Desde 1998, España es el único Estado miembro de la Unión Europea que permite el cultivo comercial de organismos modificados genéticamente (OMG), concretamente, el maíz transgénico Bt176. A día de hoy, los únicos datos de los que se dispone son los que las multinacionales vendedoras de semillas han facilitado a la Administración española. Y en […]
Desde 1998, España es el único Estado miembro de la Unión Europea que permite el cultivo comercial de organismos modificados genéticamente (OMG), concretamente, el maíz transgénico Bt176. A día de hoy, los únicos datos de los que se dispone son los que las multinacionales vendedoras de semillas han facilitado a la Administración española.
Y en función de los mismos, la superficie actual de maíz transgénico alcanzaría, según la organización ecologista Greenpeace, unas 32.000 hectáreas, lo que se traduciría en una producción de 300.000 toneladas de maíz transgénico al año. Pero este tipo de maíz transgénico, el Bt176, supone solamente alrededor de un 5% de los transgénicos que se consumen en este país. España, según Greenpeace, importa anualmente unos 6 millones de toneladas de soja (de las cuales aproximadamente 4 millones son transgénicas), y entre 3 y 4 millones de toneladas de maíz (más de un millón transgénicas).
Apuntar a EE UU
Carlos Sentís, doctor en Ciencias Biológicas y profesor titular del área de Genética en la Universidad Autónoma de Madrid, durante una de las sesiones del curso ‘Una agenda para la próxima legislatura comprometida con los derechos humanos, la lucha contra la pobreza y el respeto al medio ambiente’, celebrado esta semana en El Escorial, aseguró no entender por qué España se ha erigido en el «adalid de los transgénicos» en Europa. «No pueden ser razones productivas ni económicas, porque se caen por su propio peso, así que evidentemente son razones políticas», apuntando con sus afirmaciones directamente a los Estados Unidos, el mayor productor de transgénicos del planeta.
«Con el nuevo Gobierno espero que haya un cambio de postura», afirma Sentís. Y a juzgar por los hechos, algo de cambio ya habido. A pesar de que la Comisión Europea -con el visto bueno de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria-, haya autorizado recientemente la importación de maíz transgénico NK-603 tras la demanda del grupo Monsanto, España -que con el Partido Popular siempre votó a favor en la aprobación de transgénicos en Europa-, se ha abstenido en esta ocasión. «A mi me parece que es un cambio de postura tímido porque la postura española tiene que ser no», dice Sentís. «Es un avance relativo, pero no es el avance que tiene que darse».
Según el ex director de la Agencia Europea de Medio Ambiente, tal y como ha señalado la nueva ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, «la actitud y los planteamientos de España van a cambiar completamente». Narbona ha expresado su preocupación por que España se esté convirtiendo en el gran laboratorio de las multinacionales de transgénicos.
«Hay quienes opinan que estos organismos no deben suscitar ninguna preocupación y otros científicos, más independientes de las líneas de investigación que financian las propias empresas transgénicas, que tienen otra opinión», subraya la ministra.
El Gobierno pretende consultar, por tanto, a «investigadores independientes» sobre los riesgos que plantean los cultivos de OMG, porque España es, según la propia Narbona, «el gran granero de maíz transgénico de Europa».
Casos de contaminación
En 2001, se hallaron determinadas cantidades de OMG en las cosechas de tres explotaciones ecológicas en Navarra, dos de maíz y una de soja. Como consecuencia de la contaminación, esas cosechas no pudieron venderse en el mercado ecológico. Desde el punto de vista medioambiental hay riesgos muy significados que la propia Agencia Europea de Medio Ambiente describió ya en su momento, como los «riesgos de polinización cruzada» (los riesgos de contaminar otras cosechas existentes), la contaminación del suelo o la desaparición de biodiversidad .
Los impactos del maíz transgénico cultivado en España no han tardado en aparecer. Contaminaciones de campos no transgénicos, aumento de resistencia en insectos, pérdidas de producción, daños a animales que no son la ‘plaga’ que se supone que se quiere matar con el maíz transgénico insecticida, etcétera. «Y eso es tan sólo la punta del iceberg», apunta Sentís. Porque como decía Hipócrates: «Somos lo que comemos».