Lo que parecía que nunca iba a pasar, al final ha pasado. De repente, los grandes poderes económicos y políticos reconocen que es prioritaria y urgente una transición que nos aleje de los combustibles fósiles y nos lleve a una nueva sociedad descarbonizada y sostenible. Después de décadas de promesas vacías, nos encontramos que no solo hay una voluntad de cambio, sino que además hay prisa por ejecutar este cambio.
Sobre todo lo que hay es prisa. Mucha prisa. Una conciencia de urgencia que sorprende un poco, teniendo en cuenta lo que hemos llegado a remolonear durante todos estos años. Pero, en fin, bienvenida sea esa conciencia, y bienvenida sea la urgencia.
Y, sin embargo, a medida que comienzan a detallarse los planes para esta transición, a cualquiera le asalta una sensación de vértigo. Los mismos que hace tan solo dos años ponían todo tipo de pegas técnicas, citando innumerables detalles que aconsejaban una transición progresiva, nos avasallan ahora con multitud de proyectos para el despliegue de grandes instalaciones renovables por todo el territorio de España, y afirman con rotundidad que estos proyectos son imprescindibles si tenemos que cumplir con nuestros compromisos en la lucha contra el cambio climático y que no hay ninguna alternativa.
Como una consecuencia a esta avalancha de proyectos, han comenzado a surgir voces críticas que denuncian que este no es el modelo de transición energética que se debería implantar. A medida que se conocen mejor los proyectos, estas voces, cada vez mejor documentadas, cuantifican el gran impacto ambiental y la cantidad de costes sumergidos, tanto económicos como ecológicos, que tienen las instalaciones previstas. Avisan de que el loable intento de luchar contra el cambio climático no debería acabar originando un daño ecológico y ambiental comparable o incluso mayor al que se intenta evitar. Hay quien va aún más lejos y avisa de que estos proyectos «de aquí» dependen de una fuerte actividad extractivista «allá», en otros territorios, que no siempre están tan alejados y que en todo caso pagarían un alto precio ambiental para permitir «nuestra transición».
Como era de esperar, se intenta acallar estas voces críticas acusándolas de insolidaridad, de NIMBY (Not in my backyard, ‘no en mi patio trasero’), de no comprender la gravedad del momento y de oponerse a la lucha necesaria. Se reprocha que asociaciones vinculadas durante décadas al ecologismo se posicionen contra estos proyectos: «Nunca estáis contentos», les dicen, «¿no era eso lo que queríais?».
Pues no, no era eso. No solo no queríamos estos proyectos, sino que lo que tampoco queríamos ni queremos es la tupida red de mentiras que se está utilizando para intentar mantener, agónicamente, el destructivo sistema económico actual.
Hay prisa por encontrar una fuente de energía que funcione como el petróleo para no cambiar nada.
Escasez de petróleo, escasez de todo
Comencemos por el principio: aquí no ha habido una súbita concienciación ecológica de los grandes poderes. Lo que hay es la constatación de que la producción de petróleo está condenada a decrecer. Las compañías petroleras están reduciendo su inversión desde 2014, después de comprobar en el período 2011-2014 que ni con los precios del petróleo más altos que puede tolerar la economía es posible ganar dinero. No quedan yacimientos que resulte rentable explotar y por eso el conjunto de las petroleras de todo el mundo ha reducido su gasto en exploración y desarrollo un 60 % desde 2014 (Repsol lo ha reducido un 90 %). Por tanto, la producción de petróleo tocó su máximo, el peak oil, en diciembre de 2018 y se encuentra en retroceso desde entonces, retroceso que la llegada de la covid-19 ha agravado. La Agencia Internacional de la Energía, en su informe de 2020, anticipaba que en el peor escenario de inversión la producción de petróleo irá cayendo en el próximo lustro, hasta el punto de que hacia 2025 podría ser la mitad de la actual. Incluso con una gran concertación internacional y la participación de los Estados, una caída del 20 % parece inevitable; ¡y en solo 5 años! No se había visto un bajón semejante desde la Segunda Guerra Mundial.
