponía la ley del hierro que en el siglo XX  Eduardo Galeano resumió con una contundente sentencia: para dar libertad al dinero, se encarcela a la gente. Domènech, de acuerdo con Florence Gauthier, solía resumir la cosa en pocas palabras: la Revolución Francesa no fue una revolución burguesa, lo único que tuvo de burguesa fue la contrarrevolución. Una contrarrevolución “liberal”, en efecto, que exterminó el proyecto republicano, eclipsando el problema de la fraternidad y de la emancipación ciudadana.

Esos moderados girondinos tan idolatrados por la versión de la Revolución Francesa que se nos ha contado (la que escribieron los vencedores), habían metido a Francia en una aventura bélica de conquista, absurda y criminal, a la que también pusieron fin los jacobinos al llegar al gobierno. La ley marcial, que la Montaña había abolido, fue restaurada por estos mismos girondinos tan supuestamente moderados. En palabras de Florence Gauthier: “La nueva Constitución de 1795 se deshizo de la Declaración de los derechos naturales del hombre y del ciudadano, que fueron expulsados del derecho constitucional francés ¡y por mucho tiempo! (hasta 1945). Una nueva aristocracia de ricos excluyó a los pobres y las mujeres, puso fin al principio de la soberanía popular enunciado en 1789 y restauró la ley marcial”.

Quizás sorprenda lo de “las  mujeres”, porque tampoco se suele recordar que éstas tuvieron voz y voto durante el periodo jacobino, a través de las “asambleas comunales de ciudadanos y ciudadanas” que el gobierno jacobino había institucionalizado como el lugar natural para el ejercicio de la soberanía popular. Todo ello fue barrido del mapa por un golpe de estado encabezado por “una alianza de propietarios y colonos esclavistas” (que contaba con sus voceros economistas, partidarios de la irrestricta libertad de comercio). Allí donde los manuales señalan el fin del “terror” jacobino, los hechos se sucedieron con rapidez: se desencadenó otra nueva guerra de conquista, se envió al ejército a sofocar la revuelta popular del 20-23 de mayo de 1795 y, finalmente, en 1802, se restableció el colonialismo y la esclavitud.

No es solo que la historia se repita. También se repite la historiografía oficial cuando tiene que enfrentarse a problemas parecidos. En la Guerra Civil española se planteó el mismo problema y se interpretó (y se interpreta) de la misma manera y con los mismos prejuicios. Los que defendían el orden republicano pasaban a convertirse en peligrosos extremistas tan pronto como intentaban tocar el asunto de la propiedad. Y, en cambio, los “liberales” pasan por ser (todavía hoy en día) el paradigma de la moderación y la sensatez constitucionalista.

En verdad, como demostró Antoni Domènech y ha documentado ampliamente Florence Gauthier, la tradición “liberal” no dejó nunca de combatir, durante todo el siglo XIX, la “ideología” de los derechos humanos, a la que identificaron desde el primer momento (mucho antes del gobierno jacobino, ya en 1789) como “el Terror”, el terror para los colonos, los esclavistas, los propietarios más ricos y los economistas que defendían la liberalización de los precios del grano (al tiempo que la ley marcial).

Resumido por Gauthier: “Lo que desde luego no se ve, mírese como se mire, es que el advenimiento de la democracia y los derechos humanos haya corrido en paralelo con el capitalismo”. Es todo lo contrario: todas las conquistas del orden constitucional social y de derecho, fueron impuestas por victorias populares y socialistas, con las que el liberalismo no tuvo más remedio que tragar. No hay más que ver cómo, en estas últimas décadas en las que liberalismo económico ha logrado volver a ser hegemónico, el Estado Social de Derecho ha tendido más y más a disolverse como un azucarillo en un café caliente. Pero ahí van los autoproclamados “defensores del Régimen del 78”, hablando en nombre del liberalismo y considerando extremistas a todas las tradiciones que contribuyeron precisamente a apuntalar esos derechos y libertades constitucionales. El Estado Social de Derecho, la Escuela Pública, la Sanidad Pública, el derecho laboral, las libertades civiles en general, fueron conquistas de esos extremistas que tanto denigran. Pero los defienden en nombre de los que más los atacaron. Así se escribe la historia, poniéndolo todo patas arriba.

Es preciso comenzar por darle la vuelta a este relato histórico. El problema en España, entre 1931 y 1936, no fue que algunas izquierdas extremistas optaran por una revolución social contra la República. Lo que ocurrió es que algunas izquierdas se empeñaron en tomarse en serio la idea de república y exigieron una revolución social que hiciera realidad la ciudadanía. Era preciso una transformación de la propiedad. Y eso era el límite republicano que la oligarquía no estaba dispuesta a permitir. Como hemos intentado explicar en nuestro libro, ¿Qué fue la Segunda República?, hay mucha gente interesada en que no se distinga entre una revolución y un golpe de estado, aunque ello es un buen indicativo sobre de qué lado están. El revisionismo de extrema derecha lleva décadas machacando con la idea de que el llamamiento de las izquierdas a la revolución del 34 fue ya una ruptura del orden republicano y, como a veces se dice, un verdadero golpe de estado, previo al que perpetró Franco en el 36. Pero la cosa tampoco se arregla con las alegaciones por parte de la izquierda, que aluden al peligro del fascismo y, también, más moderadamente, al comprensible descontento y la impaciencia de la población más pobre.

