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El estado de Israel, historia y presente de un conflicto

Fuentes: Rebelión

«Yo decido quién es judío» (Goebbels, 1941)   «Los palestinos no existen» (Golda Meir, 1967)   En una Asamblea General de la recién creada Organización de las Naciones Unidas, llevada a cabo en setiembre de 1947, se incluyó en su temario la espinosa «cuestión palestina», encargándose la creación de una comisión especial para tratar el […]

«Yo decido quién es judío» (Goebbels, 1941)

 

«Los palestinos no existen» (Golda Meir, 1967)

 

En una Asamblea General de la recién creada Organización de las Naciones Unidas, llevada a cabo en setiembre de 1947, se incluyó en su temario la espinosa «cuestión palestina», encargándose la creación de una comisión especial para tratar el tema. Tanto EE.UU. como la U.R.S.S. se presentaban ya favorables a un posteriormente llamado «Plan de Partición» (influyendo en este sentido sobre sus países aliados), mientras que la potencia que ostentaba aún el Mandato de Palestina -Gran Bretaña- mostraba sus recelos hacia esta salida a pesar de su conocida y pública intención de poner fin a su administración de la zona. El plan fue presentado a la Asamblea General y sometido a votación, donde se aprobó por la mayoría requerida del 2/3 de los votos el 29 de noviembre de ese mismo año. El resultado fue de 33 votos a favor (EE.UU. y la U.R.S.S., más los países de Europa, América y Oceanía), 13 votos en contra (los países del Oriente Próximo y Asia) y 10 abstenciones, entre ellas Gran Bretaña (Martínez Carreras: 1991). Casi seis meses después, en las últimas horas del 14 de mayo de 1948, tropas y administrativos ingleses emprendían su retirada de Palestina. A las 0 hs. del día siguiente se proclamaba el Estado de Israel.

El presente trabajo tiene como objeto a este estado: su configuración primigenia en el ideario de judíos sionistas europeos del siglo XIX y la particular relación de este ideario con los intereses de las potencias (a su tiempo) dominantes que, de a poco, le fue dando forma al viejo anhelo del retorno a «la Tierra Prometida» (Eretz Israel) tras varios siglos de Diáspora.

Marcamos el objeto, y también el objetivo; pues si el espíritu del retorno encontró su cuerpo, éste ya estaba ocupado, y por un pueblo que había generado -a su vez- su propia «imaginería» (B. Anderson) legitimante de su presencia en el lugar. La intención es, por un lado, rastrear este «pecado original» del singular proceso histórico de formación estatal en cuestión; y por el otro, sus reincidencias en casi 100 años de historia de expulsiones, guerras y sufrimientos.

I

El Estado de Israel (y sus actuales límites fronterizos) es un producto histórico. Heredero de parte de los territorios conocidos entre 1917 y 1948 como los del Mandato Británico de Palestina, éste a su vez tomó forma en los finales de la 1° Guerra Mundial tras el reparto del último imperio universal oriental, la Turquía otomana, por las potencias occidentales vencedoras. El Imperio Otomano se estaba retirando (en bancarrota) de una guerra en la que había definido su posición del lado de Alemania, en un estado terminal de descomposición tras 400 años de existencia. El «gran enfermo del Bósforo», se fue minando cada vez más, a partir del siglo XVII, por la corrupción y la influencia cada vez mayor de las potencias europeas, sobre todo Rusia, Francia e Inglaterra. Pero ¿que atributos poseía el Cercano Oriente, que hicieron de él no sólo el campo de batalla sino -fundamentalmente- el botín de guerra de occidente durante el siglo XIX y gran parte del XX?

La importancia de la región para las potencias europeas se explica por cuatro factores básicos interrelacionados: como una ruta hacia otras regiones (India, China), como fuente de materias primas, como un importante mercado para bienes manufacturados y como un campo de inversión de capitales. Pero si en el siglo XIX su carácter de ruta de paso determinó la importancia de la zona en el tablero internacional, la apertura del primer pozo de petróleo en la mesopotamia hacia 1908 provocó un enorme salto cualitativo en cuanto a su importancia como proveedor de materias primas. A tal punto, que «Irak se convirtió en el baluarte económico más importante de Inglaterra en el Masrek. El petróleo extraído de los campos de Kirkurk y Mosul y llevado hasta la costa del Levante convirtió a toda la región en una zona de influencia británica. Una de las estaciones finales de los oleoductos estaba en Haifa, situada en Palestina. De este modo Palestina e Irak representaban una pareja de gemelos estratégicos para los intereses británicos» (Héller: 1982).

