1. Por qué meterse en este jardín Tomando como excusa un artículo publicado en El País por Javier Tajadura, he decidido escribir unas reflexiones sobre cómo se resuelve en la Constitución Española de 1978 (CE) el tema de la nación española y las «nacionalidades» que acoge en su seno; después de elaborar y difundir una […]
1. Por qué meterse en este jardín
Tomando como excusa un artículo publicado en El País por Javier Tajadura, he decidido escribir unas reflexiones sobre cómo se resuelve en la Constitución Española de 1978 (CE) el tema de la nación española y las «nacionalidades» que acoge en su seno; después de elaborar y difundir una versión provisional, he decidido que valía la pena ser un poco más exhaustivo y sistemático. Esto además me ha permitido precisar y corregir algunas cosas. Evidentemente no puedo entrar en excesivo detalle, puesto que de lo que se trata es de presentar una reflexión manejable y no un tratado ilegible, y tampoco sé si puedo nadar en aguas constitucionales de más profundidad que estas. Pero si este texto suscita alguna reacción o debate y resulta necesario detenerse más en algún aspecto concreto, haré lo que pueda para dar una réplica adecuada.
Aunque desde luego no soy un experto constitucionalista, se trata de un tema que me interesa y sobre el cual leo todo lo que puedo. Especialmente vista la importancia que tiene la crisis del modelo territorial para el momento político actual en España. Tal vez precisamente porque no cargo con la responsabilidad y el bagaje propios del experto, puedo permitirme piruetas argumentales y razonamientos que alguien cuyo prestigio académico o profesional está en juego no puede asumir con tanta ligereza. Al mismo tiempo, sin embargo, creo que lo que planteo no está demasiado alejado de lo que defienden los juristas vascos de la órbita del PNV, que como «voces expertas» tendrán más legitimidad que la que yo tendré nunca.
El artículo de Tajadura me ha animado a escribir estas líneas porque creo que esta es la primera vez que, leyendo un artículo suyo, mi desacuerdo con él no es solo político sino, ante todo, estrictamente jurídico. Las dos afirmaciones fundamentales que él presenta y que a mi juicio yerran son las siguientes: que la «nación de naciones» es incompatible con la «nación cívica»; y que en la CE las «nacionalidades» no son un elemento constitutivo del Estado. La primera afirmación se desmiente por sí misma a través de los ejemplos constitucionales de Ecuador y Bolivia, que el propio Tajadura menciona, salvo que alguien pretenda decir que ambas constituciones violan los principios de igualdad y libertad ciudadanas. La segunda afirmación es la que merece una respuesta.
La cuestión del reconocimiento del derecho de autodeterminación en España es un problema político, pero el rigor jurídico es imprescindible: ya desde los tiempos de los jacobinos sabemos que el supuesto «derecho de desobediencia» se vuelve en favor de la reacción tan pronto como la revolución triunfa. Por eso, reconociendo todas las imperfecciones y problemas de nuestro orden constitucional y de nuestro marco jurídico, también creo que es necesario preservar tan intacta como sea posible una herramienta de transformación tan útil como el Derecho. Incluso si el objetivo político último es una transformación política y social tan profunda que el propio Derecho tal y como lo concebimos actualmente dejará de tener sentido.
2. El soberano y los soberanitos
Normalmente la cuestión constitucional sobre la nación y las nacionalidades en España se explica aludiendo al artículo 2 de la CE. Este artículo habla de la nación española y su indisoluble unidad, y al mismo tiempo reconoce la existencia de las nacionalidades. Sin embargo, apenas clarifica en nada la relación entre ambas. Lo único que permite entender mejor el significado de este artículo es recurrir a otros contenidos de la CE. Concretamente el Cap. 3º del Título VIII, la Disposición Adicional Primera, y las Disposiciones Transitorias Primera y Segunda. Lo que sigue es el sentido que le doy, y no porque se me haya ocurrido, sino porque sé leer por mí mismo y porque he leído a diferentes juristas (a los que por desgracia no sabría citar) plantear cuestiones parecidas:
Lo primero que hay que subrayar es que la CE se declara heredera y reconocedora de una historia constitucional previa. Lo «curioso» (creo que no hace falta explicar por qué) es que no hay referencias explícitas a la Constitución de 1931, pero sí se mencionan los derechos históricos, los fueros y los Estatutos de Autonomía (ver las Disp. Adicional y Transitorias antes citadas). La legitimidad de este conjunto de normas e instituciones es preconstitucional. Su validez jurídica, sin embargo, se supone que la funda ex novo la propia CE. Es una situación paradójica: hay unas normas e instituciones cuya legítima vigencia se reconoce por razones históricas, pero su legalidad es nueva. Esta es una paradoja relativamente normal, en realidad: todo cambio constitucional acepta leyes e instituciones previas bajo principios jurídicos nuevos.
