Semanas atrás fue nombrado Comisario provincial de Santa Cruz de Tenerife José Antonio Gil Rubiales. La noticia no merecería mayor atención si el funcionario en cuestión no hubiera estado relacionado con uno de los más graves y escandalosos sucesos acaecidos durante la denominada «transición democrática»: la tortura y posterior fallecimiento de Jose Arregui, tras su […]
Semanas atrás fue nombrado Comisario provincial de Santa Cruz de Tenerife José Antonio Gil Rubiales. La noticia no merecería mayor atención si el funcionario en cuestión no hubiera estado relacionado con uno de los más graves y escandalosos sucesos acaecidos durante la denominada «transición democrática»: la tortura y posterior fallecimiento de Jose Arregui, tras su paso por una comisaría. Armando Quiñones, autor de este extenso trabajo, no solo pone al descubierto la trama política y judicial que rodeó al caso, sino que además descubre aspectos ineditos del historial del hombre al que hoy el Estado ha otorgado la función de proteger a la ciudadanía de estas Islas.
Se cumple, justo ahora, casi un cuarto de siglo. Sucedió un mes de febrero. Un febrero excepcional que terminaría pasando a la historia contemporánea del Estado Español. Corría el año 1981 y la tensión política que se respiraba en el país sobrepasaba con creces los límites de lo hasta entonces conocido. Conspiraciones militares, bandas fascistas que atacaban a las manifestaciones de izquierda, una potente ofensiva militar de ETA… La Unión de Centro Democrático (UCD), heredera del aparato del Estado franquista, saltó hecha pedazos. Su líder, Adolfo Suárez, ex secretario general del «Movimiento», la organización política del franquismo, había presentado por aquellas fechas su dimisión. La derecha, que administró el poder durante cuarenta años, se encontraba fuertemente fragmentada. Santiago Carrillo, Secretario General del PCE, definió al partido gubernamental con una frase que hizo fortuna en los medios de comunicación. «La UCD -dijo- no es una organización política, es una jaula de grillos».
Semejante circunstancia no estaba provocada solamente por las rivalidades y ambiciones políticas de los diferentes «barones» de ese partido. La atmósfera del país se había tornado convulsa: fuga de capitales, un vertiginoso crecimiento del paro que afectaba a más de un 20% de la población laboral; un irresuelto conflicto con las nacionalidades históricas (Cataluña, Euskadi y Galicia); una inflación galopante que superaba el 16%; agitación social… Diríase que en el espacio de unas pocas fechas se habían acumulado los problemas pendientes de toda la historia del Estado español. La situación tendía a convertirse en explosiva, porque la clase social que detentaba los resortes del poder político y económico desde la guerra civil había perdido la fuerza y el crédito necesario para intervenir en la orientación de los acontecimientos. La sociedad y sus problemas desbordaron a los dirigentes gubernamentales. El control se les había ido de las manos. Pese a que el gobierno de la UCD contaba con el respaldo y el compromiso de los partidos mayoritarios de la izquierda -PCE y PSOE- cuya política de «apaciguamiento social» le servía de colchón para atenuar el empuje de las reivindicaciones populares, empezaba a estar claro que para recuperar el poder de siempre, la burguesía necesitaba piezas de recambio gubernamental que fueran capaces de aplicar las medidas drásticas que la estabilidad de sus intereses demandaba.
En ese contexto inquietante, el día 13 de Febrero fue detenido por la policía en Madrid José Ignacio Aguirre Izaguirre, de treinta años, camionero de profesión y vasco de origen. Se trataba, según el Ministro del interior, de un presunto miembro de la organización armada Euskadi ta Askatasuna (ETA). En virtud de las leyes antiterroristas en vigor, el detenido permaneció nueve días incomunicado en los calabozos de la Seguridad del Estado, sometido a interrogatorios policiales. El noveno día, cuando fue trasladado a prisión, su cuerpo era una auténtica piltrafa. Las autoridades penitenciarias, atemorizadas por el aspecto que presentaba, dieron órdenes inmediatas de ingresarlo en la Prisión-Hospital de Carabanchel. De acuerdo con lo que declaró luego un alto cargo del ministerio de Justicia, cuyo titular era entonces Fernández Ordoñez, «Aguirre llegó a Carabanchel destrozado».
