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La antropóloga y activista feminista, Marcela Lagarde, diserta sobre feminismo y violencia de género en la Universitat de València

«El feminismo no es una fe; ha de ser creado, aprendido y aplicado a la vida propia»

Fuentes: Rebelión

El pensamiento feminista evoluciona y se adapta a los tiempos. En la actualidad, por ejemplo, plantea un análisis complejo y de carácter científico sobre la violencia de género. Es uno de los grandes y recientes aportes. «En países como México, es tal la violencia contra mujeres y niñas, crímenes terribles, que llevan a la proliferación […]

El pensamiento feminista evoluciona y se adapta a los tiempos. En la actualidad, por ejemplo, plantea un análisis complejo y de carácter científico sobre la violencia de género. Es uno de los grandes y recientes aportes. «En países como México, es tal la violencia contra mujeres y niñas, crímenes terribles, que llevan a la proliferación de reflexiones amparadas en la tradición feminista», sostiene la antropóloga, investigadora, activista y teórica del feminismo mexicana, Marcela Lagarde. Su definición de «feminicidio» no coincide con la del diccionario de la Real Academia Española. Lo caracteriza Lagarde como «un homicidio político de género, y contribuyen a él las comunidades e instituciones que no hacen lo necesario para construir una cultura de igualdad, por reformar la educación y por respetar las leyes nuevas de igualdad».

No se trata únicamente del crimen en sí o de la relación que pueda trabarse entre víctima y victimario. Debe ponerse el foco, asimismo, en las sociedades y los estratos sociales donde se fomenta la violencia contra mujeres y niñas. Según Marcela Lagarde, existe una amplia tolerancia social y por parte de los estados hacia la violencia de género. Y ello conduce a la impunidad. En el caso del feminicidio (los ejemplos de violencia más extrema), se trata no sólo de una palabra, sino más bien de una «categoría». «Es muy importante acuñarla, nombrarla y explicarla; cuando señalamos las causas del fenómeno, iniciamos el proceso para enfrentarlo».

Precisamente Lagarde, que ha impartido una conferencia en la Universitat de València, acuñó el término «feminicidio» con el fin de caracterizar la realidad en Ciudad Juárez. Con mucho esfuerzo, logró que una Comisión del Congreso mexicano investigara estos crímenes. Consiguió, con la lucha también de otras mujeres, que el delito de feminicidio se incluyera en el Código Penal Federal o la aprobación de una Ley General mexicana de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia. En el ámbito académico, ha destacado con trabajos como «Los cautiverios de las mujeres. Madresposas, monjas, putas, presas y locas»; «Para mis socias de la vida. Claves feministas para el poderío y la autonomía de las mujeres, los liderazgos entrañables y las negociaciones en el amor»; «Insurrección zapatista e identidad genérica: una visión feminista» o «El feminismo en mi vida. Hitos, claves y topías», entre otros.

En cuanto a la violencia patriarcal, «es muy importante nombrar esas experiencias, llevarlas a la legislación y convertirlas en delitos específicos». La investigadora ha realizado estudios comparados de la ley española, guatemalteca y mexicana en la materia. La española contiene aspectos positivos: «gracias a ella, por las medidas cautelares de protección, miles de mujeres han salvado la vida». La violencia de género comienza, avanza, se hace progresiva y crónica, y finalmente se convierte en mortal. En Guatemala hay mujeres que, con gran valentía, han testimoniado contra el exdictador Ríos Montt por el genocidio. Después de una primera fase de denuncias, impulsaron organizaciones de supervivientes (para no quedarse en la condición de víctimas). «Pero más que sobrevivientes habría que buscar nombres que convoquen, por ejemplo, colectivos por el derecho a la vida de las mujeres». La ley mexicana se denomina, en positivo, de acceso a una vida libre de violencia, no «contra la violencia» (lo que implicaría exclusivamente denuncia).

¿Qué es el feminismo? Después de muchos años de militancia, resume la teórica y activista mexicana: «No es una religión, ni una fe; el feminismo ha de ser creado, aprendido, leído y mirado en el cine o la televisión; una cultura ilustrada para que la gente pueda decidir si es feminista o no». A las últimas generaciones, en las escuelas no se les enseñan cuestiones relacionadas con el feminismo, «y eso dificulta que lo comprendan». Pero el feminismo resulta decisivo para preservar la riqueza acumulada en la sociedad, por ejemplo, en México, donde se está produciendo un voraz proceso privatizador de lo público. Además, en los últimos 40 años las feministas «hemos construido los Derechos Humanos de las mujeres, y no podemos dejar que se pierda este capital político tan importante para la vida de las mujeres (y de los hombres)».

