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El final de la(s) violencia(s)

Fuentes: Rebelión

Breve introduccion Antes que nada, aclarar que, de las múltiples formas de violencia existentes, en este artículo (o serie de artículos) nos ceñiremos a aquellas que responden a motivaciones de carácter marcadamente político y, más concretamente, las que concurren en el escenario de este nuestro insoslayable «conflicto vasco». Sin perder de vista el hecho de […]

Breve introduccion

Antes que nada, aclarar que, de las múltiples formas de violencia existentes, en este artículo (o serie de artículos) nos ceñiremos a aquellas que responden a motivaciones de carácter marcadamente político y, más concretamente, las que concurren en el escenario de este nuestro insoslayable «conflicto vasco».

Sin perder de vista el hecho de que se trata de un fenómeno complejo y con una multiplicidad de actores (y, por tanto, de visiones y/o interpretaciones), no parece excesivamente osado el emplear una tipificación (una simplificación, por tanto) que reduzca a dos únicos tipos los actores en litigio. Así, y a grandes rasgos, de una parte estarían las violencias ejercidas desde instancias que, conformes con el actual status-quo o estado de las cosas, abogarían por el mantenimiento de la actual estructura político-administrativa del Estado, tanto español como francés. Por la otra, las empleadas desde sectores que, aludiendo a la existencia de un sujeto político no reconocido y denominado Euskal Herria, reclaman el reconocimiento y la capacidad de decisión para el mismo.

En estas últimas fechas venimos escuchando reiteradamente alusiones al fin de la violencia tanto de una parte como de la otra, si bien, dichas alusiones contienen una serie de diferencias de matiz que nos llevan a cuestionarnos el hecho de que, más allá de la semejanza terminológica, en ambos casos se esté hablando de lo mismo.

«El final de la violencia está más cerca que nunca». Así se nos traslada desde una de las partes. Aquí el término violencia aparece siempre en singular y hace referencia exclusiva a la violencia «del otro», única que reconoce.

Desde el otro lado se apela a un «proceso democrático que debe darse en condiciones de total ausencia de violencia». Aquí, aunque el término aparezca igualmente en singular, se alude a una multiplicidad de violencias que incluyen tanto a «la propia» como a la de «los otros».

Tenemos aquí una primera diferencia clara entre los bloques litigantes: uno que niega ejercer ningún tipo de violencia, sólo la padece, y otro que reconoce tanto practicarla como padecerla.

Violencia «legitima» y/o negada-oculta

La negación de la violencia ejercida por parte de un Estado es un hecho consustancial a su propia existencia. La Historia nos demuestra que es así siempre, independientemente del régimen político bajo el que se constituya dicho Estado. Y es así, además, en un doble plano. El primero es la ocultación-negación sistemática de aquellos episodios que puedan chocar más de pleno con la declaración universal de los derechos humanos y resultar más sangrantes para el conjunto de la opinión pública, y el segundo la legitimación de determinadas expresiones de violencia ejercidas desde el poder en tanto que el Estado se arroga para sí «el monopolio del uso legítimo de la fuerza», parafraseando a Max Webber.

Es cierto que existe, más o menos, una especie de consenso social que da cobertura a esa legitimación del uso de la fuerza por parte del Estado, ya que es ampliamente asumido que éste debe tener un determinado poder coercitivo y se le asigna la labor de velar por el mantenimiento del orden público necesario para garantizar la convivencia. Sin embargo, la cuestión es que los Estados y quienes los representan tienden a simplificar estos preceptos hasta un límite maquiavélico: toda expresión de fuerza y/o violencia ejercida por el Estado es legítima, mientras que, por el contrario, toda expresión similar o de respuesta por parte de actores ajenos al Estado es ilegítima y delictiva. Se llega a esta situación dada la incongruencia de que siempre es el mismo Estado (alguno de los poderes o instituciones que lo representan) el encargado de regular y ejercer los mecanismos de control que puedan vigilar y ser garantes de que no se caiga en el abuso en el ejercicio de este privilegio. Es decir, la práctica nos demuestra con hechos que lo que se pone en marcha son mecanismos de justificación en vez de los necesarios y oportunos mecanismos de control que por lógica corresponderían. Es por eso que, en el seno de un Estado, el abuso en el ejercicio del poder y uso de la fuerza por parte del mismo solamente se puede plantear en alusión a otros Estados o regímenes políticos, nunca con respecto al propio.

