El heterogéneo movimiento social incendió las calles de Francia y puso contra las cuerdas al presidente Macron a finales de 2018, evidenciando la dificultad de una transición ecológica que no tenga en cuenta las diferencias de clase.
El 17 de noviembre, militantes de los chalecos amarillos y del colectivo ecologista Dernière Rénovation rociaron con pintura amarilla la plaza del Arco de Triunfo en París. Hicieron esa acción para conmemorar el quinto aniversario de la movilización de los chalecos amarillos, que puso contra las cuerdas al Gobierno de Emmanuel Macron en diciembre de 2018. Cinco años después de ese movimiento social que surgió en oposición al aumento de una tasa sobre el combustible, esta curiosa unión entre jóvenes ecologistas y simpatizantes de los gilets jaunes cuestiona ciertos tópicos sobre esa heterogénea revuelta. Lejos del estigma de que se trataba de un movimiento climatoescéptico, este favoreció la irrupción de otra sensibilidad sobre la lucha contra el cambio climático: la de una ecología popular.
Pocos movimientos han influido tanto en la historia reciente de Francia como los chalecos amarillos. Aunque no lograron satisfacer sus demandas más maximalistas —aumento significativo del salario mínimo, final de las políticas de austeridad, creación de un referéndum de iniciativa popular…—, sí que obtuvieron la retirada de la ecotasa y un plan de más de 10.000 millones de euros. Fue bastante más que las oleadas de huelgas y protestas sindicales de finales de 2019 y principios de 2023.
Como ya sucedió con el Mayo del 68, hay movilizaciones que pueden fracasar a corto plazo, pero tener una gran incidencia social. Cambian las mentalidades y los sentidos comunes de la época. Los movimientos sociales generan comunidades críticas que proceden a innovaciones conceptuales. Así sucedió con los chalecos amarillos, sobre todo respecto a la urgencia climática.
La lección de esa movilización “no es que la tarificación del carbono sea imposible, sino que hay que hacerlo siendo conscientes de los efectos distributivos”, recordó el historiador económico Adam Tooze. Por un lado, esa revuelta cuestionó las caricaturas erróneas de las poblaciones rurales como más contaminantes. Por el otro, evidenció la necesidad de conciliar justicia climática con social bajo el eslogan “Fin del mundo, fin de mes, misma lucha”, popularizado en Francia desde entonces.
¿Forman parte de una ola climatoescéptica?
Cuando surgieron los chalecos amarillos con las ocupaciones de rotondas y agitadas protestas en la calle, las élites políticas y sus papagayos mediáticos sacaron su habitual artillería despectiva. Los tacharon de “antisemitas”, “homófobos” y sobre todo “climatoescépticos”. “Se trata de tipos que fuman cigarros y que circulan en diésel. No es la Francia del siglo XXI que queremos”, declaró el entonces portavoz del Ejecutivo macronista, Benjamin Griveaux, en unas declaraciones que podrían haberse recompensado con la Palma de Oro del clasismo. La exministra —y candidata en 2021 a las primarias de los verdes— Delphine Batho dijo que ese movimiento es “una manifestación de solidaridad con el lobby petrolero (y que responde a) una lógica profundamente reaccionaria y conservadora”.
Según el politólogo Simon Persico, “el impacto de la tasa carbono sobre los más pobres puede resultar muy importante. Las políticas ecologistas pueden acentuar las desigualdades”
“Al principio, hubo la tentación de presentarlos como contrarios a la ecología. Pero luego se vio que no era cierto. Entre sus manifestantes, había algunos muy interesados por el medioambiente y el cambio climático, sobre todo a través del prisma de la ecología popular”, explica a El Salto el politólogo Simon Persico, profesor en Sciences Po Grenoble y miembro del laboratorio Pacte. Según este experto en ecologismo, las encuestas cuantitativas han reflejado que la actitud de los chalecos amarillos respecto al medioambiente resulta muy similar a la de la población francesa en general: “Algunos de ellos eran muy ecologistas y a otros les interesaba muy poco esta cuestión”.
