La coyuntura nacional española, desde el referéndum del 1-O, no se puede explicar sin tener en cuenta las tensiones territoriales con Cataluña. Cualquier movimiento político se encuentra vinculado, directa o indirectamente, por la irresolución de este conflicto. Así, nos encontramos con la última polémica nacional: el decretazo digital. La red se encuentra inundada de críticas […]
La coyuntura nacional española, desde el referéndum del 1-O, no se puede explicar sin tener en cuenta las tensiones territoriales con Cataluña. Cualquier movimiento político se encuentra vinculado, directa o indirectamente, por la irresolución de este conflicto. Así, nos encontramos con la última polémica nacional: el decretazo digital.
La red se encuentra inundada de críticas hacia dicha ley, propulsadas por las dinámicas de inmediatez que la caracterizan -cortoplacismo, irreflexión y desinformación, algo en lo que todos caemos a menudo-. La mayoría de ellas, relacionadas con la perdida de libertad de expresión en la red, llegan a compararla con la ley mordaza 2.0 que propuso el ejecutivo de Rajoy, ley que pretendía acabar con el anonimato en la red. Si bien es cierto que la ley podría llegar a provocar cierta perdida de libertades según su aplicación -prevenirlo requiere un control judicial, que no político, de su aplicación, el cual ha negociado UP a cambio de su abstención en la diputación permanente para la aprobación del decreto, cediendo con ello la posibilidad de presentar un recurso constitucional para su invalidación-, la aprobación de este real decreto se encontraría primordialmente relacionada con la seguridad nacional.
El «Real Decreto-ley 14/2019, de 31 de octubre, por el que se adoptan medidas urgentes por razones de seguridad pública en materia de administración digital, contratación del sector público y telecomunicaciones» permitirá al gobierno incidir, entre otros, en dos aspectos básicos para la seguridad en clave nacional e internacional:
-En primer lugar y con carácter nacional, el gobierno tendrá la capacidad de interferir en «cualquier infraestructura, recurso asociado o elemento o nivel de la red que resulte necesario para preservar o restablecer el orden público, la seguridad pública o la seguridad nacional.» Es decir, bloquear páginas web o suspender comunicaciones. Realmente, si se legisla como es debido -he aquí el claroscuro de la cuestión-, hablaríamos de un estado de excepción digital, una herramienta cuya finalidad sería la preservación de la voluntad democrática. De esta forma, y bajo el amparo de la constitución, no serían censurados los llamamientos civiles pacifistas, sino aquellos que implicaran acciones violentas o cuestionaran la legitimidad del estado -razón por la que independentistas y Vox han votado en contra, esta ley podría frenar a quienes viven políticamente de la polarización-, ejemplos de ello podrían ser los llamamientos violentos de los CDR o, y más importante dada la ola reaccionaria que vive nuestro país, los llamamientos militares como el realizado por la plataforma tsunami español, un grupo anónimo de militares de extrema derecha que se atrevió a mandar un ultimátum al gobierno español durante las últimas protestas acontecidas en Cataluña. Así rezaba el encabezado de la página antes de ser cerrada por sus propios impulsores:
«Avisamos al gobierno de España:
Militares del Ejército Español exigimos al Gobierno de España, que restablezca el orden en Cataluña enviando todos los medios y personal necesario para ello, de todos los cuerpos de seguridad del estado, para apoyar a nuestros compañeros de Policía Nacional.
Damos de plazo hasta el martes 22 de octubre para anunciar dicho requerimiento.
Si el martes a las 23:59 horas, no vemos ninguna medida, militares unidos de diferentes cuarteles de todo nuestro país, nos reorganizamos para solicitar días de permiso y acudiremos en masa para aplicar el artículo 8 de la constitución española.
El día que juramos bandera, juramos defender nuestro país, a sus ciudadanos y a nuestra bandera, aunque a ello nos cueste la vida».
La militancia tendrá que explicar algún día cómo se cabalgan contradicciones como la de clamar entre bravatas que «al fascismo no se le discute, se le destruye», palabras de Buenaventura Durruti, y al día siguiente exclamar odas a los cielos por la libertad de expresión en contra del decretazo digital, la herramienta legal para censurarlo.