En la Cumbre de Viena (1993), Naciones Unidas reconoció los Derechos Humanos de las mujeres y, más aún, señaló que sin estos no puede afirmarse que existan Derechos Humanos. Por último, el feminismo no es, en absoluto, «un pensamiento único; ha de admitir la diversidad, la duda y las agendas nuevas, aunque también asumir el legado que vaya quedando del pasado».

Además, «el feminismo hay que aplicarlo a la vida propia; porque a veces, las activistas dedicamos poco tiempo a la reflexión sobre lo que nos pasa y a nuestras experiencias concretas». Por ejemplo, Marcela Lagarde ha participado en talleres de madres e hijas, «para comprender mejor esta relación tan compleja y cargada de implicaciones patriarcales». O talleres de mujeres y padres, o sobre la sexualidad de las mujeres. Es decir, dar el salto de la agenda política a la experiencia individual. «Es algo que aprendí de las experiencias de educación popular, tan importantes en América Latina; de la pedagogía de Freire y los grupos de autoconciencia de mujeres en los años 60 y 70 en Estados Unidos y Francia». En el mayo del 68 se decía que lo personal es político. Para que efectivamente lo sea, «he de revisar quién soy, dónde estoy, cómo actúo…».

«Las mujeres necesitamos grupos pequeños feministas, de intimidad; que no sean necesariamente los grupos tradicionales que se organizan para ir a las manifestaciones; ni los grupos de amigas, que  a veces son demasiados condescendientes», afirma Marcela Lagarde. Pone el ejemplo de las «comadres asturianas», o las «tres Marías» portuguesas que se enfrentaron a la dictadura. «En el siglo XX se masculinizó como nunca la condición humana, los nombres y los oficios; pero nosotras hemos dado empuje a la «a», aunque si somos nosotras y nosotros también está muy bien».

Preguntada por la participación de las mujeres en la política y en los círculos de poder, la antropóloga no vacila: «Se trata de hacer una política redistributiva desde el punto de vista de género; debemos hacer, para ello, un esfuerzo por acercar la política a las personas, aunque ésta se halle muy desprestigiada debido, entre otras cosas, a la corrupción». «Hace falta una política diferente, más mujeres y más feministas que participen en política». En América Latina muchas mujeres participan en los partidos y en las campañas electorales, pero están «cuidando» de una política «que se hace para otros». Paso a paso, conquista a conquista, «las instituciones para atender a las mujeres víctimas de la violencia de género las hemos creado nosotras, con las uñas, frente a todos los que nos decían: eso no es importante». Y frente al supremacismo de los hombres.

Es una tarea muy ardua: «buscamos la igualdad, pero también acabar con la supremacía económica, política y cultural de los hombres como género». Las leyes han contribuido a cambiar algo las conductas, por ejemplo, al penalizar la violencia masculina o, mediante legislaciones en materia de igualdad, promover algún avance en las empresas y sus consejos. «Todo ello para ir modificando poco a poco el supremacismo de género». Otro vector de la lucha, según Marcela Lagarde, es la construcción del «empoderamiento» de las mujeres (hace 25 años me decían que ésta era una palabra horrible, procedente del inglés, e incluso vinculada a la expansión imperialista). Con el tiempo, la palabra «empoderamiento» se propulsó y cobró vigor en la calle. Después llegó a las instituciones.

Empoderarse, en sentido político, implica adquirir una conciencia feminista de género (sobre el yo y sobre el mundo); la independencia de las mujeres; la transformación de las relaciones de género, entre mujeres y hombres, pero también entre éstas y las instituciones. Ello tiene que ver además con la «resistencia» (frente a las normas patriarcales, los matrimonios obligatorios o la exclusión de la educación) y con la «rebeldía» civil y democrática. «Hemos de estar en la subversión (en la calle, como hacen las Femen), pero también en la universidad y las instituciones presentando mociones contra el patriarcado».

