Julieta Kirkwood alude al concepto sartreano de la mala fe para explicarse el comportamiento de las mujeres con doble militancia que asisten a los Encuentros Feministas: «… las mujeres políticas van a los Encuentros Feministas, pero no quieren aceptar que van (…) La mala fe no engaña a los demás, es distinta de la mentira. […]
Julieta Kirkwood alude al concepto sartreano de la mala fe para explicarse el comportamiento de las mujeres con doble militancia que asisten a los Encuentros Feministas: «… las mujeres políticas van a los Encuentros Feministas, pero no quieren aceptar que van (…) La mala fe no engaña a los demás, es distinta de la mentira. La mala fe es tal porque sólo se engaña a sí misma. La mala fe se hace evidente, se hace manifiesta en la presencia divorciada del discurso. La mala fe lleva inscrito en la frente: Queremos estar ahí como mujeres, pero no lo reconoceremos» (en Ser política en Chile). La autora elabora una crítica certera contra la doble militancia; sin embargo, existen feministas vergonzantes (haciendo referencia a la expresión que usaba Elena Caffarena) que han socializado muy mal el discurso de Julieta Kirkwood para LEGITIMAR dobles y triples militancias.
Las dobles militancias de las feministas no son sólo específicamente partidistas o religiosas; la principal y fundamental doble militancia radica en la adhesión -y admiración- al proyecto civilizatorio de la masculinidad, como si fuera el único posible. Es decir, militen o no en un partido político, esto se manifiesta en la incapacidad de abandonar el modelo de lo femenino, que traducido en feminismo, carece de espacios políticos independientes, capacidad de autonomía y, en consecuencia, de pensamiento propio. El fracaso del feminismo es la no construcción de un referente ideológico consistente y distinto a la macroideología masculinista. Referente válido para que todas las mujeres de este mundo desechemos la feminidad y contenedor de una propuesta humanizadora para la sociedad en su conjunto. La «presencia divorciada del discurso» a la que se refiere Julieta y, para mí, la más radical, se expresa en tener un cuerpo sexuado mujer, pero usar un discurso masculino/femenil. Esta disociación da cuenta de una profunda ENAJENACIÓN (1).
Creo que la mayoría de las feministas sospecha algún tipo de fracaso del movimiento; sin embargo, no está dispuesta a renunciar ni a poner en cuestión -de verdad- las repetidas estrategias políticas de siempre: acciones de resistencia, de protesta y denuncia callejeras -los en contra-; hacer lobby, advocacy o cabildeo -incidencia en las agendas-; retraducir al Estado -ángel de la guarda-; atacar los núcleos duros estructurales del patriarcado -trepar por las fisuras- (…). Todo este repertorio busca, de una manera u otra, la legitimidad del sistema vigente y está asociado a intereses económicos y espacios concretos de poder: programas, ONGs, redes, coordinadoras, proyectos, partidos, medios, academia, iglesia.
La resistencia de la mayoría de las feministas a asumir, públicamente, sus equivocaciones -aceptación que tendría que ir acompañada de un análisis crítico y honesto, con una visión política e histórica- es la misma que surge a la hora de explicitar la ideología que sustenta esas prácticas, pues hacerlo implicaría que importantes sectores del feminismo no sólo pusieran en cuestión los espacios de poder antes descritos, sino que, junto con esto, se hicieran cargo de su responsabilidad histórica en la desarticulación del movimiento y en el continuo reciclaje del patriarcado; es decir, tendrían que responsabilizarse de su complicidad con el modelo político y económico de la masculinidad y reconocer el miedo al vacío de quedarse sin proyecto de futuro, que no es otro que la perpetuación del mismo sistema, cada vez más deshumanizado y sostenido en la desvalorización de la mitad del género humano.