Expresiones del tipo «fortalecimiento del estado de derecho» no son sino meros eufemismos de una progresiva relajación en las limitaciones al uso efectivo de la fuerza (violencia) por parte de las instituciones que representan al Estado. Y no hablamos sólo de utilización de fuerza física, sino de conculcación de derechos de forma selectiva y de negación de cauces a la voluntad popular para su desarrollo en condiciones de igualdad. Así, ante cualquier atisbo de crítica o mero cuestionamiento, se alude de forma recurrente a «la peligrosidad de poner en tela de juicio el funcionamiento de las instituciones y el propio ordenamiento jurídico», pero, ¿acaso no es igual de peligroso -o incluso más- para el funcionamiento democrático de una sociedad el que ambos sean incuestionables? ¿No es acaso ello mismo un síntoma de carencia democrática?

Si un Estado se limita a negar-ocultar cuantos abusos de poder y de uso de la fuerza se producen en su seno y, en cierta medida, a legitimarlos mediante la adopción de leyes que, atendiendo a situaciones e intereses puntuales o coyunturales, restringen derechos reconocidos universalmente; y si, por consiguiente, se otorga manga ancha a conculcaciones sistemáticas de los mismos… ¿Cuál es la cualidad que lo convierte en democrático en contraposición a modelos anteriores que hacían exactamente lo mismo? ¿La impunidad de los aparatos del Estado puede constituirse en la principal garantía del «buen funcionamiento» de una democracia? ¿Puede ser democrático un Estado que convierte las palabras legalidad y legitimidad en sinónimas? ¿O acaso es que todo se reduce a cumplir con la periodicidad de las urnas cada X años?

Todas las estructuras estatales son predemocráticas y la base para su democratización radica básicamente en los mecanismos de control, que, a mayor democracia, debieran tener un mayor desarrollo e independencia, y no a la inversa. Cuando estos mecanismos se relajan y rebajan, quedando como único control efectivo el ejercicio de un sufragio universal cada vez más devaluado (progresiva mayor abstención y descrédito de los políticos, amén de ilegalizaciones a la carta), la democracia pasa a constituirse en un dogma de fe, funcionando entonces las estructuras estatales al modo predemocrático y haciendo alarde de «fortaleza». Solamente en este contexto resulta entendible el que no se apliquen medidas de control para evitar o dificultar el ejercicio de la tortura (basta con negarla sistemáticamente), se consientan episodios de guerra sucia e incluso se justifiquen públicamente (de un modo más o menos velado y sin reconocer de un modo claro su existencia), se aprueben leyes restrictivas de derechos básicos enfocadas hacia un determinado colectivo y de aplicación exclusiva contra el mismo (ley de partidos y algo tan inaudito como la liberación condicional de detenidos con la prohibición expresa de participar en política)… Todas ellas formas de violencia política que, y esto lo hace todavía más grave desde un punto de vista democrático, en la práctica parecen no suponer ningún desgaste político a quienes las diseñan, aplican y practican. Y todo ello avalado por un frente judicial que actúa al dictado del político. Ya no hacen falta ni pruebas ni garantías, bastan las conjeturas y… «Lo que dicen los Tribunales, va a misa».

Se trata, en definitiva, de una violencia institucionalizada. Es así tanto en los casos en que se reconoce y legitima (se le da forma legal) como en los que se niega-oculta (pacto de silencio interinstitucional alegando razones de estado de un índole superior).