El problema era que sin una revolución social no había forma de tomarse en serio el proyecto republicano. Habría sido magnífico, desde luego, que se hubiera podido llevar a cabo por vía constitucional y parlamentaria. Pero no sé quién se puede creer que eso era posible, viendo quién tenía las armas y cómo planeaban utilizarlas. Se puede ser moderado, centrista, legalista y un buen tipo, como lo fue sin duda Manuel Chaves Nogales, el gran icono de todos esos veteranos del Grupo Prisa, como Andrés Trapiello, Antonio Muñoz Molina o Javier Cercas. Pero no se puede ser tan ingenuo.

Desdichadamente, la ley de hierro del siglo XX, la resumió ya en los años 20 el eminente jurista Carl Schmitt, un futuro nazi que no tenía nada de ingenuo: “Seguramente ya no queda nadie en Europa dispuesto a renunciar a las libertades parlamentarias y constitucionales. Pero no creo tampoco que haya nadie tan ingenuo de pensar que estas van a seguir existiendo en caso de que algún día lleguen a servir para algo y osen enfrentarse a los dueños del poder real”. Es decir, a tocar el asunto de la propiedad. Y así fue a lo largo de todo el siglo XX. Todos los intentos parlamentarios de enfrentarse a los poderes económicos fueron seguidos de una guerra o de un golpe de estado. En España, habría sido mucho pedir que se plantase cara a esa realidad desarmados y agitando en el aire el papel mojado de una Constitución. Qué hacemos con esto, eso es ya otro cantar. Pero, por lo menos, no cambiemos el sentido de las palabras y lo confundamos todo políticamente. No contemos la historia al revés.

Lo que sí que es cierto es que los socialistas, los comunistas y los anarquistas no podemos seguir cumpliendo nuestro papel de benefactores de la Humanidad por vía revolucionaria, sencillamente porque la correlación de fuerzas es demasiado desigual y ya no tenemos dos hostias. En verdad, no veo otra posibilidad que la de fiarnos de los que mejor han recordado lo que es un planteamiento verdaderamente republicano y sumarnos a sus aspiraciones políticas, que en este país son precisamente los discípulos de Domènech, al que venimos citando en este artículo.

Renta Básica

Acabo de leer un libro de David Casassas, Libertad incondicional. La renta básica en la revolución democrática, y pienso que tiene toda la razón, junto con todos los que actualmente están defendiendo la reivindicación de una Renta Básica. Y ya no tanto porque crea que esa batalla se puede ganar (aunque quién sabe) sino, sobre todo, por su carácter clarificador. No hay “república” más que sobre la base de la independencia civil de la ciudadanía. Eso exige una transformación profunda de las relaciones de propiedad. Ahora bien, esta “transformación” podría llegar a ser muy radical si la ciudadanía recuperara su poder de negociación, en el mercado y fuera de él. Algo que una Renta Básica (junto con una defensa a ultranza de las instituciones republicanas que aún se mantienen en pie, como la escuela y la sanidad públicas) podría apuntalar eficazmente sin presuponer ninguna suerte de estallido revolucionario a la antigua usanza. Creo que es la única carta que nos queda por jugar.

Se trata, como bien resume Casassas, de pensar las condiciones materiales que serían necesarias para que la ciudadanía pudiera “sostener la mirada en el espacio público”. Algo que no se logra, evidentemente, con la actual maquinaria del parlamentarismo, en la que la población vota bajo el chantaje de unos poderes económicos sobre los que no puede ejercer ningún control. La separación de poderes no resulta muy eficaz en unas condiciones en las que el poder económico tiene mucho más poder que el político. El orden constitucional entero se tambalea cuando la soberanía de los poderes económicos está por encima de cualquier legislación.

Lo intenté explicar en mi reciente artículo sobre el Coronacapitalismo. Pero quizás puede resumirse mejor con la genial noticia publicada hace poco en El Mundo Today: “Que toda la humanidad esté en peligro de muerte podría no ser bueno para la economía, alertan los expertos”. Pues, en efecto, los problemas de la economía hace mucho tiempo que tienen poco que ver con los problemas de los seres humanos. Excepto por la sencilla razón de que dependemos del metabolismo económico como jamás los siervos o los esclavos dependieron de sus señores y de sus amos. El problema político de fondo sigue siendo el mismo: ni la democracia ni el imperio de la ley pueden funcionar en condiciones de vasallaje. La “ciudadanía” necesita de tres pilares, como los taburetes. Y sin independencia civil, todo se convierte en farsa.

Más nos vale recordarlo a las puertas de la crisis económica que se nos viene encima. Si no recuperamos nuestro poder de negociación, la población volverá a pagar los platos rotos y esta vez será mucho peor aún que en el 2008. Pero, además, la emergencia sanitaria que está destruyendo las condiciones laborales de tantas y tantas personas, hace que la exigencia de una Renta Básica esté más que nunca sobre la mesa. A corto plazo es una cuestión de supervivencia elemental. A la larga, es la gran ocasión para poder plantar batalla y empezar a recuperar la sensatez republicana.

Carlos Fernández Liria es autor, junto con Silvia Casado Arenas, del libro ¿Qué fue la Segunda República? (Akal, 2019)

Fuente: https://www.cuartopoder.es/ideas/2020/03/16/coronavirus-reflexion-republicana/