De esta forma, podemos decir que Oriente Próximo alcanzó un primer plano en la política internacional en torno a los años de la 1° Guerra Mundial. En aquellos años actúan cuatro fuerzas históricas cuyo juego va a determinar toda la evolución de la zona: la fuerza en retroceso del Imperio Turco, la fuerza en ascenso de Gran Bretaña y Francia, que como aliadas vencedoras intervienen en la zona, el nacionalismo árabe, y el movimiento sionista. 

II

El interés británico en Medio Oriente -en general, y en Palestina en particular- parece estar fuera de toda duda. Así lo marca su actuación a lo largo de todo este proceso histórico en el complicado juego de poder. En el marco de su lucha contra el Imperio Otomano y su aliado alemán, desplegó una serie de promesas que jamás cumplió: El ‘Tratado de Sikes- Picot’ estaba en contradicción flagrante con las promesas que el negociador británico Mc Mahon había hecho al emir del Hedjaz antes de la intervención de los árabes. Un año después, en 1917, se les aseguró a los sionistas, en la famosa Declaración de Balfour, el establecimiento de un hogar para los judíos en Palestina. Así se crearon, ya durante la primera guerra mundial, las bases de un conflicto que dura hasta hoy (Héller: 1982). Derrotada la reacción árabe, el camino quedó allanado para que Inglaterra se mire de frente con la propia Francia, y los intereses especiales que Inglaterra debería esforzarse en asegurar para sí consistían en la zona tanto este como oeste de Palestina,  área intermedia entre el mediterráneo y la mesopotamia, primordial para una comunicación conveniente con el Golfo Pérsico. A esta altura, Sikes consideraba a los pozos petrolíferos de Irak como esenciales para el poderío marítimo, aéreo e industrial de Gran Bretaña. Decíamos al principio, que el objeto de este trabajo es el Estado de Israel y el tejido de intereses nacionalistas e imperialistas en torno a él. En este sentido, parecería estar claro que Inglaterra posa su mirada en el sionismo -cuya lucha no era nueva, ni desconocida- ante su disputa ahora con Francia, por Palestina.

III

Hasta aquí el sionismo, más en su relación con las fuerzas imperiales del momento en el contexto de la Gran Guerra. Se impone una aproximación a una definición del mismo -a su ideología y proyecto- para entender mejor su papel en el concierto internacional.

Según diversos autores, el sionismo como corriente política era aún minoritario en el pueblo judío hacia los años ’40 del siglo XX (Deutscher: 1969). La significatividad de este dato va a depender, en parte, de la luz que lo ilumine. La referencia aquí apunta a su relación con un hecho que hoy está -a mi parecer- alejado de toda duda: la victoria ideológica que ha resultado (de aquel tiempo a esta parte, y hoy resulta) la identificación cuasidirecta del sionismo con los intereses y aspiraciones de todo el pueblo judío, para vastos sectores de la opinión pública internacional.

Corriente místico-religiosa, el sionismo se va a ver resignificado, en el transcurso del siglo XIX, en ideología política (nacionalista). Esta resignificación (es decir, el nacimiento del «sionismo político») tendría su caldo de cultivo en Europa Central y Oriental y fundamentalmente en el imperio zarista, como una consecuencia de los pogromos organizados por la policía secreta y los servicios paraestatales del zarismo (los centurias negras). En este contexto, surge la convocatoria a construir la patria de los antepasados: una forma de huir del horror (M.Carreras: 1991). De aquí se desprende la necesidad de considerar un error grosero proseguir hablando de sionismo sin tener en cuenta el factor clave, el antisemitismo. Descripto por Trotsky en su libro «1905» como una verdadera «política de estado» para el gobierno zarista, el antisemitismo moderno (también llamado «racismo biológico») también merece distinguirse del denominado «pre-moderno», «pre-capitalista» o «pagano». También aquí, el quiebre es marcado por el siglo XIX. La distinción obedece no sólo al grado de barbarie y ensañamiento para con los judíos, sino principalmente a su carácter, a su naturaleza. En este contexto, va a nacer un sionismo resignificado en programa político, aunque la relación no sea directa.