La violencia señalada (Terrorismo vs. Lucha Armada)

La violencia no institucionalizada, la que se reconoce desde las dos partes en litigio, no es negada ni trata de ocultarse. No se escuda en la legalidad porque no la ejercen actores que puedan producirla. Del mismo modo, y en consecuencia, su posible legitimidad es cuanto menos más difusa. Se considera a sí misma como una violencia de respuesta ante una situación previa de imposición por parte del oponente político y, desde ese punto de vista, es en la propia actuación de ese oponente donde busca su legitimación. No trata de consolidar o mantener un determinado orden social y/o político sino de subvertirlo o alterarlo en cierto modo hasta obtener el reconocimiento de algo previamente no reconocido, y, para ello, opta por el ejercicio de formas violentas en tanto las juzga necesarias, o cuanto menos oportunas, para la consecución de esa finalidad.

Como hemos dicho, se trata de una violencia universalmente visible en tanto notoria y no oculta ni negada, constantemente retratada o señalada, pero que es vista desde puntos de vista muy distintos -cuando no antagónicos- por los diversos actores en litigio. En este sentido, en sus visiones más extremas, se emplean dos términos diferentes para hacer referencia a ella: Terrorismo y Lucha Armada.

Terrorismo es el término elegido por quienes niegan a este tipo de violencia cualquier atisbo de legitimidad. Desde este punto de vista, resulta un vocablo muy oportuno en tanto se deriva de «terror» (miedo muy intenso). Quien ejercita cualquier tipo de acción calificada como terrorista tiene un objetivo por encima de cualquier otro, aterrorizarnos, de ahí que la cuestión sobre su posible legitimación, o la simple pregunta de por qué sucede eso, no tengan cabida. El terrorista (el así denominado) es un demonio, y punto. Una vez que a un tipo de acciones y a quienes las practican se les ha catalogado bajo esa denominación, ya no hay más qué hablar. Otra cosa es que acciones idénticas o similares tengan lugar en otros lugares y, por mor de la oportunidad o la propia conveniencia, se escapen a categorización tan rotunda. Así, el mismo Estado que califica sin ambages como «terrorista» cualquier respuesta armada o violenta ajena y/o contraria a sus instituciones, califica como «insurgencia» o «focos de resistencia», cuando no abiertamente como «libertadores» a quienes, mediante acciones similares, atentan contra instituciones que no le son gratas o regímenes (a los que ha contribuido a mantener, en muchos casos) cuando ya no le son útiles o necesarios. En estos casos, los que ejercen una respuesta violenta y armada con la intención de cambiar un determinado status-quo ya no son demonios sino combatientes. Mientras que el demonio pasa a ser ahora quien, amparándose en la legalidad, pretende mantener su legitimidad. Cuanto menos, curioso… ¿no?

Sea como sea, el demonio siempre es otro diferente del que lo señala, y quienes se arrogan la legitimidad para señalar siempre son los mismos: los representantes de los regímenes totémico-democráticos occidentales y de los Estados así constituidos. Es un desarrollo lógico de la película dicotómica de buenos y malos en la que nos han educado y educamos todavía hoy en día. El concepto de terrorismo no es sino la antepenúltima vuelta de tuerca en este sentido.

La Lucha Armada es otra cosa en cuanto, y precisamente por, que es algo cuestionable. Se puede estar de acuerdo con ella o no estarlo. Se puede valorar su oportunismo político o sus desafortunadas consecuencias. Se puede rehusar desde un punto de vista ético o no hacerlo (al fin y al cabo, la ética es algo moldeable y circunstancial, existiendo realmente las éticas, plurales y diversas). Lo sustancial en el concepto de Lucha Armada es que se trata de un concepto abierto, sujeto a todo tipo de elucubraciones y disquisiciones tanto interpretativas como valorativas, algo que no ocurre con el concepto cerrado de «Terrorismo». Esa es la diferencia básica: mientras que aludiendo a la Lucha Armada es razonable el preguntarse algo tan básico como «el por qué» o «el para qué», llamándolo «Terrorismo» nos podemos evitar todo tipo de cuestionamientos; el prejuicio apriorístico es tan rotundo que sólo cabe la condena como respuesta «natural». Hablar de posibles causas u objetivos no encaja en un esquema clásico del terror por la propia carga de irracionalidad que conlleva el término.

