Hace dos años, frente a un levantamiento popular, el ejército egipcio, ante la posibilidad de que la cosa pudiera írsele de las manos, retiró el apoyo a Mubarak y realizó unas pequeñas concesiones a la población. En estos días, ante un levantamiento popular frente a un gobierno de fundamentalistas islámicos, el ejército egipcio, atemorizado por […]
Hace dos años, frente a un levantamiento popular, el ejército egipcio, ante la posibilidad de que la cosa pudiera írsele de las manos, retiró el apoyo a Mubarak y realizó unas pequeñas concesiones a la población. En estos días, ante un levantamiento popular frente a un gobierno de fundamentalistas islámicos, el ejército egipcio, atemorizado por la posibilidad de que el pueblo pudiera acabar con el gobierno de Morsi y llevar las cosas hacia delante, expulsa a Morsi del poder y se hace con él. A esto siempre se ha llamado golpe de estado.
Cuando hace un par de años, la revolución simbolizada en la plaza Tahrir pareció triunfar con la defenestración del poder de Mubarak, muchos, empezando por los manifestantes de Tahrir, mostraron su decepción cuando vieron con claridad que el ejército tenía la sartén por el mango. EEUU y las potencias occidentales únicamente dieron el visto bueno para que el ejército desalojara a Mubarak cuando consideraron que mantener a este en el poder era imposible.
Las dictaduras militares (y no militares) del Próximo Oriente habían conseguido desorganizar y desbaratar durante décadas cualquier forma de organización social y política que pudiera hacerles sombra. En Egipto, sólo los fundamentalistas, que coqueteaban con los militares y tenían sus puestos en el parlamento, eran aceptados. En estas circunstancias era de esperar que cuando se celebraran las primeras elecciones libres en Egipto ganaran los islamistas. Lo mismo y por similares circunstancias sucedió en Túnez. Las elecciones eran el simple reflejo de la realidad social. Tendría que pasar años para que la sociedad civil se desarrollara. No podemos considerar paralelos los casos de Iraq, Libia o Afganistán: allí las elecciones tuvieron lugar bajo un ejército de ocupación y nunca se ha sostenido que unas elecciones bajo la mirada de una potencia exterior puedan considerarse válidas.
Lo ocurrido en Egipto puede equipararse a lo sucedido en 1975 en España tras la muerte del dictador: tras celebrarse unas elecciones, las ganaron los hombres procedentes del régimen anterior. Pasarían siete años hasta que un partido no relacionado con la dictadura militar saliera de las urnas. Alfredo Grimaldos ha mostrado documentalmente, tanto en su libro «La sombra de Franco en la Transición» como en el que acaba de publicar, «Las claves de la Transición», que existió bastante oposición popular, violentamente reprimida, durante la segunda mitad de los setenta. Fue esta oposición la que llevó a los políticos de la transición a llevar las cosas un poco más allá de lo que hubieran deseado. A pesar de que la oposición popular no era tan fuerte como en Egipto, hubo un intento o simulacro (cabe la doble posibilidad, según las fuentes que se utilicen) de golpe de estado militar para «calmar» la calle. Frente al gobierno Suárez hubo mucha oposición callejera, con unos sindicatos bastantes más movilizados que hoy (si es que los de hoy están movilizados, lo que es mucho suponer), a pesar de que la traición en toda regla al movimiento popular que constituyó los llamados «Pactos de la Moncloa». Sin embargo, pese a los movimientos populares, a ningún demócrata se le pasó por la cabeza llamar a los militares para que colaboraran. Habían tenido cuarenta años para conocer cómo actúa el ejército cuando gobierna (en Egipto han dispuesto de más años; en realidad, desde la independencia, sólo han tenido gobiernos militares).
Dos años después de las revueltas de 2011, con un gobierno con ciertos tintes autoritarios (como en muchos países) y en medio del caos económico y social, se producen multitudinarias manifestaciones contra el gobierno fundamentalista electo. El ejército -como antes había hecho con Mubarak- para impedir que las revueltas pudieran poner en peligro el statu quo existente, destituye al gobierno surgido de las urnas y se hace con el poder. Sectores de la izquierda europea celebran este golpe de estado, llevado a cabo por un ejército corrupto en lo económico y que durante décadas ha mostrado su carácter sanguinario y dictatorial, como el triunfo de lo que llaman tercera revolución egipcia. Europa Occidental en su conjunto, tras lo acontecido, respira tranquila, y no es precisamente normal que Europa aplauda las revoluciones populares triunfantes.
Si el pueblo egipcio, a través de un amplio movimiento social, hubiera obligado al gobierno de Morsi a capitular y aceptar las exigencias populares, estaríamos ante el triunfo de un movimiento popular y democrático. Cuando los pueblos hacen caer, dimitir, a sus gobernantes y ponen a otros mediante el único modo posible (unas elecciones) nos encontramos ante el ejercicio de la democracia. La democracia, por muy limitada que sea, incluye las manifestaciones populares en la calle y no es democracia aquella que no las acepta. Cuando se hace con el poder, en un intento de acallar las manifestaciones populares, un ejército que ha demostrado durante décadas de que material está hecho, nos encontramos ante un golpe de estado militar. Mala época en que tener que explicar tal obviedad se hace necesario.
Con el golpe de estado militar en Egipto, el movimiento popular surgido en los países árabes hace dos años da un gigantesco paso hacia atrás y lo que puede suceder es imprevisible y se vislumbra siniestro (no se descarta por muchos incluso una situación de guerra civil). En todo caso, cómo dice esa persona inteligente, honrada y que tan bien conoce el mundo del Próximo Oriente, Robert Fisk, «la demanda de la revolución de 2011 por el pan, la libertad, la justicia y la dignidad no ha sido escuchadas. ¿Puede el ejército satisfacer dichas demandas mejor que Morsi, sólo por recibir el apelativo de «glorioso»? Los políticos son falsos, pero los militares pueden ser asesinos».
Lo sucedido en Egipto no indica ninguna peculiaridad del mundo árabe o su incapacidad para la democracia. Simplemente demuestra que las clases dominantes, cuando ven peligrar su poder, recurren a los mismos métodos en cualquier lugar del planeta. Lo que sí es peculiar es la imbecilidad de una parte de la izquierda europea, que a los golpes de estado militares en Europa los llama dictaduras y en el Próximo Oriente revoluciones populares. Hasta temo que llegue a decir (nunca se sabe, una vez tomada la senda de la desvergüenza) que lo que se ha producido en Egipto es una nueva «revolución de los claveles».
Fuente original: http://www.kaosenlared.net/america-latina/item/62411-egipto-el-fin-de-una-revoluci%C3%B3n-abre-un-futuro-siniestro.html