Si bien la ley está por depurar -proceso que la ciudadanía tiene en deuda con UP, pues, recordemos, los morados han supeditado su abstención a su revisión legal, con el fin de garantizar la libertad de expresión- será necesario estandarizar con extrema precisión qué puede ser sujeto de censura. Para ejemplo controvertido el caso de la página web tsunami democratic que se declara «una plataforma de coordinación de acciones pacíficas de desobediencia civil». Juzguen los lectores las implicaciones de la contradicción paz-desobediencia, así como los matices éticos y sus repercusiones ante su posible censura.
En segundo lugar y en clave internacional, el decreto plantea la reubicación desde servidores situados fuera de la UE o en los llamados «paraísos digitales» a Europa de aquellas informaciones sensibles respecto a los intereses de la nación. En un contexto de crisis sistémica, en plena escalada de las tensiones entre EEUU y China por la posición de hegemón mundial, en una Europa que se distancia de su principal aliado histórico -pues Trump avanza con sus aranceles a los productos europeos– y se divide -recordemos la adhesión de Portugal e Italia a la nueva ruta de la seda China, ruta en la que ya está integrada media Europa del este-. En un contexto que nos recuerda a la guerra fría dicho decreto ley pretende salvaguardar la soberanía del estado nacional e internacionalmente. Es decir, evitar injerencias extranjeras. Por tanto, si la motivación inmediata para la creación de la ley se encuentra en el conflicto catalán, su materialización supera con creces las dimensiones de dicha tensión territorial.
Más allá del Real Decreto, la ley frente a la posverdad
La posmodernidad, que tantos y tan frívolos espectáculos de luces y sonidos nos ha traído, no se puede entender sin internet, el nuevo astro rey de los medios de comunicación, atrás quedó la televisión. Si para esta última existía, y existe, una barrera informativa denominada manipulación, en la red, además, es la abundancia la que nos trae la desinformación.
En la sociedad del espectáculo, donde el clickbait abunda y la adicción a la hiperestimulación nos exige emociones rápidas y reflexiones breves, el contenido político -en el más amplio sentido de la palabra- compite por mantenerse en un espacio minúsculo, rodeado de retos virales, filosofía barata, banales recetas de cocina minimalista, fotografías de una egolatría solo comparable a su adicción por el like… A su vez, y para complicar la ecuación, las fake news han entrado en juego. Fruto de una sociedad en la que imperan los valores relativistas, la veracidad ha pasado a un segundo plano. Si las redes sociales son el boca a boca de la posmodernidad, en ellas una mentira puede ser reproducida hasta la saciedad y, pese a que sus consumidores pueden comprobar la veracidad de las noticias con un simple «click», a menudo ciertos sectores de la población las asumen como sus verdades absolutas. Da igual que el resto de sus amistades de Facebook o Twitter destapen su falsedad, el sujeto neoliberal cree en la posverdad, educado en la libertad sin barreras, todo lo consumido se hace realidad, se convierte en verdad. De esta forma, este nuevo sujeto no quiere comprobar la fidelidad de las noticias que consume, quiere que estas le den la razón, que reafirmen su escala de valores o de lo contrario dejará de consumirlas.
Estas nuevas dinámicas requieren un debate profundo en el seno de la sociedad civil, es necesario generar un contrato social respecto al derecho a la información de calidad en la red y su relación con la libertad de expresión. La permisividad, el «todo vale» que impera en el ciberespacio, no es más que el triunfo de la filosofía de libre mercado, la ley del anarcocapitalista, la rentabilidad como único faro. Si las polémicas generadas por un vídeo en defensa del «tierraplanismo» reportan visitas, y por tanto beneficios, a Youtube, la verdad quedará relegada a un segundo plano. A veces, prohibir está bien. Tal vez, sea la hora de decirle a la plataforma que la verdad es un valor jerárquicamente superior a la libertad y que sus beneficios, por sagrados que los crean, solo se obtendrán con el permiso de la voluntad popular. Tal vez, sea la hora de decirle a la ciudadanía que no toda información o creencia es igual de valida, que no siempre todos tenemos razón, que la tierra es redonda y verdad solo hay una.
@HugoCuso
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