Si hay un padre reconocido del «sionismo político» es el periodista austro-húngaro Teodoro Herzl, conspicuo representante de la burguesía asimilada nacido en el seno de una familia rica y liberal, que pasó la mayor parte de su infancia y juventud en Viena, ofreciendo la imagen de un judío asimilado y «alejado  de las inquietudes sionistas de su tiempo». Según M. Carreras, aunque el antisemitismo de la época le indignaba, fue el asunto Dreyfus (1894) lo que influyó decisivamente en sus ideas, transformándolo por completo en un defensor del sionismo.

Desde otro ángulo, Savas Michael-Matsas (2003) advierte que el caso Dreyfus es uno de los primeros signos que marcan un cambio en el contenido del antisemitismo, representa la primer gran brecha en las ilusiones sobre la asimilación de los judíos, cultivadas por el Iluminismo y por la revolución francesa «una de las primeras pruebas de que la asimilación, que el capitalismo promueve, era imposible en el seno del capitalismo mismo…» Frente al antisemitismo, se pregunta el autor ¿Qué perspectiva se le ofrece a los judíos? «O la asimilación [perspectiva propia de la época ascendente y por lo tanto «inclusiva» del capitalismo] o, a partir del último período del siglo XIX, el sionismo».

IV

Lo cierto es que más allá de «los motivos» por los que surge el sionismo político, éste surge. Pero este trabajo, que adopta la idea de que el sionismo lo hace, como diría Savas Matsas, como estrategia del «nacionalismo burgués» en el seno de las masas judías, aún debe responder a una pregunta: En este sentido (como estrategia), ¿cuál es la medida de éxito del sionismo?

Debemos decir que como aspecto principal e insoslayable de su programa (su «código genético» diría Uri Avnery), el sionismo propone constituirse en una auténtica «empresa de colonización» de la Tierra Prometida, creando las condiciones económicas, políticas y de legitimación para tal fin. La propia tierra y el propio Estado sería, para esta ideología, la solución definitiva al drama del antisemitismo. La idea de la colonización de Palestina no era nueva, aunque hasta mediados del siglo XIX  «eran más peregrinaciones que colonizaciones». De la relación del movimiento sionista y el imperialismo (Declaración de Balfour), se desprende que se trató de una relación «beneficiosa para ambas partes» de acuerdo a los objetivos de cada uno. Para el movimiento sionista, supuso un impulso a su ímpetu colonizador que ya venía construyendo su justificación desde hacía varios años. [1] Pero lo que el sionismo propone como salida a aquel drama la ocupación de tierras que ya estaban ocupadas, y bajo una visión que descartaba de plano la cohabitación con pueblos no-judíos [2]. Y, como dice Diner (1982): «Ninguno de los grupos establecidos en el lugar, y mucho menos la [mayoritaria] población árabe, podía someterse voluntariamente a semejante proyecto. Y mucho menos cuando la población inmigrante tenía que apropiarse, como premisa de la creación de una mayoría, de las condiciones materiales para la fundación del estado judío. Se trataba, sobre todo, del suelo […] De este modo se determinaba ya la forma en que iba a transcurrir el conflicto…» Esto provocó un nuevo drama (esta vez en Oriente Medio), más con actores con plena conciencia de lo que habrían de provocar. Tanto la organización creada por T. Herzl como magnates de la talla de Rhodes o Rotschild, como el propio imperialismo británico, eran concientes de que el cálculo político que los motivaba no excluía empujar a los miles de judíos de la Europa oriental víctimas de los pogromos a un nuevo espacio de confluencia, choque y drama oculto tras la ilusión redentora. Por otro lado, parece claro que los nuevos miembros del ischuv -la colonia judía- protagonistas de las oleadas inmigratorias de posguerra, no ignoraban que a diferencia de los colonos ingleses en Norteamérica o Australia -como afirma P. Anderson (2003)- no se enfrentaban a cazadores-recolectores dispersos, sino a una densa población campesina a la que no se podía ni apartar a empujones ni borrar del mapa …[Y] a diferencia de los colonos franceses en Argelia o de los antiguos colonos holandeses en Sudáfrica, no podían permitirse explotar la mano de obra nativa a gran escala sin correr el riesgo de crear una sociedad pied-noir en la que pasarían a constituir una minoría. La tarea de construir un Estado-nación étnicamente homogéneo en un medio hostil sólo se podía llevar a cabo creando una comunidad separatista cohesionada por creencias ideológicas y libre de toda fisura de clase. Esto eran los kibbutzim: de inspiración subjetivamente socialista, en la práctica [era] la única solución disponible al problema de la colonización sin mano de obra nativa, tierras desocupadas o importantes cotas de capital-riesgo».

