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El futuro de las ciudades

Fuentes: El País

La reciente evolución urbana vivida en numerosas ciudades francesas hace pensar sobre el desarrollo social llevado a cabo Cuando las ciudades fían todo su futuro en las nuevas construcciones acaban no reconociendo su pasado En cualquier ciudad verdadera uno camina y se roza con otros, dice la frase inicial de la película Crash, tratando de […]

La reciente evolución urbana vivida en numerosas ciudades francesas hace pensar sobre el desarrollo social llevado a cabo

Cuando las ciudades fían todo su futuro en las nuevas construcciones acaban no reconociendo su pasado

En cualquier ciudad verdadera uno camina y se roza con otros, dice la frase inicial de la película Crash, tratando de situarnos en el contexto actual de la realidad urbana de Los Ángeles, en California, donde nadie se toca, situados todos detrás del vidrio o del metal. En ocasiones, continúa diciendo el film, incluso se ven obligados a chocar para poder sentir algo. En esta línea de cosas, Orvieto, en Toscana, es la capital mundial de las ciudades lentas. En la entrada, donde el pozo de San Patricio señala el lugar de peregrinación para miles de irlandeses, se encuentra la inscripción en piedra de un caracol, que la acredita como una de las ciudades adscritas a la organización de las ciudades lentas. El movimiento es reciente pero va imponiéndose entre ciudades y ciudadanos que mantienen el criterio de conservar su medio ambiente, su patrimonio, y en definitiva su calidad de vida.

Primero surgió el slow food, la comida lenta, en oposición a los establecimientos que invadían las ciudades con productos y servicios ajenos a la realidad del país. Tras el best-seller, Fast food nation, ahora le ha tocado el turno al film de Richard Linklater, sobre el mismo guión, recién presentado en Cannes, que analiza los problemas ocultos tras la obesidad de millones de estadounidenses. De modo análogo, en un futuro próximo no es de extrañar que proliferen los slow travel para hacer frente a los vertiginosos viajes, denominados de placer, que constantemente amenazan con ayudarnos a visitar todo el planeta en tan sólo unos días.

Cuando las ciudades fían todo su futuro en las nuevas construcciones acaban no reconociendo su pasado, y Valencia, ante la proliferación de proyectos inmobiliarios, debe cuestionarse sobre el mismo. Así, evocando lugares que se salvaron del desaguisado que podía haberse cometido si el movimiento ciudadano no hubiera detenido en su momento las obras sobre las dunas del Saler o las vías rápidas sobre el lecho Túria, descalificado en aquel entonces por quienes no supieron entender las campañas «El Saler per al poble» o «El llit es nostre i el volem verd». O como sucede en la actualidad con la defensa de nuestro patrimonio histórico que llevan a cabo los, por algunos denostados, «Salvem», como es el caso del recientemente constituido en defensa de las históricas naves del edificio de Tabacalera.

Quizás hoy, en el siglo del correo electrónico y las comunicaciones instantáneas, no haya filosofía socialmente más avanzada que aquella de la lentitud, en la disposición del tiempo, en el trato con los demás y en el aprecio por su conversación, pero también en el respeto por la distribución de los espacios públicos y en el uso de los edificios emblemáticos que contribuyen a configurar un barrio, como es el caso de los de Botànic y Cabanyal, y ahora con el de Exposició. Precisamente en estos años de globalización sólo las ciudades que mantienen una estructura urbana acorde con su identidad, merecen ser visitadas con detenimiento, y degustar su cocina con sosiego, pues este continúa siendo probablemente uno de los hechos diferenciales más característicos del país que se visita.

Adolf Beltrán en su oportuno alegato contra la indolencia ciudadana, La Valencia fea, afirma que hoy en día la belleza, en lo concerniente a las ciudades, sólo puede calibrarse a partir de calidades como la funcionalidad, la coherencia, la sinceridad formal, y el equilibrio interno. La reciente conferencia del presidente de AVE, Francisco Pons, en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Valencia, y una entrevista concedida por José Vicente González, presidente de la Confederación Empresarial Valenciana (CEV), al cumplirse un año de su mandato, apuntan en la misma dirección.

Volviendo a los planos iniciales de la excelente ópera prima, Crash, del director Paul Haggis, uno de los protagonistas afirma que Los Ángeles no es una ciudad de verdad, como aquellas donde las calles sirven para cruzarse y encontrarse, incluso tropezando físicamente, sino que tienen que recurrir a colisionar («crash») sus vehículos para poder sentir algo. De esta forma la ciudad se configura como protagonista de la película -y de las vidas de sus habitantes- mostrando los efectos de una determinada concepción urbanística en la deteriorada convivencia social.

Efectivamente, una ciudad con mayor número de nuevas construcciones puede no ser más apreciada que otra con mayor sensibilidad social, y tanto por sus propios ciudadanos como por potenciales visitantes. ¿Para cuándo pues optar por convertirnos en la ciudad de los valores? ¿Para cuándo la ciudad que, como afirma Adela García-Herrera, no busque solamente los hitos arquitectónicos sino los ejemplos de la convivencia?

La ciudad donde los ciudadanos puedan acertar a diseñarla según sus necesidades. Que atienda a los más débiles, que ayude a los más necesitados, que integre a los emigrantes, que tolere a los insumisos, y que respete a todos. Donde los impedidos físicos, bien asistidos, no puedan sentir envidia de los innumerables canes que abundan por doquier acompañados por solícitos amos. Donde los parques no sean una excusa eficaz sino un motivo central de las urbanizaciones. Donde las calles faciliten el encuentro y no la separación entre los ciudadanos. En las que abunden plazas para reunirse, los bancos para sentarse y donde los bulevares con jardines permitan seguir el paso de las estaciones. Donde innecesarias farolas no impidan ver el espectáculo del cielo, y el ensordecedor ruido no impida escuchar los sonidos. En las que los pasos de cebra sirvan para comodidad de los viandantes y no pongan a prueba su habilidad para sortear peligrosamente todo tipo de vehículos que pretenden recuperar segundos frente al retraso en civismo que llevan acumulado. En definitiva, donde los ciudadanos se sientan verdaderamente propietarios de su ciudad y no incómodos inquilinos que periódicamente reciben la visita del casero a la hora de pagar los impuestos.

La reciente revolución urbana vivida en numerosas ciudades francesas hace pensar sobre el desarrollo social llevado a cabo en las mismas. Las cifras de paro son alarmantes en barrios marginales donde las familias, en gran número procedentes de ex colonias francesas aparecen desestructuradas, los servicios sociales ignorados y el orden público desaparecido. Ante dos currículos de similares características, las empresas optan por contratar primero a quien no responde por Mohamed sino por Michel, aún cuando ambos sean franceses. Sólo Marsella, entre las grandes ciudades francesas, se salvó de la violencia callejera, probablemente porque los inmigrantes solían frecuentar, y habían hecho propio, el centro urbano. Puede que nos encontremos lejos afortunadamente de esta situación, pero ante la evolución de la sociedad en los últimos años, la recepción de una nutrida población inmigrante, la abstención de su participación ciudadana y el incremento de su natalidad entre la valenciana, se hace necesario recuperar normas de convivencia antaño habituales.

Donde el respeto mutuo sea la forma habitual de relación social y la cultura ajena sea entendida como expresión de libertad y enriquecimiento colectivo. De lo contrario la ciudad resultará cada vez más excluyente, y sus habitantes se localizarán en suburbios alejados del centro urbano, que cada vez menos frecuentan, y sólo se encontrarán al colisionar sus vehículos.