Esto explica las prisas actuales. El problema del peak oil es conocido desde hace décadas, pero siempre se ha intentado minimizar su importancia para no abrir otros debates pertinentes, sobre la viabilidad del capitalismo o la necesidad de redistribución. Ahora ya es tarde, y la rápida caída de la producción de hidrocarburos líquidos augura que el precio se disparará varias veces, para caer a continuación, al bajar temporalmente la demanda de petróleo a medida que los costes prohibitivos de todo destruyan sectores productivos enteros y los hagan desaparecer.
Así pues, tenemos un problema de escasez de petróleo para el que no nos preparamos antes y que ahora queremos resolver en cuestión de unos pocos años. Porque, además, la escasez de petróleo acaba originando escasez de todo, ya que la mayoría de las mercancías se mueven con petróleo (con barcos, aviones, camiones…). Hay prisa, mucha prisa.
Pero no hay prisa por cambiar un sistema ecocida y destructivo; por lo que hay prisa es por encontrar una fuente de energía que funcione como el petróleo para no cambiar nada. Y si tal fuente de energía no existe, nos la tendremos que inventar.
Mantener los flujos de caja
Y es exactamente eso lo que se está intentando. Se están intentando retorcer los procesos de la naturaleza, que proporcionan una gran cantidad de energía renovable, pero la suministran distribuida sobre toda la superficie del planeta, para conseguir alguna sustancia milagrosa que se comporte como el petróleo, que sea energéticamente muy densa y fácil de transportar, que permita concentrar el consumo en los grandes centros de consumo y producción, de manera que el alocado e incesante flujo de energía y materiales que ha caracterizado a la globalización no se detenga, como tampoco se detendrían los flujos de caja de las grandes empresas, que ganarían dinero a espuertas con el nuevo maná energético.
Este es el modelo. Por eso se intentan imponer estos macroparques eólicos y fotovoltaicos: con la esperanza de captar grandes cantidades de energía y después concentrarla en algún vector energético, ya sea la electricidad, ya sea el hidrógeno, para llevársela muy lejos y continuar con el esquema de la metrópoli que se alimenta y expolia el territorio. Por eso da igual que con estos macroparques se cause un daño ambiental mayor que el problema del cambio climático. Porque, en el fondo, la preocupación ambiental no ha sido nunca la motivación para hacer lo que se hace.
Sin embargo, este modelo nace muerto. Es un modelo inviable. No detallaré en extenso las dificultades e ineficiencias del modelo de macroinstalación renovable dirigida a la producción de electricidad, pues ya he hablado mucho de ello en numerosos textos; baste decir aquí que el tipo de energía que se produce (eléctrica) no es el que se necesita, y que no es fácil ni a veces posible conseguir que ese casi 80 % de la energía final no eléctrica se pueda electrificar. En cuanto al hidrógeno verde (el que se conseguiría con la electrólisis del agua usando electricidad de origen renovable), las pérdidas energéticas del proceso desde su generación hasta su uso final son tan elevadas que hasta la Estrategia europea para el hidrógeno da por hecho que Europa no podría autoabastecerse energéticamente y que tendría que importar hidrógeno; por eso, los ojos ansiosos de Alemania se han puesto sobre la presa del río Inga en el Congo, y por eso desde Alemania, cada vez más claramente, se ve España como el recurso a expoliar a corto plazo hasta que llegue el maná energético de otras tierras.
El problema del modelo actual de transición renovable es que se pretende fosilizar una energía viva, la energía renovable; se pretende convertir una energía dispersa por todo el territorio y que sigue los ritmos de la naturaleza en una energía concentrada y que siga los ritmos del mercado. Pretenden convertir el calor del Sol y la fuerza del viento en negro y maloliente petróleo, y que este se consuma lejos de donde se produce, en la privilegiada Babilonia. Encerrar el Sol en una redoma o el viento en una botella no es fácil: el proceso es ineficiente y requiere materiales raros, que ya están comenzando a escasear. Fosilizar la vida es costoso, y el producto final no basta para saciar el hambre pantagruélica de este sistema sinsentido. Al final, seguir por esta vía de matar la vida para meterla en un frasco solo puede llevarnos al colapso y la autodestrucción.