Anderson comparte con varios de los autores consultados el mérito de señalar la base material del surgimiento del kibutz más allá de la fraseología socialista (la necesidad de impedir el retorno, aunque más no sea como jornalero, del fellaga, que como mano obra era más barata). Y nos da pie para marcar algunos puntos claves del proceso: la cuestión de la mano de obra -y de la rentabilidad capitalista del proyecto sionista-, la cuestión demográfica, y la particular concepción de «ciudadanía» del Estado de Israel. En su entrelazamiento está el secreto mejor guardado.

Los indicadores que se conocen de la economía israelí, dan cuenta de lo inviable de un programa que hacía propaganda con «un suelo sólo para judíos». Este problema se reveló insoluble a lo largo de todo el proceso. Ya en la década del 40, Lévy Eshkol, jefe del departamento de colonización de la Agencia Judía, declaraba preocupado que «el reclutamiento será la única forma de poner en pie los nuevos asentamientos, así como lo fue con el ejército». Pronto se le reveló al joven estado que las subvenciones a agricultores colonos [3] serían enormes, pero sólo una parte del costo por la judaización completa del Gran Israel: había que sumarle las subvenciones por diferencias salariales donde existía un mercado de trabajo, los fondos destinados a la compra de tierras, y el gasto militar destinado fundamentalmente a «adquirir» tierras -y a mantenerlas en manos judías- por medio de la ocupación (desde el 27 % del presupuesto a fines de los ’40, continúa creciendo). El resultado fue una auténtica «rareza» en la historia mundial: las donaciones del extranjero, que han hecho de Israel un estado rentista: «Económicamente, esta estructura [sionista del Estado de Israel] nunca resultó viable por sí sola. Lo único que la hizo posible fueron las cuantiosas subvenciones que llegaban del extranjero. Durante 30 años después de la independencia, los impuestos nacionales no llegaron ni con mucho a cubrir el gasto oficial. Fue Estados Unidos quien hizo posible la fortaleza sionista…la consolidación y expansión del país dependía completamente de un inmenso embudo de armas y fondos con boca en Washington» [4] .

Las donaciones («Magbioth»), vehículos de financiación externa de la puesta en pie del estado de Israel, serían el mecanismo encargado de sellar el pacto que convertiría al sionismo en la punta de lanza del imperialismo en la región de Oriente medio, desde el momento mismo en que naciera como entidad política. [5] En los folletos que se repartían en EE.UU. en la década del ’50 haciendo propaganda a favor de la compra de bonos pro-ayuda a Israel [6], se podía leer: «El petróleo árabe, las bases aéreas africanas, los yacimientos de uranio en el Congo belga, son vitales para nuestro país. El ejército excepcionalmente eficiente de Israel, que cuenta con más de 220000 hombres, representa un arma poderosa en la defensa de esos intereses. El uso del ejército israelí para esos fines, significa que los soldados norteamericanos no serán enviados a esos lugares. Esto evitará que se pongan en peligro la vida de miles de muchachos norteamericanos, aparte del ahorro de muchos miles de millones de dólares…» [7]

Decíamos anteriormente que entre la concepción jurídico-política del Estado de Israel, la cuestión demográfica, y la inviabilidad del proyecto sionista hay un nudo a desentrañar.

Se afirma que la inviabilidad económica es el resultado de una serie de factores: la necesidad de un presupuesto militar elevado, de subvencionar al salario judío y al agricultor colono de los territorios ocupados; todos alineados tras un mismo objetivo (la judaización completa de los territorios palestinos). La cuestión no es otra que una gigantesca obra de ingeniería social tendiente a revertir una evolución demográfica que naturalmente viene favoreciendo a la población árabe poniendo en peligro la concreción de un estado que reconoce la ciudadanía únicamente a los judíos que habitan su suelo, confinando a sus propios habitantes árabes a una condición de sometidos a un programa de expulsión y confinamiento. En los últimos tiempos, aplicar este programa le ha valido al ex primer ministro Sharon numerosas condenas internacionales. Pero si bien a un grado antes desconocido, podemos decir de la política de Sharon que no representa «un rayo en cielo sereno», antes al contrario: tiene una lógica histórica que intenta darle continuidad, sentido y proyección.