Lo peculiar de este caso es que mediante esta operación lo que se está reconocimiento es una capacidad territorial y competencialmente circunscrita de autogobierno. Y la introducción del término «nacionalidad», que trae ecos de la URSS. Como además no se establece de forma nítida y cerrada la diferencia entre nacionalidades y regiones, tenemos que es el propio devenir histórico y político de nuestro país el que va marcando la pauta: las regiones devienen nacionalidades tan pronto como se dan las condiciones políticas para plantear tal reivindicación. O sea que en la práctica es una distinción fútil y, por comodidad, podemos hablar de nacionalidades simplemente.
Es decir, y aquí es donde entramos en harina realmente, que la CE plantea la existencia de un soberano grande, la nación española, que reconoce la existencia en su seno de soberanos pequeñitos, las nacionalidades. La contrapartida de ese reconocimiento es que las nacionalidades aceptan su subordinación a la nación, además de la indisolubilidad de ésta. Ahora bien: esa subordinación de los soberanitos al soberano no se basa en una relación de «ordeno y mando». Es una subordinación negociada, y esto debería resultar claro para cualquiera que se lea el Capítulo 3º del Título VIII. Los límites en los que se mueve esa negociación, y que garantizan la efectiva subordinación de los soberanitos al soberano, son las competencias exclusivas de la administración central (art. 149). El resultado de esas negociaciones son los Estatutos de Autonomía (ver arts. 143 a 147). Lo explico, por si acaso:
Si la soberanía española reside en las Cortes, no cuesta mucho razonar que las sedes de las pequeñas soberanías a las que se refiere la CE son los Parlamentos Autonómicos. Repito lo que he planteado en el párrafo anterior: esos Parlamentos son «soberanitos» porque la soberanía nacional se lo permite, pero se lo permite porque se reconoce el hecho histórico, objetivo, de que esos soberanitos existen. Entonces, el proceso legislativo de elaboración de un Estatuto es como una especie de proceso constituyente en miniatura, que tiene un funcionamiento bastante lógico, considerando el principio esencial del Estado autonómico del cual partimos, repito de nuevo: la subordinación negociada de los soberanitos, cuya existencia se reconoce jurídicamente como un hecho histórico objetivo, al soberano.
Primero, el Parlamento Autonómico debate y aprueba un borrador de Estatuto. El Estatuto, «norma institucional básica» de cada Comunidad Autónoma dentro del marco de la CE (art. 147), no puede entrar en vigor inmediatamente, ya que la decisión del soberanito tiene que ser revisada y aceptada por la decisión del soberano grande al cual ha aceptado someterse. Por eso se remite a las Cortes el proyecto de Estatuto, y las Cortes lo debaten. Entonces se han pronunciado los dos soberanos, y el proceso negociador se da por concluido, excepto en los casos de las Comunidades Autónomas en las que además se prevé un referéndum autonómico para verificar la conformidad del soberanito con la del soberano. Fíjese bien el lector en cuál es el orden de los factores, que en este caso sí altera el producto: primero el Parlamento Autonómico, y después el Parlamento español, no a la inversa, ni solo el segundo. Si encima es necesario un referéndum, mayor razón para afirmar que se trata, en toda regla, de un proceso negociador.
Se puede plantear que, puesto que los Estatutos de Autonomía son aprobados por las Cortes como leyes orgánicas (art. 147), también deben estar sujetos, igual que toda otra ley al control del Tribunal Constitucional (TC). Lo que también es evidente es que no se trata de una ley orgánica cualquiera, puesto que no se trata de una decisión unilateral de las Cortes. Un Estatuto de Autonomía es, por el contrario, el resultado de una negociación cuyo punto de partida es el acuerdo alcanzado por los miembros de un Parlamento Autonómico en el que reside una soberanía pequeñita.
