Confiesa Gonzalo Berger (Barcelona, 1977) que las conversaciones con su abuelo siendo un niño le inspiraron para ser historiador. Preparando su tesis doctoral, centrada en el fenómeno de las milicias populares, accedió a una amplia documentación en la que aparecía una gran cantidad de nombres de mujeres, colectivo que apenas había sido mencionado a lo largo de su formación académica. A raíz de aquel hallazgo, Berger quiso conocer más acerca de la realidad de las mujeres en la contienda española, llevando a cabo desde entonces y hasta hoy su labor divulgativa mediante proyectos como el Museo Virtual de la Mujer Combatiente, del que es desarrollador, guionizando documentales y publicando artículos y libros, el más reciente Milicianas: la historia olvidada de las combatientes antifascistas (Arzalia Ediciones). «Nuestra tarea buscando y hallando información no tiene fin», asegura.
A través de las páginas de Milicianas usted no se limita a narrar el papel tan importante que desempeñaron las mujeres que lucharon de manera activa durante la Guerra Civil. Va más allá, describiendo los diferentes contextos familiares y socioculturales en los cuales se forjó el carácter de cada una de ellas.
En mis trabajos siempre intento adentrarme en la trayectoria vital de aquellas personas que fueron más anónimas, descubrir y reflejar sus motivaciones y circunstancias personales dentro de un determinado marco histórico. Son aspectos que influyen de algún modo en el recorrido de hombres y mujeres e importantes a la hora de afrontar la investigación.
En su libro remarca que la dedicación de las mujeres al trabajo a tiempo completo, tanto en el hogar como fuera de él, sumado al hecho de carecer de estudios en determinados casos, principalmente en el ámbito rural, dificultó e incluso impidió su acceso a la política
De ahí la importancia de recordar el papel de tantas pioneras que antes del golpe de Estado del 36 ya participaban en la vida pública. Mujeres que, en contra de lo que siempre se ha dicho, no eran únicamente anarquistas, en el sentido más peyorativo de la palabra, sino que se adhirieron a diferentes agrupaciones con un mismo objetivo: exigir derechos en un entorno que les era muy hostil. La Segunda República favoreció, que no otorgó, el que las mujeres pudieran ocupar ciertos espacios. No se les regaló nada. Es más, todo lo tuvieron que conquistar en una sociedad muy patriarcal. Y el fascismo era una amenaza para los logros comunes y de género que estaban consiguiendo, por eso muchas de ellas decidieron participar en la confrontación armada, desafiando así, además, el discurso machista que las minimizaba y las ha minimizado constantemente.
Estas mujeres se encontraron con la hostilidad de sus compañeros al unirse tanto al movimiento obrero como a las milicias
El machismo no era ni es patrimonio de la derecha. También los hombres de izquierda, revolucionarios, eran fruto de una época en la cual no veían a la mujer como a una igual. El ejercicio de la guerra, por ejemplo, estaba en un principio reservado exclusivamente a la masculinidad. Y si bien el gobierno de la República jamás emitió un decreto para expulsar a las mujeres del ejército, es cierto que a medida que fue avanzando el conflicto y se produjo la militarización de las milicias populares los altos mandos de algunas de estas organizaciones consiguieron que muchas mujeres abandonaran la primera línea tras ser sometidas a presiones y campañas de desprestigio, llegando a vincularlas a la prostitución y a la propagación de enfermedades venéreas, como ocurrió en la Columna Sur-Ebro, donde su director, el anarquista Antonio Ortiz, y no Buenaventura Durruti como siempre se ha afirmado, ordenó expulsar a las mujeres del frente de Aragón. Y en el diario oficial de esta unidad, donde se encontraba la flor y nata de los libertarios catalanes, se pueden leer argumentos del escritor Francisco Carrasquer tan absurdos como que las mujeres no tenían agilidad para correr o que no eran capaces de sostener un fusil. Lo cierto es que muchas de ellas mostraron un gran valor y coraje y es probable que a algunos camaradas les doliera el orgullo al mostrar miedo y debilidad ante ellas.
En este sentido, la historia de la miliciana Pepita Laguarda es cuando menos reveladora
Ella es una de las muchas protagonistas del libro. Su pareja, Juan Carvajal, miembro de las Juventudes Libertarias del Poble-Sec y alguien muy entregado a las luchas sindicales de esa época en Barcelona, que estaba realizando el servicio militar cuando se produjo el golpe de Estado, no tenía intención alguna de presentarse voluntario para ir a la guerra. Por el contrario, Pepita, de 17 años, se alistó en la recién formada Columna Ascaso y Juan acabó acompañándola por no ser menos que ella. Y no sólo eso. Combatiendo en Huesca, él simuló estar enfermo mientras ella se subía a un tanque, perdiendo la vida a causa de una herida de bala.
Hay muchísimos casos similares al de Pepita que contradicen la idea generalizada de la mujer marchando al frente detrás de un hombre, y no por iniciativa propia. El de Josefa Inglés, militante al igual que su marido en la CNT, es otro de tantos. Ambos, con dos hijos en común, se unieron a la Columna Durruti. Él murió al poco tiempo y ella, en lugar de regresar con su familia o quedarse en la retaguardia, eligió seguir luchando en el campo de batalla hasta que meses después fue capturada y ejecutada por el ejército sublevado.
También es errónea esa imagen tan extendida de las milicianas como unas jóvenes bárbaras e insensatas. En el Museo virtual de la Mujer Combatiente hay registradas más de cinco mil de muy diversas edades, desde los 14 hasta los 69 años, pero al igual que los hombres que se movilizaron, la gran mayoría de estas mujeres tenían entre 21 y 28 años. Y algunas como Natividad Yarza, maestra y la primera alcaldesa elegida constitucionalmente en todo el Estado, o Libertad Ródenas, mítica sindicalista y anarquista, se alistaron ya mayores. Eran, por consiguiente, totalmente conscientes de las consecuencias nefastas que traería una victoria del fascismo para el pueblo en general y para ellas en particular, como así sucedió.
Con la derrota republicana, llegó la huida.
Sin obviar el peligro que corrían quedándose en España, su futuro aquí se presentaba gris y mediocre por ser mujeres y vencidas. Un grupo numeroso marcharía a Francia, donde algunas formaron parte de la resistencia contra los alemanes. Otras se establecieron en ciudades como Argentina, México o Canadá y allí continuaron vinculadas a la actividad política. Por supuesto, hubo quienes optaron por cerrar esa etapa e intentar sobrevivir. Y aunque fue común en todas ellas la sensación de fracaso, de soledad y nostalgia, en general se sobrepusieron mejor que los hombres, sumidos en la depresión e incapaces de asumir el exilio y de reconstruirse. Muchas se vieron empujadas a aceptar cualquier trabajo con el que poder sacar adelante a sus familias, dejando a un lado sus carreras, aspiraciones y sueños. Renuncias que significaron otra derrota muy importante para estas mujeres excepcionales.