V

«… [El 15 de mayo de 1948] se suele situar el comienzo del conflicto del Oriente Próximo […] Pero esta forma de valorar la cuestión, que parte del acto de creación del Estado de Israel, lleva a entender el conflicto árabe-israelí como si se tratase de un conflicto entre estados nacionales, entre adversarios iguales, el cual podría solucionarse mediante un compromiso territorial o incluso mediante el elemento remediador del tiempo. Esta esperanza, lo mismo que la analogía de la rivalidad entre estados nacionales, oculta necesariamente el carácter especial de las disputas entre árabes y judíos en torno al antiguo protectorado británico de Palestina, disputas que datan de antes de la creación del Estado judío en mayo de 1948. Este hecho no supuso realmente más que un cambio de forma en un conflicto cuyas condiciones se fijaron ya antes de la fundación del Estado y cuyas repercusiones se dejarán sentir más allá del presente…» En este párrafo, se advierte la intención de Dan Diner (1982) de separar lo que es de lo que no es. Precisamente, «el carácter especial de las disputas» (la lucha en torno a un territorio en función de la búsqueda de «homogeneidad étnica»del mismo de parte de uno de los contendientes) le otorga a 1948 su carácter: el de instancia, el de capítulo de un proceso que lo excede, lo antecede y sucede. Sin embargo, se nos escaparía su particular importancia, en el proceso, si ignorásemos ciertos «atributos de estatidad» puestos en juego. M. Usshiskin, en su momento director del Fondo Nacional de Tierras (KKL), describe así en 1933 cuales son las alternativas para adquirir tierras: «Por la fuerza, esto es, por la conquista bélica, o dicho en otros términos, robándoselas a sus propietarios; por la compra forzosa, es decir, por incautación de la propiedad del suelo recurriendo a la fuerza del Estado; y, finalmente, por la compra con el consentimiento del propietario. ¿Cuál de estas posibilidades está a nuestro alcance? El primer camino no es viable, carecemos de poder suficiente para ello. Esto significa que debemos tomar el segundo y el tercer camino» [8] . Quince años más tarde, la puesta en pie de Israel y su maquinaria «de defensa» sería una solución, o mejor una respuesta, parcial y dialéctica, al «carácter inviable» de ciertas alternativas.

Como decíamos, desde principios del siglo XX se decidió permitir e impulsar desde el gobierno británico sucesivas «aliah» (inmigraciones) numéricamente crecientes. Este proceso iba a encontrar sus esperables resistencias. A medida que el minúsculo territorio palestino demostraba su imposibilidad de albergar a todos, el espiral de violencia fue aumentando a niveles que muy pocos imaginaron alguna vez. Más «los hechos son obstinados», como decía alguien, y han demostrado que las numerosas revueltas árabes han sucedido a sendas «aliáh», confirmando que si entre judíos y árabes la lucha era por una misma tierra, la esencia del conflicto [9]  determina el lugar consignado a cada uno. Basándose en informes de la Comisión Peel, Gabriel Piterberg (2003) sostiene que durante la década del ’30 las expulsiones masivas [ya] eran intrínsecas a la colonización sionista, marcando un cambio de situación respecto a las décadas anteriores. De aquí en más, la política de expulsión de habitantes originarios sólo iba a superar sus propias marcas. Salman Abu Sitta (2004) nos dice que «antes de que el mandato británico llegue a su fin, los sionistas habían hecho ‘limpieza étnica’ de siete pueblos situados en el corredor de Jerusalén y 17 en el oeste de Galilea, fuera de los límites recomendados por el Plan de Partición». A lo largo de esta oleada bélica, previa a mayo del 48, fue expulsada del país más de la mitad de la población árabe, cerca de 500.000 personas, y destruidas 213 aldeas.