Esta peculiaridad probablemente no justifique eximir a los Estatutos de Autonomía del control constitucional por parte del TC. Pero sí es suficientemente importante como para pensar que lo lógico es que el TC se pronuncie sobre la constitucionalidad del Estatuto antes de que las Cortes aprueben la propuesta recibida desde un Parlamento Autonómico, y no después.
Parece que el legislador, el día que tenía que discutir este tema, andaba pensando en otra cosa. De hecho, van dos veces que está pensando en otra cosa, porque el recurso previo de inconstitucionalidad ante el TC, que es posterior a la aprobación en el Congreso y la publicación en el BOCG pero anterior a la entrada en vigor (lo cual no está del todo mal, pero tal vez es mejorable), ha sido legislado ya dos veces: primero en 1979, en la LOTC; después fue suprimido en 1985; y fue recientemente restaurado en la LO 12/2015.
Sea como fuere, lo que creo que resulta evidente, a la luz de lo que he planteado, es que, en su revisión de un Estatuto ya aprobado en los dos Parlamentos, el TC no puede imponer modificaciones sustanciales. Si lo hace, quiebra la condición bajo la cual el soberanito acepta subordinarse al soberano a cambio de reconocimiento, que es que ambos tienen que negociar los términos de esa subordinación.
3. La reforma del Estatut y la destrucción del consenso interpretativo
Y esto me lleva a uno de los principales problemas que tiene el artículo de Tajadura. Si él tiene razón, si las «nacionalidades» son meras «naciones culturales» y no son un elemento constitutivo del Estado, la disputa política sobre la reforma del Estatut queda reducida a un berrinche injustificado por parte de la Generalitat. Y por tanto desaparece prácticamente toda posibilidad de entender una de las principales causas de la crisis territorial española, y concretamente del caso catalán.
La interpretación constitucional que he propuesto nos da una visión distinta de lo que ocurrió en el caso de la reforma del Estatut. El Parlamento Catalán planteó un texto reformado. No entro a valorar si ese texto reformado se ajustaba a los límites fijados por la Constitución, porque en el fondo es indiferente. Es indiferente porque lo importante es que las Cortes, es decir, la institución depositaria de la soberanía nacional, tomo en consideración ese texto reformado, aplicó los cambios que consideró pertinentes, y lo aprobó. Y es entonces cuando el Tribunal Constitucional entró en escena (¡después del referéndum!) e hizo precisamente aquello que a cualquiera con dos dedos de frente le habría parecido una temeridad.
El problema es que una cosa tan importante para el orden constitucional español como la naturaleza de la relación entre el soberano nacional y los soberanitos que acoge en su seno no está explicada exactamente negro sobre blanco. Eso de que haya cuestiones constitucionales cruciales que no queden explicitadas sino sujetas a la prevalencia de un consenso interpretativo implícito no es extraño en el derecho constitucional. Lo que debería extrañarnos es la frecuencia con la que eso ocurre en la CE. Y que ese consenso interpretativo se rompiera.
Cuando se negoció el nuevo Estatut, de hecho, me da la impresión de que en general todo el mundo tenía muy claro cuál era ese consenso interpretativo, cuyo contenido esencial debía ser aproximadamente el que yo he tratado de explicar. Lo que ocurrió fue que el Partido Popular, cegado por la arrogancia política del «aznarato» y por su rechazo visceral a Zapatero, trató de imponer una modificación unilateral de ese consenso interpretativo. No pudo hacerlo en las Cortes ni en términos de opinión pública, así que recurrió al TC. Como ese consenso no estaba explicitado en ningún sitio, todo el mundo tenía la sensación de que algo se podía romper, pero era muy difícil señalar exactamente qué.
Alguien podrá plantear que todos o parte de los promotores de aquella reforma ya trataban con ella de forzar los límites del equilibrio constitucional entre soberano y soberanito, pero si esa hubiera sido la intención habríamos entrado ya entonces en una espiral de choques frontales permanentes como la que tenemos en la actualidad. En todo caso, además, el lugar en el que esa supuesta intención dolosa debía haber sido detectada y neutralizada es el Parlamento español, que en todo caso sí modificó contenidos importantes de la propuesta planteada por el Parlamento Catalán.
Aquella negociación conflictiva, rechazada abiertamente por la derecha nacionalista española, supuso la ruptura del consenso implícito previo pero no fue capaz de reemplazarlo por otro nuevo. En su lugar quedó simplemente la imposición parcial de una nueva lectura, totalmente verticalista, de la relación constitucional entre la nación española y las «nacionalidades». Esa nueva lectura se manifiesta también en las políticas recentralizadoras del PP, que han sido ampliamente criticadas, y que demuestran que la lectura actualmente imperante de la CE a este respecto impera sobre todo gracias la fuerza y no a la persuasión.