Lo cierto es que, en contraposición al terrorismo, la lucha armada si es algo sobre lo que razonablemente se puede debatir, construir planteamientos lógicos y valoraciones, extraer conclusiones y, en última instancia, justificar o repudiar. Lo innegable es que es un tipo de respuesta extrema, por lo que la primera cuestión a responder sería: ¿existe causa suficiente para la adopción de una medida tan drástica? La respuesta será positiva ó negativa dependiendo de la valoración subjetiva que uno haga del hecho «objetivo» concreto que actúa en el origen. De hecho, ante cualquier situación que nos podamos plantear, por nimia que esta sea, tal es el mecanismo propio de la actividad de razonar: ante un hecho o estímulo (real o así percibido) tratar de encontrar nuestra respuesta proporcionada (adecuada) al mismo.

Presuponer una causa no es lo mismo que compartirla (tal y como hoy en día nos quieren hacer ver) y mucho menos legitimar un determinado tipo de respuesta. Sin embargo, prescindir de la causa hasta el punto de renunciar a su búsqueda si supone siempre una renuncia a la razón (que no es estar en lo cierto, sino el acto propio de razonar). Lo que se pretende una vez más, y en última instancia, es convertir en sinónimos siameses los términos legalidad y legitimidad, como si hubiésemos olvidado que todos los regímenes tiránicos que hasta hoy han sido precisamente era eso lo que hacían (en el franquismo o el nazismo también había leyes y tribunales que aplicaban la legalidad vigente y forzosamente legítima).

Ahora bien, lo mismo que la causa (la compartamos o no) es determinante para iniciar la búsqueda de una respuesta, el objetivo debe serlo igualmente para la adopción o concreción de la misma, al menos si lo que se pretende es que la respuesta sea un medio y no un fin en sí mismo. Quiere esto decir que la causa (o su interpretación de la misma) sirve como justificación a la necesidad de una respuesta, pero no tiene porque ser determinante en la elección de la misma. «Algo hay que hacer, pero… qué». Puede haber una multiplicidad de respuestas posibles y, además, cualquier respuesta debe valorarse (y por tanto, continuamente cuestionarse) en función del objetivo perseguido mediante la misma.

La Lucha Armada, para ser tal, debe cumplir cuanto menos dos premisas fundamentales: responder a una situación no deseada o considerada alienante y buscar un objetivo claro y preciso, al tiempo que razonable, de superación de dicha situación. Y estas dos premisas son, además de necesarias en una hipotética situación de Lucha Armada, los dos grandes retos que dificultan la asunción de este tipo de respuesta por los condicionantes propios de su posterior desarrollo (necesidades inherentes a la lógica militar que impone gradualmente, cada vez más, un esquema donde la razón -el acto de razonar- va cediendo espacio). El síntoma más plausible del deterioro en una situación de Lucha Armada comienza cuando se pasa del concepto de «mal menor necesario» a la necesidad del «cuanto peor, mejor». Cuando para justificar la misma debe recurrirse sistemáticamente a parámetros de resistencia, y máxime tras décadas haciendo uso de la misma, no parece muy razonable persistir en un tipo de respuesta tan «drástica» por mera cuestión de inercia (la enorme exigencia de sacrificio y el sufrimiento que se genera son un precio demasiado alto a pagar).