Cuenta la historia que en mayo de 1942, en una conferencia extraordinaria celebrada en el hotel neoyorquino «Biltmore», la Organización Sionista Mundial rompe su alianza con Gran Bretaña dando un paso decisivo en la intención de crear un Estado judío en Palestina. En paralelo a este acto «formal», las bases para un Estado étnicamente homogéneo se venían sentando, con un programa que incluía hasta borrar de la memoria de la tierra todo vestigio de pasado árabe.

VI

Como decíamos, la propuesta es enfocar a la declaración formal de creación del Estado de Israel como una instancia del proceso histórico que venimos viendo. Tratando de retomar el argumento que vinculaba la peculiaridad jurídica del mismo (y su «particular concepción» de ciudadanía) con la cuestión demográfica y la inviabilidad económica del proyecto sionista, vamos a tratar de responder a la pregunta acerca de qué tipo de estado nació en mayo del ’48. En realidad el abecé de la respuesta ya nos fue dado por Diner: el Estado de Israel se reconoce sólo de los judíos, por lo tanto puede no reconocer como sus ciudadanos a personas que nacieron en él, y en cambio sí puede hacerlo con personas que no nacieron en su territorio. Este principio «no territorial de determinación de ciudadanía de un estado» (judío/no judío) carece de validez desde el punto de vista del Derecho Internacional. Además, el Plan de Partición de 1947 (resolución 181 de N.U.) que da nacimiento a Israel, rechaza claramente este concepto y estipula, en sus capítulos 2 y 3, la protección de todos los derechos políticos y civiles de la ‘minoría’ árabe en el estado judío . Pero el abecedario no tiene sólo tres letras. Afirma Ur Sclonsky (2004) que la oposición judío/no judío, en primer lugar, sirve como base para una amplia legislación discriminatoria. Por ejemplo, la Autoridad de Tierras de Israel (ATI), que es el órgano ejecutivo del Fondo Nacional Judío, prohíbe el arrendamiento de la tierra bajo su control (el 92 % de la tierra de Israel le pertenece) a los no judíos. Restricciones del mismo tipo se imponen en lo relativo al acceso al agua para la agricultura o a al elegibilidad para asistencia financiera del gobierno. Más las rarezas jurídicas no se agotan aquí. La llamada «Ley de Retorno», que posee rango constitucional, otorga automáticamente tal ciudadanía a seres de nacionalidad judía que no viven, ni nacieron ni nunca estuvieron en Israel, pero pese a numerosas peticiones, una vez más, el 23 de mayo de 2004 la Corte Suprema de Israel se pronunció en contra de esta posibilidad de reconocer la ciudadanía israelí a seres no judíos que nazcan en su territorio. Otra particularidad es la creación jurídica del status «presente-ausente» para los palestinos que viven en Israel, «ausentes de sus hogares pero presentes dentro de la frontera de Israel». Esto posibilita la entrega de los bienes de los «presentes-ausentes» a la Custodia de los Ausentes, que a su vez las entrega para su cuidado a la Agencia de Tierras de Israel. Los «presentes-ausentes» no son otros que los refugiados, árabes palestinos que han sido transferidos a campamentos de la URNWA (organismo de las N.U. para los refugiados) ubicados varios dentro del propio país [10] .Este percibido frenesí de parte del naciente Estado de Israel de homogeneizar étnicamente la región, [11] tiene todas las características de una auténtica carrera contra el tiempo «para desactivar la bomba de relojería demográfica» (Avnery: 2003). Y aquí llegamos al otro aspecto clave de la cuestión: En un informe en un principio secreto, el delegado del ministerio del Interior en el norte del país, Israel König, afirma que el crecimiento natural de la población árabe de Israel asciende al 5,9 % anual, mientras que el de la judía sólo al 1,5 % (Diner: 1982). Si bien datos más recientes hablan de un ritmo de crecimiento menor en la población árabe (4% anual) y se mantiene el porcentual entre los judíos, la persistencia en el tiempo de la diferencia constituye un problema para Israel que se agrava día a día, y para el cual no se ven muchas alternativas si se quiere evitar la «arabización» del país. Según los medios israelíes, Sharon le dijo a la Agencia Judía en marzo del 2001 que deseaba recibir otro millón de inmigrantes de Rusia, México y de Etiopía, y que existen proyectos para recibir en el país a todos los judíos del mundo en el 2020. Por otro lado, ha criticado insistentemente la política «de medias tintas», percibiendo que si el Estado de Israel no termina «con el problema árabe» la situación va a acabar con el sionismo. El resultado es más o menos previsible: «Si se continúa enfocando la cuestión desde el nacionalismo étnico, la inviabilidad y la contradicción «sólo puede terminar en catástrofe», como diría Aharón Barnea en el periódico «Ha’aretz» . Un millón y medio de palestinos en una pequeña franja de tierra totalmente aislada y con una densidad demográfica de 5.500 hab/km2, refleja una situación de hacinamiento, bloqueo y pobreza que deja abierta la puerta a una posibilidad muy cierta de explosión si se mantiene y profundiza el proceso. El otro argumento estaría dado por la situación de la propia población judía. El recorte a los subsidios para los sectores más desprotegidos es la cara visible de una economía que si bien continúa gozando de fondos del exterior, está demostrando que tarde o temprano la tasa de rentabilidad en un país capitalista deberá sostenerse sobre la espalda de las clases trabajadoras, toda vez que aquellos se vuelquen en mayor porcentaje a gastos militares. En un contexto dominado por un alto desempleo, el subsidio presupuestado a los desocupados se redujo en un 2 % además de reducirse las pensiones y congelarse los salarios, con una inflación prevista de un 8 % (Datos del presupuesto 2003).