4. Sobre la posibilidad de un referéndum
Alguien podrá objetar que, si lo que digo es correcto, entonces el proceso catalán de independencia unilateral tendría que gozar de mayores apoyos en el resto del país. Pero no es así. Esta interpretación del asunto permite entender la postura actual de la Generalitat, no tiene por qué justificarla automáticamente. De hecho, creo que la interpretación que he defendido hasta aquí hace perfectamente viable un referéndum que permita el ejercicio del «derecho a decidir» como paso previo de un eventual ejercicio del «derecho de autodeterminación» con todas sus consecuencias.
El punto de partida es que, efectivamente, no se puede celebrar solamente en Cataluña una consulta relativa a la independencia. No cabe duda de que esa pregunta se refiere a la unidad de la nación española, que la CE declara indisoluble. Pero es posible realizar un referéndum consultivo en todo el Estado (art. 92).
Los aspectos más importantes de dicho referéndum serían, obviamente, la pregunta que plantear y las pautas para determinar cuál ha sido el resultado de la votación. La pregunta no puede versar directamente sobre la independencia, porque de nuevo nos encontramos con los límites del artículo 2. Pero sí puede preguntar por la disposición o la voluntad de iniciar las negociaciones políticas y procedimientos constitucionales necesarios para que el derecho de autodeterminación pueda ser ejercido.
En lo tocante a la interpretación del resultado, la rareza sería en este caso que habría que considerar el resultado no solamente a nivel nacional, sino también a nivel autonómico, para considerar a la vez al soberano y a los soberanitos. Eso implicaría probablemente ajustar también a cada escala, considerando incluso las diferencias entre las Comunidades Autónomas con más y menos competencias, los umbrales de participación y de elección por el «Sí» o por el «No». Probablemente esto también requeriría crear un censo ad hoc para hacer posible que ciudadanos que han vivido en más de una Comunidad Autónoma puedan elegir en cuál de ellas quieren votar.
Tiene sentido hacerlo así, y no preguntar por el derecho de autodeterminación de Cataluña y considerar los resultados solamente a nivel nacional y en Cataluña puesto que el reconocimiento constitucional del derecho de autodeterminación tiene efectos para todas las «nacionalidades» a la vez y no solo para una. Y porque no es posible establecer de forma clara e inalterable qué regiones constituyen «nacionalidades» y qué regiones no.
Dos no se pelean si uno no quiere; pero, si uno no quiere, dos tampoco bailan. Esta es una de las principales complicaciones:
Si el resultado del referéndum es favorable a escala nacional y también lo es a nivel autonómico, no hay duda sobre el paso siguiente. Es necesario iniciar el procedimiento de reforma constitucional, eliminar la referencia a la indisolubilidad de la nación española, y regular los términos del ejercicio del derecho de autodeterminación. A partir de ese momento, en determinados supuestos, una Comunidad Autónoma podría celebrar un referéndum de secesión.
Si el resultado del referéndum no fuera favorable a escala nacional ni autonómica, tampoco cabría la menor duda acerca del paso siguiente: no urge una reforma constitucional para posibilitar el ejercicio del derecho de autodeterminación.
El problema, como anticipaba, sería que se diera una situación mixta: por ejemplo, que a nivel nacional o que en algunas Comunidades Autónomas el resultado no sea favorable, mientras que en otras sí lo sea. Sería un dato difícil de encajar, que constataría en cualquier caso la crisis del modelo territorial y que abocaría, igualmente, a abrir la discusión sobre una reforma constitucional aunque, probablemente, no prospere.
Entrando en el campo de las intuiciones sociológicas, creo que la situación más probable sería un holgado resultado a favor en las Comunidades Autónomas en las que la conciencia nacional es más fuerte (el País Vasco, Cataluña, Navarra, Baleares, Valencia, eventualmente Galicia y Canarias…) y una situación más o menos ajustada en las demás, lo cual supondría que a nivel estatal también habría un resultado favorable al sí. El ajuste de los umbrales de participación y voto podría servir para evitar que un resultado de estas características, si efectivamente es el más probable, dé lugar a un bloqueo.