Por otra parte, las tan cacareadas exigencias «al fin del terrorismo» me parecen un tanto esperpénticas por dos razones obvias (al menos, para mí). Primero, porque el verbo exigir creo que sólo es apropiado para utilizarlo uno consigo mismo; y segundo, porque pienso que el terrorismo es un fenómeno que aún no se ha iniciado, aunque, a nivel mundial, con la propaganda que se le está haciendo y la supremacía de lo «virtual» hacia la que nos dirigen me parece bastante posible que, más pronto que tarde, acaben por generarse grupos armados organizados, ajenos a cualquier causa o ideal, que adopten ese principio del terror como algo propio y lo asuman realmente como finalidad. «De tanto mentar al diablo, quizás éste acabe por manifestarse».

El cese de la(s) violencia(s) o el final de un ciclo

Tras el análisis (mediante tipificaciones construidas de forma expresa para el mismo) de las diversas violencias presentes en el conflicto, llega la hora de echar pie a tierra y pisar suelo «firme» (es un decir).

Parece ser que nos aproximamos (si es que no estamos ya inmersos de pleno) a una especie de final de ciclo que, al menos si atendemos a los acontecimientos de estas últimas fechas, supondrá cuanto menos la ruptura con el viejo esquema de «acción-represión-acción…» poniendo freno a esa espiral a modo de círculo vicioso que nos colocaba ante un escenario de secuencias repetitivas. El resultado, como no podía ser de otra forma tras décadas de representación, venía a ser una obra o función donde cada actor tenía ya más que aprendido su papel. Bastaba con ceñirse a una interpretación rigurosa sin el mínimo resquicio a la improvisación y clonar continuamente discursos sin más carga de profundidad que la buscada en el hecho de su propia reiteración, obteniendo por resultado más notorio una progresiva prostitución de las propias palabras empleadas tras configurar todo un universo de retórica vacía. Cierto que, de cuando en cuando, se han ensayado algunos cambios de decorado que, como consecuencia de las inercias y tics adquiridos a lo largo de los años, no lograron nunca dar el mínimo giro al contenido de la obra, que seguía discurriendo, salvo ligeros matices, según el mismo guión una y mil veces repetido. Como resultado de todo ello, la asepsia y el hastío se han ido expandiendo por todo el conjunto del entramado social.

Hace ya tiempo que parecía claro que alguien, y de alguna forma, debía romper esta monotonía en una obra cada vez más tediosa para todo el mundo (incluidos los actores con mayor protagonismo). Tampoco debemos olvidar que el teatro en el que se representa esta función no es otro que el mundo real, la propia vida, por lo que aparte de tediosa resultaba trágica y dolorosa al generar víctimas de carne y hueso, sin otra posibilidad de vida o de proyecto de tal que la apostada en la propia representación. Y ha sido así tanto de un lado como del otro, sin entrar en cuantificaciones, salpicando además a cada vez un mayor número de actores tangenciales y extras desde cada uno de los frentes (ampliación de «posibles objetivos militares», desde un lado; y extensión de la represión a cada vez más sectores sociales mediante «la teoría del entorno», el «todo es ETA» y las ilegalizaciones a la carta, desde el otro).

Pero… ¿y quién podía ser ese alguien?

Volviendo a la tipificación de dos actores en litigio, y dado que uno de ellos se apoya en el actual status-quo u orden institucional mientras que el otro trata de subvertirlo o modificarlo, parece clara la existencia de una mayor probabilidad desde este segundo. El primero, en tanto aspira a mantener el orden imperante, parece reunir un mayor número de condicionantes para sentirse más cómodo, dado que la obra desembocaba una y otra vez en el inmovilismo (y esta alusión a la comodidad no pretende en nada trivializar el real y efectivo sufrimiento de las víctimas de entre sus filas, ni mucho menos). Digo esto simplemente porque, en pura lógica, dada esta tesitura es el actor que aspira a obtener un cambio que no termina de producirse quien más fácilmente puede sentir la necesidad de un giro o de proponer variantes de mayor profundidad.