VII

La guerra de 1948 perfiló a futuro una situación «rumbo a la locura», como diría Zachary Lockman. Con el tiempo, parece evidenciarse que la creación de ese producto histórico llamado Estado de Israel va reduciendo irremediablemente sus beneficiarios: por fuera de los intereses de los 160.000 colonos que ocupan los Territorios Ocupados, y de las corporaciones petroleras estadounidenses (y en menor medida europeas) preocupadas por mantener un statu quo que les es favorable. Las inmensas mayorías se reconocen cada vez menos en las palabras de Joaquín Sokolowicz (1991), quién dijera en una mirada retrospectiva: «[En mayo de 1948] terminó de verdad la era de la paciencia, de la vida en espacios concedidos por sociedades dominantes. Ahora, tal como soñaron los maestros de la causa, podrán jugar juntos, libres, los nietos del tendero de una ciudad yemenita y los del sastre de la aldea polaca».

En tanto los judíos no logren desarmar su trampa histórica, para dar lugar a la «dialéctica del reconocimiento», como dice Diner, aquél ideal nacionalista y su materialización, seguirá estando en la base de cada acto violento: como dice P. Anderson, «Puede ser que la sangre sea más espesa que el agua, pero el petróleo es más espeso que los dos».

Referencias

Anderson, Perry (2003), Precipitarse hacia Belén, en www.newleftreview.org

Avnery, Uri (2003), La tiranía de los mitos, en www.rebelión.org

Deutscher, Isaac (1969), Los judíos no judíos, Ed. Kikiyon .

Diner, Dan (1982), El problema del Estado de Israel y el conflicto en Oriente Próximo, en Benz, W. y Graml, H., El siglo XX. Problemas mundiales entre los dos bloques de poder, Siglo XXI ed.

Ferrero, Roberto (1973), Marxismo y Sionismo, Ed. Octubre, Bs. As.

Héller, Erdmute (1982), El mundo árabe-islámico en marcha, en Benz, W. y Graml, H., El siglo XX. Problemas mundiales entre los dos bloques de poder, Siglo XXI ed.

Martínez Carreras, José U. (1991), El Mundo Árabe e Israel. El Próximo Oriente en el Siglo XX, Ed. Istmo.

Matsas, Savas Michael (2003), Sobre el marxismo y la cuestión judía, en revista En defensa del marxismo N° 32, Bs. As.

Merriman, Rita (2002), Israel en su contexto, en www.rebelión.org

Piterberg, Gabriel (2003), Tachaduras, en www.newleftreview.org

Shlonsky, Ur (2004), Ideología sionista, no judíos y Estado de Israel-En estado de negación, texto basado en la mesa redonda «Las coincidencias político-religiosas en el conflicto israelí-palestino: vistas desde diferentes posiciones estratégicas», Univ. de Ginebra, 2002.

Sitta, Salman Abu (2004), El derecho al retorno. El problema de los refugiados palestinos, en www.nodo50.org

Socolowicz, Joaquín (1991), Israelíes y Palestinos, Ed. Planeta.