Esa revuelta destacó por su carácter heterogéneo. Aglutinó a votantes desde la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon (afines a Sumar o Podemos) hasta la ultraderechista Reagrupación Nacional, pasando por muchos abstencionistas y algún elector de Macron decepcionado. Pero si algo la caracterizó desde un punto de vista sociológico, fue la sobrerrepresentación de las categorías modestas rurales. Unas clases trabajadoras que sufren una doble pena ecológica. Son las que menos contribuyen a la contaminación y las que más la sufren en sus lugares de residencia y trabajo. Según Persico, “el impacto de la tasa carbono sobre los más pobres puede resultar muy importante. Las políticas ecologistas pueden acentuar las desigualdades”, además de una estigmatización moral de los pobres.
Durante las últimas décadas, el imaginario ecologista estuvo muy marcado por los partidos verdes, además del proyecto lleno de contradicciones de un capitalismo compatible con la urgencia climática. Eso contribuyó a la valoración social de las prácticas “ecorresponsables”. Es decir, una ecología concebida a partir de gestos individuales —ir en bicicleta, conducir un coche eléctrico, comprar en un supermercado biológico…— mucho más fácilmente al alcance de clases medias y altas de grandes ciudades que de las categorías modestas rurales. Y una parte significativa de las clases trabajadoras, sobrerrepresentadas en los chalecos amarillos, desconfía de esta ideología verde.
“El ecologismo de los pobres”
Aunque sus miembros dependen en gran medida del automóvil en las zonas rurales y periurbanas, tienen, sin embargo, estilos de vida de bajo impacto ambiental. Esto se debe a su menor consumo —de ropa, aparatos electrónicos…— y los pocos desplazamientos aéreos en comparación con las clases medias y superiores. “Hay prácticas en las categorías populares, como el hecho de compartir o reparar los bienes, que son consideradas como cosas de pobres, pero en realidad se trata de prácticas que deberían valorarse positivamente a nivel ecológico”, destaca Persico. Simbolizan el “ecologismo de los pobres”, según el concepto desarrollado por el economista catalán Joan Martínez Alier. Es la ecología de aquellos que saben que es más lógico y óptimo consumir menos que consumir mejor.
Estas categorías modestas rurales reivindican, a su manera, una “ecología popular” y local basada en la autoproducción (cocina, reparaciones, conservas o bricolaje). También destacan por su relación estrecha con la naturaleza y el campo (con el bosque, la horticultura, la cría de pollos, la reutilización del agua de lluvia, el uso de productos de la caza o de la madera). En las zonas rurales populares, estas prácticas se construyen con redes de ayuda mutua e intercambio inestimables para las personas con pocos recursos (trueque de alimentos autoproducidos, economía informal, etc.).
Aunque la desmovilización predominó en los chalecos amarillos desde el verano de 2019, algunos grupos más resilientes continuaron protestando y reuniéndose en rotondas, convertidas en espacios de politización y vínculos sociales. Otros también impulsaron jardines-huertos colectivos, distribución de cestas de frutas y verduras para los más vulnerables. O se sumaron a otros colectivos ecologistas para oponerse a proyectos nocivos con el medioambiente, como almacenes de Amazon.
El grupo de los verdes presentó en abril en la Asamblea Nacional una propuesta de ley para prohibir los jets privados, finalmente rechazada
“Los chalecos amarillos repolitizaron el hecho de que no se puede pensar la ecología sin tener en cuenta las desigualdades sociales y de clase”, recuerda Persico. Los economistas Lucas Chancel y Thomas Piketty señalaron en un importante estudio de 2015 que 10% de los individuos más acaudalados en el mundo eran responsables de casi la mitad de las emisiones totales. El 1% de los más ricos, viviendo en los países menos cumplidores con las reglas climáticas, representan los mayores productores de gases de efecto invernadero. Emiten al menos nueve veces más que la media, es decir, más de 200 toneladas de CO2 por persona al año. Los estudios econométricos demuestran que los hogares con menores ingresos contribuyen en menor medida al calentamiento global.