¿Y cómo romper con esa inercia monótona y generar un cambio de verdadero calado? Pues parece igualmente lógico que, tras haber ensayado otro tipo de variantes sin un resultado apetecible, se opte por un giro que afecta al eje o rasgo característico fundamental de su visualización en el conflicto: en este caso, el empleo de la Lucha Armada. Si realmente este eje desaparece de la escena, no sólo habrá de reinventar hasta un cierto punto su personaje, sino que el cambio en el conjunto de la representación también será importante, pudiendo (y esto sería lo ideal) obligar a que el resto de personajes, y especialmente el oponente, también sientan la necesidad de reinventarse en alguna medida.

Tampoco es conveniente ser tan ingenuo como para pensar que este paso es por sí sólo una especie de panacea o que así ya está todo resuelto. ¡Ojalá fuese tan sencillo! Queda que el actor oponente se avenga a adecuar su papel a las nuevas circunstancias. Y esto, en principio y a día de hoy, parece más difícil que vaya a producirse, sobre todo teniendo en cuenta que parten de una inercia sistemática que les empuja a la negación-ocultación de sus actos de violencia más extremos y que, además, albergan la «sensación de estar ganando». Pero puede que también comiencen a sentir un ligero vértigo de que la enorme carga de cinismo que atesoran en su bagaje pueda quedar de golpe al descubierto, ya que los discursos machacones que han venido manteniendo (con sus continuas alusiones a la ética, hipócritas e interesadas por venir de quienes están acostumbrados a esconder su mierda bajo la alfombra) no se sostendrán por mucho tiempo tras caer uno de los ingredientes del esquema «acción-represión-acción…» en el que se sustentaban, impidiéndose así la secuencia cíclica de justificación perpetua de las acciones propias como consecuencia directa de las ajenas. Si cada uno debe justificar sus propias acciones, de persistir en una represión acorde a los actuales parámetros, el carácter de la misma aparecerá más visible para el conjunto de la sociedad, en toda su desnudez y crudeza, y entonces deberá ser la sociedad, el propio pueblo quien castigue a quienes opten por su perpetuación sin atender a las nuevas circunstancias. Hasta ahora ha sido muy fácil para todos echar en cara a los demás lo que se han callado, lo difícil va a ser encarar lo que se ha ido escudando tras el silencio propio. Y aquí, sin entrar en quién más y en quién menos, todo el mundo ha utilizado el silencio en beneficio propio.

Sea como fuere, lo cierto es que todo parece indicar que estamos en puertas de un cambio de ciclo que abre (si se consolida, lo acabará haciendo pese a las múltiples resistencias) un abanico de nuevas posibilidades. Parece indudable que algo se mueve dentro de los parámetros en los que, durante las últimas décadas, se han venido desarrollando los acontecimientos en este nuestro insoslayable «conflicto vasco». Y eso, ya por sí sólo, me parece de una importancia irrebatible porque supone cuanto menos el cuestionamiento de ciertas inercias y actitudes dentro de un engranaje desde hace tiempo enquistado. Otra cosa es que, al hablar del «conflicto» en toda su dimensión y complejidad, debamos tener bien claro que, si bien el cese de la lucha armada supone un cambio sustancial en el discurrir del mismo, de ningún modo supone su resolución (y esto, aunque lo nieguen sistemáticamente, lo saben tan bien como el resto quienes una y otra vez repiten que el problema es sólo ETA).

Tampoco, y ello por más que algunos se empeñen en vociferarlo a los cuatro vientos, el cese de la lucha armada supone el cese de la(s) violencia(s), algo que para producirse realmente necesita del acompañamiento de otros muchos factores, empezando, por supuesto, con el cese de las actuaciones vinculadas de un modo más directo con la acción represiva y las medidas de excepción adoptadas con la excusa de su existencia.

Eneko Herran Lekunberri. Licenciado en Sociología.