——–

[1] Basada en la presencia de «Eretz Israel» en los relatos bíblicos. Tanto la presencia hebrea como la árabe en Palestina encuentran su justificativo histórico en relatos de tiempos inmemoriales y gloriosos (los días de David y Salomón para los judíos, los de los Califas para los segundos).

[2] Cuenta Uri Avnery (2003) que T. Hertzl (que había acuñado la frase «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra») envió a Palestina a un grupo de rabinos para ver las condiciones para los futuros asentamientos. A su vuelta, le expresaron que «la [ex] novia era muy linda, pero ya estaba casada

[3] Sea en recursos o en simple subsidio monetario. De los 2000 millones de metros cúbicos anuales de agua utilizados en los ’90, el 75 % es extraído de fuentes sitas en territorios árabes (principalmente Cisjordania, cuya población tiene un consumo per cápita de 37 metros cúbicos anuales, contra 100 de la población de los territorios judíos). Este valioso recurso es otorgado al granjero al 70 % de su costo. Señala Rita Merriman (2002) que cada habitante de las 300 colonias judías de Gaza y Cisjordania tras la guerra de 1967, recibe 1450 metro cúbicos anuales. Esto nos daría cerca del 29 % del agua disponible destinada a zonas que producen el 1,8 % del PBI. La desproporción se explica por el interés político en la ocupación de las tierras. Dan Diner agrega que el agua no sólo era un recurso económico sino además «de seguridad», dado que la posibilidad de acceder al recurso condicionaba la repoblación árabe .

[4] El autor de estas palabras (Anderson: 2003) señala que en los últimos años, los fondos transferidos del extranjero en forma de donaciones o subvenciones ascienden a 6000 millones de dólares por año.

[5] Un dato muy importante es el que nos indica que esta dependencia de fondos no cesa de aumentar. En sus primeros años, la asistencia oficial de EE.UU. a Israel fue de un promedio de 37 millones al año. Pero desde 1950 hasta 1973 Israel recibió del mismo destino un promedio de 780 millones al año. En 1978, la cuarta parte de toda la ayuda exterior norteamericana fue para Israel (Diner: 1982). Anderson agrega que en la década de 1990 el flujo de subsidios estadounidenses a Israel se multiplicó, hasta llegar en los últimos años a la cifra de 6000 millones anuales.

[6] La venta de bonos era una forma de recaudar los donativos.

[7] Citado en Ferrero, R. (1973). El autor extrae la cita del libro «La verdad sobre el conflicto en el Cercano Oriente», de Rubén Sinay. La tónica del texto del folleto -que por otro es claro acerca del interés imperialista en el sostenimiento- sugiere que tendría un destinatario no necesariamente judío, lo que nos dejaría entrever que los donativos provenientes de EE.UU. no eran recolectados exclusivamente en esa comunidad, relativizando su carácter de «solidaridad étnica».

[8] En rueda de prensa en Jerusalén, febrero de 1933, citado por Dan Diner (El subrayado es mío).

[9] « Israel no puede librarse del conflicto originario de su nacimiento, por las siguientes razones: Israel no se considera el Estado de sus ciudadanos, es decir, el estado de los judíos y árabes que viven en él, sino el estado judío, el Estado de los judíos, del pueblo judío, que en su inmensa mayoría no vive en el país…» (Diner: 1982).

[10] Hoy, se estima que los refugiados palestinos superan los 6 millones de personas, y constituyen la mayor y más antigua población de refugiados en el mundo. El derecho al retorno árabe está expresado en la Resolución 194 de la ONU, aprobada en 1948 y reafirmada 135 veces. La admisión del Estado de Israel en la ONU en 1949 se aprobó a condición de que resuelva la situación de los refugiados palestinos.

[11] El Plan de Partición de las N.U. otorgaba a Israel, con el 35 % de la población, el 55 % del territorio. A fines de 1948, tras el fin de la primera guerra oficial en Palestina, quedó en manos israelíes el 78 % del territorio, y los refugiados ascendieron a 4 millones (según registros de las N.U). P. Anderson señala que a finales de 1950 los israelíes se habían quedado con el 92 % del territorio, «incluyendo como botín casas y edificios de todo tipo».

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