Durante el (Encuentro Nacional Feminista) ENF-2005, escuché a algunas feministas cuestionar los resultados del feminismo de estos últimos 15 años, con argumentos como los siguientes: «el género se ha transformado en una camisa de fuerza / la tematización y fragmentación del conocimiento feminista / la cooptación de líderes / la profesionalización y especialización del feminismo / la desarticulación entre las feministas…». En esta argumentación se manifiesta, más concretamente, la «presencia divorciada del discurso», en la medida de que aparece disociada de las personas responsables que hay detrás, es decir, sin cuerpo y sin historia. En otros casos, se presenta como resultados contradictorios, legitimada por las clasificaciones de la sociología, en planteos del tipo «hemos conseguido avances en la política, pero aún tenemos desafíos en lo político…». En definitiva, todos estos cuestionamientos están contenidos en un discurso sancionado por la masculinidad y tributario a su sistema.
Más aún, en esta autocrítica (que ha empezado a sonar en los últimos tiempos junto a un deseo de reorganización), la mala fe se expresa en la absorción de los discursos rebeldes de pensadoras ligadas, históricamente, a la corriente autónoma (y no a la autonomía ni-ni de hoy en día); las que hace más de 15 años denunciaron -y analizaron- la funcionalidad del feminismo al sistema vigente. Aquéllas contra las cuales se ejerció una marginación (cooptación, inculpación, instalación del rumor, negación de recursos…) por no adherir al proyecto político/económico del sistema neoliberal y del gobierno de la Concertación, y al consecuente desmontaje del movimiento feminista chileno; más bien, por apostar a un cambio civilizatorio(2) . Toda absorción va acompañada de una limpieza, no sólo de nombres y apellidos (de historia), también del contenido rebelde, político y crítico de las propuestas, es decir, de la delación de las prácticas -poco éticas- de las feministas durante estos años.
La historia de María de la Cruz y las sufragistas también me da pistas para comprender el proceso que estoy describiendo. Julieta Kirkwood relata el episodio del desafuero de la senadora a principios de los cincuenta. A María de la Cruz se la acusa de «importación ilícita de relojes»; la acusación la presentan tres mujeres, cómplices del ataque concertado de los partidos masculinos de la época: «Nunca más -salvo los atisbos del feminismo actual- las mujeres quisieron asumir el derecho y la voluntad de hacer política autónoma» (en Ser política en Chile) (3). Esta historia está inscrita en nuestras memorias. ¿Acaso, no asumir el fracaso actual del feminismo es, finalmente, no querer asumir «el derecho y la voluntad de hacer política autónoma»? La voluntad solamente surge del amor propio y no del amor a los hombres y sus instituciones. Han sido las propias mujeres las que han intentado borrar esos atisbos de autonomía -a los que alude Julieta- del feminismo chileno de los ochenta y los noventa; me refiero, específicamente, a la recién publicada historia oficial del movimiento, escrita por tres feministas del Centro de Estudios de la Mujer (CEM). Esta negación es la negación de sí mismas.
Sartre afirma que en la mala fe se juega a ser algo que no se es. Lo grave -y a la vez iluminador- en la mala fe es que, por así decirlo, se es también lo que no se es (Diccionario de filosofía, J. Ferrater Mora). Las mujeres no somos lo femenino; sin embargo, en este modelo quedan atrapadas aquéllas que juegan a ser feministas, sosteniendo el sistema vigente con estrategias que lo remozan. Desechar este orden simbólico/valórico (masculino/femenino/feminista), ¿será un paso para iniciar un análisis honesto sobre nuestra historia y nuestras prácticas políticas?
Notas:
1 Para el concepto masculinidad/feminidad ver Margarita Pisano: www.mpisano.cl
2 El caso más representativo -entre otros- en Chile, y también en Latinoamérica, es el de Margarita Pisano.
3 María de la Cruz -justicialista- se apropia del proyecto de las sufragistas; por lo tanto, «la caída» no sólo es de ella, sino de todo el movimiento que estaba detrás.