El interés (frustrado) de la izquierda
Para intentar salir del atolladero de esa crisis a finales de 2018, el Gobierno de Macron respondió de manera astuta: con la organización de la Convención Ciudadana por el Clima. Esa asamblea, compuesta por 150 ciudadanos elegidos al azar, elaboró una batería de 150 medidas para conciliar justicia climática con la social. Entre sus propuestas, resultaba palpable la necesidad de tener en cuenta las diferencias de clase. Por ejemplo, con la creación de un impuesto especial del 4% sobre los dividendos de las empresas con beneficios superiores a 10 millones de euros para financiar medidas de transición climática. O con un aumento significativo de las tasas sobre el combustible de los aviones privados.
No obstante, el Ejecutivo macronista demostró su incapacidad para desmarcarse de su ADN neoliberal y rechazó la mayoría de esas medidas. Apenas aplicó poco más de un 10%, según un recuento del diario digital Reporterre. Eso no impidió que muchas de esas propuestas hayan estado presentes en el debate político francés en los últimos años. El grupo de los verdes presentó en abril en la Asamblea Nacional una propuesta de ley para prohibir los jets privados, finalmente rechazada. Todas las formaciones de izquierdas apuestan por la creación de un impuesto especial sobre la riqueza para financiar la transición climática, una medida incluso retomada por la formación de centro MoDem.
“Para la izquierda, resultaría un avance si lograra una alianza entre los movimientos sociales tradicionales y los chalecos amarillos”, destaca Persico, sobre el interés de las formaciones progresistas por estos sectores. Priscillia Ludosky, impulsora de una petición contra el aumento de la tasa carbono que originó la revuelta de 2018, formará parte de la lista de los verdes en las próximas europeas. El Partido Socialista dedicó su última Universidad de verano a cómo reconciliarse con estas categorías modestas. Y el diputado François Ruffin —uno de los más mediáticos de la izquierda insumisa— apuesta por recoser los afectos con esa Francia, a pesar de que el núcleo duro del partido Mélenchon prefiere concentrarse en las “banlieues”.
“La reconquista del voto popular rural” debe ser “la prioridad absoluta del bloque social-ecológico”, afirman los economistas Thomas Piketty y Julia Cagé en el libro Une histoire du conflit politique. Publicado en septiembre, esta obra sobre la historia electoral y política de Francia alimentó un interesante debate en la gauche sobre las motivaciones materiales de los votantes de ultraderecha, así como la manera en que la izquierda podría reconciliarse con ellos. Una estrategia que, según Piketty y Cagé, serviría para que la izquierda superara su debilidad actual. Apenas representa un tercio del electorado galo.
A pesar de que muchos votantes de las zonas rurales puedan tener fuertes motivaciones materiales, lo que parecen ignorar Piketty y Cagé es la dificultad de seducirlos con un simple argumentario económico. La mayoría de ellos se encuentran muy alejados en términos de valores culturales del electorado progresista. La ultraderecha de Marine Le Pen dispone de una gran implantación en esos sectores rurales y periurbanos: el 75% de su voto proviene de allí. Y el 85% de sus electores se reivindican como “racistas” o sitúan los motivos xenófobos en el centro de su voto.
El canto de las sirenas de la xenofobia dificulta la reconciliación de la izquierda con sus electorados múltiples y sus intereses no siempre conciliables: los jóvenes urbanos, las minorías de los barrios multiculturales y el electorado obrero y rural. Unas diferencias que obstaculizan la construcción de un bloque del ecologismo popular.
Aldo Rubert. @aldo_rubert. Enric Bonet. @EnricQuart
Fuente: https://osalto.gal/francia/ecologismo-pobres-huella-cultural-chalecos-amarillos-cinco-anos-despues