Se pueden plantear dos objeciones. La primera es que el proceso de reforma constitucional es tan complejo que nadie asumirá nunca el riesgo político correspondiente. Mi respuesta es que la situación está alcanzando tal gravedad que lo que realmente es un riesgo político es aferrarse a la indisoluble unidad de España o a la vía unilateral. Es más: estamos en un contexto en el que aquélla fuerza política que sea capaz de plantear, de forma creíble, su determinación de acometer una reforma constitucional profunda, concreta y bien detallada, puede conseguir un significativo apoyo popular.
Y aún hay un dato más que debemos tener en cuenta. Si realmente se viera que, por razones de urgencia o de cualquier otro tipo, no se puede asumir el procedimiento de reforma constitucional tal y como viene dado, existe una llave maestra que, en condiciones de extraordinario clamor popular, puede ser legítimo utilizar:
Como se sabe, el Título X de la CE, establece dos procedimientos de reforma. Uno fácil (art. 167) y otro difícil (art. 168). El fácil se aplica a todas las disposiciones constitucionales salvo aquellas que, por su especial trascendencia, se entiende que tienen que ser modificadas siguiendo el procedimiento difícil. El propio artículo 168 es el que enumera esas disposiciones de especial trascendencia, y omite desde luego una enormemente importante: la regulación del propio procedimiento de reforma. Esta es la «llave maestra», el «botón rojo», que por acción o por omisión prevé nuestro diseño constitucional: se puede aplicar el procedimiento simple (art. 167) para modificar el Título X en su conjunto. Evidentemente es una maniobra políticamente arriesgadísima, pero tal vez una situación tan crítica como la del orden constitucional actual la haga necesaria. De hecho, si efectivamente el orden constitucional vigente está herido de muerte, la gran disputa política de estos años es quién va a conseguir primero conformar un bloque político y social mayoritario suficientemente sólido y aplastante como para poder hacer un uso aceptable de ese recurso excepcional. Puede ser la revolución democrática y radical, o la reacción autoritaria y conservadora.
La segunda objeción es que, si esta solución fuera tan «sencilla», ya se habría puesto en marcha. Especialmente porque estamos en una situación en la que parece que el problema es irresoluble porque se ha convertido en un conflicto entre quienes quieren aplicar la ley de la forma más restrictiva posible en nombre de la nación española y quienes quieren saltársela porque la voluntad política todo lo puede. Mi respuesta es que, de hecho, el sector dominante de las elites españolas, sean españolistas o no, considera conveniente mantener la actual situación de conflicto.
El auténtico problema que tiene la fórmula refrendaria que he propuesto es que, tanto si falla el primer referéndum consultivo (que no creo) como si no prospera después un referéndum se secesión (que es probable), lo que hay que negociar con mucha atención es cuánto dura el período de tregua entre una de estas votaciones y el momento en que haya que medir de nuevo la temperatura del independentismo periférico y/o del centralismo españolista.
Lo más apropiado sería establecer un doble criterio: uno regular, que podrían ser 28 años (siete legislaturas), dado que pasaron unas tres décadas desde la aprobación de la CE hasta que tuvo lugar la disputa sobre el Estatut; y otro extraordinario, si lo piden, antes de que pasen esos 28 años, un número determinado de ciudadanos (al modo de una ILP) o una mayoría parlamentaria cualificada, o un número significativo de gobiernos autonómicos. Se podría entrar en mucho detalle, planteando criterios más estrictos cuanto menos tiempo haya pasado desde la celebración de la última consulta, y más suaves cuanto menos tiempo quede para la celebración de la siguiente.
Lo importante desde un punto de vista político es que la institucionalización de la disputa territorial puede ser un estupendo balón de oxígeno para la lucha de clases. Esos períodos de tregua son ocasiones perfectas para que la revolución democrática y radical avance gracias al impulso proporcionado por las demandas de reconocimiento del derecho de autodeterminación. El conflicto eterno en el que nos encontramos actualmente es una herramienta perfecta para matar las luchas sociales, que son comunes a todos los pueblos de España, de aburrimiento, y es la mejor solución que tienen quienes nos gobiernan para tratar de prolongar la vida del orden vigente o, en su defecto, para poder dar rienda suelta a una reacción autoritaria.
He aquí, para quienes disfrutan las discusiones bizantinas, la razón por la que el leninismo apoyaba y defendía, a inicios del siglo XX, el derecho de autodeterminación.
Blog del autor: http://fairandfoul.wordpress.com/
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