En los años setenta, como en muchos pueblos valencianos, una persona decidió dedicarse al negocio de la comercialización de frutas y verduras, actividad que, en esos tiempos, se centraba en adquirir productos agrícolas de la comarca, almacenarlos, clasificarlos y, posteriormente, venderlos en los comercios de los pueblos. Seguro que a base de muchas horas y […]
En los años setenta, como en muchos pueblos valencianos, una persona decidió dedicarse al negocio de la comercialización de frutas y verduras, actividad que, en esos tiempos, se centraba en adquirir productos agrícolas de la comarca, almacenarlos, clasificarlos y, posteriormente, venderlos en los comercios de los pueblos. Seguro que a base de muchas horas y buena atención, el negocio prosperó adecuadamente; y así hasta que los descendientes de la persona que lo fundó se hicieron cargo del mismo.
Los hijos, con energías jóvenes, ampliaron el radio de acción, y consiguieron suministrar a los supermercados que iban emergiendo por la región. A la vez, expandían también su radio de compra por la provincia para poder conseguir el máximo de productos y variedades para cubrir las necesidades de sus exigentes clientes.
La expansión fue progresiva hasta los años noventa, cuando su empeño encontró una gran recompensa: se convirtieron en interproveedores de Mercadona; es decir consiguieron una relación de exclusividad con esta empresa para algunos productos, pongamos por caso, melones y sandías. Eso fueron palabras mayores. Todos los melones y todas las sandías que lograban adquirir -incluso comprando por todo el país-, todos, se los compraba Mercadona.
Con mucho efectivo en sus cuentas corrientes y capacidad de inversión, el paso siguiente fue fácil de consensuar: ¿Por qué depender de las producciones de otros? En pocos años, la antaño comercializadora de frutas se convirtió en una gran propietaria de terrenos agrícolas repartidos por toda España y en la empresa líder de la producción de melones y sandías. De hecho, incluso compraron las tierras de algunos de sus antiguos proveedores, que pasaron a ser simples peones asalariados. Y si, aún de tanto en tanto, tenían que comprar melones y sandías a otros agricultores, estaba claro que el precio lo fijaban ellos.
A más crecimiento de Mercadona, más crecimiento para esta empresa, que se había conseguido posicionar como marca de referencia en estos dos productos. Pero, como el crecimiento es una adicción, Mercadona y ellos se preguntaron: ¿Por qué nuestros clientes no pueden comer sandías y melones todo el año? En realidad esta cuestión es un eufemismo de la pregunta real: ¿Por qué no podemos seguir generando ingresos vendiendo melones y sandías todo el año?
La década pasada, la empresa en cuestión -con una palmadita en la espalda de la propia Mercadona- salió a hacer las Américas buscando tierras y climas donde producir melones y sandías todo el año: en concreto, melones en Senegal y sandías en Panamá.
¿Y cómo continua la historia? Es apasionante y la leeremos en la prensa a finales de este mes de mayo o ya metidos en junio -con toda seguridad- cuando los sindicatos agrarios lancen mensajes de denuncia y de fuertes críticas a la administración, porque el precio de los melones y las sandías habrá caído hasta precios tan bajos que mejor será que se pudran en el campo, porque con esos precios no podrán ni pagar los costes. Durante esos mismos meses que son el tiempo de los melones y sandías locales, circularán por las redes fotografías de melones y sandías vendidos en Mercadona mostrando en la etiqueta que su procedencia es Senegal o Panamá respectivamente. Y solo se tratará de enlazar ambas noticias, exactamente igual que hicimos con la crisis de los cítricos este pasado invierno.
El análisis más fácil culpabilizará a la competencia desleal de estos terceros países cuando la causa real se llama «efecto Mercadona».
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