Marcela Lagarde pone mucho énfasis en «los conflictos entre nosotras». Se dan muchas desigualdades entre mujeres, y relaciones de competencia muy fuertes entre ellas, inducidas por las estructuras patriarcales («apenas hemos logrado abrir alguna grieta en el supremacismo masculino»). Así, «nos vemos como si no tuviéramos que ver las unas con las otras, y muchas veces desplegamos una cultura misógina entre nosotras, que tendríamos que desmontar». Porque «la misoginia agranda el conflicto, nos lleva a funcionar con prejuicios y a distanciarnos de las otras mujeres». De ese modo, se termina acatando la norma patriarcal del aislamiento. No es fácil romper con el bucle: «podemos agruparnos para defender el medio ambiente, pero no para enfrentarnos a unos afectos libres de misoginia».

La académica y activista defiende la idea de «sororidad» (de «sor», hermana; habitualmente se utiliza «fraternidad», término que abarca a mujeres y hombres). La «sororidad» implica la no jerarquía y la igualdad entre mujeres, pero también nuevos afectos entre ellas, «escuchar con tolerancia». En el fondo, se trata de «cambios culturales y personales, basados en alianzas entre mujeres (con pactos y sin jerarquías), y sin un pensamiento único». Construir una nueva relación intergenérica, una nueva ética, nuevos comportamientos… «A veces también hay que desmontar las miradas, leernos y ser capaces de reconocer y poner en valor lo que hacemos, cambiar el lenguaje» (expresiones como «la tipa esa») y crear confianza (como defienden las feministas de la diferencia). Además, la clave no está en «cómo nos queremos, sino en que nos respetemos».

Mucha daño ha hecho el mito del amor romántico, que la autora mexicana investigó durante muchos años hasta comprobar que constituía uno de los «cautiverios» de la mujer. Inventó la categoría de «madresposa», que no existe de modo ajeno al amor romántico, el de la madre, amante, vecina cariñosa…Y donde amor maternal y conyugal confluyen. Muchas de estas cosas las aprendió de su maestra de la vida, Franca Basaglia. «Afirmaba que la mujer en el mundo occidental (incluida América Latina, donde se habla una lengua occidental y rigen estados a la manera occidental) se configuraba como ser-para-otro, lo que se fundamentaba en ser cuerpos-para-otros». Es decir, un cuerpo para la maternidad, rechoncho, abombado y presto para la crianza; pero también un cuerpo erótico -con dietas, tallas y cirugía plástica- para el placer de otros. Franca Basaglia lo resumía en cuerpos «cosificados», bien para la maternidad, bien para el eros.

El amor romántico se corresponde con un determinado tipo de mujer. Genera una gran dependencia porque está basado en la fusión de las mujeres a los hombres y, en consecuencia, la pérdida de autonomía. Al final, se produce una simbiosis o dependencia vital. Es ésta la esencia del amor romántico, el mito de la media naranja. Simone de Beauvoir afirmaba que en «El segundo sexo» que las mujeres son construidas como seres para el hombre, pero Franca Basaglia agrega que también para los hijos, abuelos, personas dependientes, etcétera.

«Se les reduce a cuidadoras perpetuas, como si esto fuera en el ADN». «Si esto fuera así, lucharíamos en un laboratorio de genética -ironiza Lagarde-, pero es cuestión de cultura; se trata de cambiar las pautas de conducta, los afectos y todo lo demás». Asimismo, el amor romántico es funcional al ordenamiento actual del mundo. «Pero esto se empezó a tronchar cuando las mujeres comenzaron a participar en lo público y discutir con los hombres». A principios del siglo XX, muchas feministas, a las que se llamaba «radicales», hablaban de «amor libre», «una utopía feminista que se ha llamado de diferentes maneras según la época». «Mucho después se habló del libre amor entre mujeres, frente a la heterosexualidad patriarcal, añade Lagarde. Historiadoras estadounidenses constataron el dolor y el malestar que se generaba en las «mujeres modernas», pero con una vida al servicio de familia, marido e hijos. En definitiva, «los mitos se han renovado para que las mujeres sigamos cayendo como moscas y no podamos hacer otras cosas; el hogar dulce hogar, el nido de amor…». Decía Simone de Beauvoir que las mujeres no debían ir por la felicidad (que no era una construcción propia), sino por las libertades.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.