Eficiencia y frugalidad
Frente a este modelo fósil y ecocida, existen otros modelos de transición renovable, viables y vivos, aunque se pretenda hacer creer que no hay alternativa. Son modelos de los que no se habla porque no interesa, aunque si existe alguna salida a nuestra situación actual es a través de ellos. La energía renovable se debe aprovechar allí donde se capta, para evitar pérdidas en su transporte.
Para empezar, la energía renovable se debe aprovechar allí donde se capta, para evitar pérdidas en su transporte. Para seguir, se debe utilizar en la misma forma en que llegue, en vez de convertirla en electricidad o hidrógeno con grandes pérdidas. La energía mecánica del viento y del agua se debe convertir en energía mecánica para mover engranajes: así funcionaban los molinos papeleros, las colonias textiles y algunas metalurgias a principios del siglo xx; también, por supuesto, se debe usar para moler grano y triturar materiales. La energía solar, que es primariamente de tipo térmico, debe ser usada en los domicilios para producir agua caliente sanitaria, cosa que se puede conseguir simplemente con un depósito y unos tubos pintados de negro, capaces de calentar agua incluso con radiación solar difusa. Con un pequeño espejo parabólico, la radiación solar se puede usar para hacer cocinas solares e incluso hornos. En los lugares más insolados del territorio, la energía solar fuertemente concentrada con grandes espejos se puede usar para fundir metales y conseguir las altas temperaturas que se requieren en algunos procesos industriales. Por último, no se debe olvidar la gran fuente de recursos que suponen las plantas, tanto las cultivadas como las silvestres. La gran diversidad de moléculas que nos proporcionan las plantas puede aprovecharse tanto para producir bioplásticos como para sintetizar compuestos que hoy en día se obtienen del petróleo, como por ejemplo los que se usan en las medicinas o en infinidad de reactivos de interés industrial. La materia vegetal, de la misma manera que los residuos orgánicos de cualquier origen, puede aprovecharse en simples biodigestores para producir biogás con múltiples usos energéticos y también materiales (síntesis de polímeros). Incluso se puede usar para producir biocombustibles que se podrían utilizar en motores convencionales. Y eso sin contar con los usos tradicionales de ciertos cultivos como materia prima textil.
¿Quiere decir que se debe renunciar a producir electricidad o incluso hidrógeno? No, por supuesto: se tendrá que producir cierta cantidad de electricidad, útil para muchos de los usos ordinarios actuales, desde pequeños electrodomésticos a los grandes centros de control, y para la iluminación. Y el hidrógeno puede tener un hueco, especialmente en procesos en los que se requiera conseguir una llama de alta temperatura. Pero estas formas de aprovechamiento deben ser complementarias a las expuestas más arriba, y en absoluto las troncales. Y hay un aspecto que es fundamental de todos estos sistemas: la frugalidad del uso. Los sistemas arriba descritos son eficientes y tienen mucho menor impacto ambiental que el sistema de macroparques, pero solamente si su uso es mesurado y adecuado. Así, por ejemplo, una pequeña cantidad de cultivos para biocombustibles puede ser útil y razonable, pero puede crear competencia con la alimentación humana y animal, aparte de esquilmar el terreno, si se intenta sobreescalar. Un uso racional y limitado de la fuerza hidráulica permite crear riqueza y trabajo localmente, pero puede causar alteraciones ecosistémicas e incluso alterar el curso del río aguas abajo si se intenta sobreexplotar. La clave del éxito es la sostenibilidad bien entendida: el uso mesurado y responsable de los recursos que garantice que quienes vengan después también los puedan utilizar. Porque nosotros no somos los propietarios de este mundo, tan solo sus inquilinos provisionales.
Antonio Turiel. Científico y divulgador