Tres presos políticos -también internos en el mismo hospital- manifestaron que su estado era lamentable. «Al observar sus párpados totalmente amoratados -declararon- y un gran derrame en el ojo derecho, así como las manos hinchadas, le preguntamos el tipo de tortura que había sufrido y respondió: «Oso Latza izan da» (ha sido muy duro). Me colgaron en la barra varias veces dándome golpes en los pies, llegando a quemármelos no sé con qué; saltaron encima de mi pecho; los porrazos, puñetazos y patadas fueron en todas partes». Su cuerpo era un amasijo de llagas, moretones y quemaduras. Su estado era de tal gravedad que sólo logró sobrevivir unas horas.
«Murió en nuestras manos. Venía todo ennegrecido. El practicante dijo ‘Yo aquí no tengo donde pinchar’, manifestó el preso político que permaneció junto a él durante sus últimos momentos. «Las plantas de los pies, -prosiguió- las tenía todas rojizas con infinidad de cráteres fruto de los cigarros apagados contra su piel. Venía con el jadeo de la muerte. Este camionero de Zizurkil era muy fuerte físicamente, quería ducharse, pero no le dejamos, lo metimos en la cama, lo tapamos y llamamos al practicante. Su última compañía fui yo, un militante del PCE(r) y un militante de ETA Político Militar. Arregui hablaba en euskera con el compañero vasco y él nos traducía. Con respecto a mí nunca olvidaré las últimas palabras que dijo tratando de darnos ánimo «peor te han dejado a ti en una silla de ruedas». Minutos después lo llevaron a rayos y allí murió.»
El propio informe oficial del forense no puede ocultar la evidencia. En el texto del resultado de la autopsia, que el Ministro del Interior trató de ocultar al conocimiento público, se puede leer:
1. «La causa de la muerte ha sido un fallo respiratorio originado por proceso bronco neumónico con intenso edema pulmonar bilateral y derrame de ambas cavidades pleurales y pericardio.
2. Los hematomas superficiales, las erosiones y esquimosis demuestran violencias físicas sin relación etiopatogénica con el proceso bronco neumónico.
3. Las quemaduras en ambos pies no son recientes, pero tampoco antiguas, ya que todavía están en fase de reepitalización grave y han sido sometidas a tratamiento tópico.
4. Hay punturas de actuación terapéutica intramuscular e intravenosa».
Pero, ¿qué podía tener que ver una «bronconeumonía» con las torturas que supuestamente se había infligido al detenido José Arregui en comisaría? Santi Brouard, médico pediatra y dirigente de la organización abertzale HASI, señaló por aquellas fechas que «la bronconeumonía constatada por la autopsia en el cuerpo del fallecido estaba causada por la práctica de la tortura conocida como «la bañera», que consiste en introducirle la cabeza a una persona en un recipiente con agua sucia, impidiéndole respirar durante minutos». En opinión de Brouard – que tres años después sería asesinado en su despacho por las bandas parapoliciales del GAL- «el torturado se ve obligado a tragar el líquido, que penetra con todos sus gérmenes en los pulmones produciendo la bronconeumonía».
UNA MAREA DE PROTESTAS
Perder la vida en una comisaría no era un hecho nuevo en España. A lo largo de los cuarenta años que duró la dictadura de Franco sucedió frecuentemente. Muchos luchadores, hoy ignorados en nuestra historia oficial, dejaron sus vidas en las dependencias policiales del franquismo. Pero la posibilidad de morir en una comisaría no desapareció con el dictador. Tan solo cuatro meses antes del fallecimiento de Arregui, José Espaía Vivas, militante, -según la policía-, de un grupo izquierdista, ingresó cadáver en la Ciudad Sanitaria Provincial, procedente de la Dirección de la Seguridad del Estado. Y poco tiempo después, tres jóvenes almerienses, supuestamente «confundidos» con etarras, eran torturados hasta la muerte por un teniente coronel de la Guardia Civil y varios de sus subordinados. Para ocultar el crimen los metieron en un coche y lo incendiaron.
Aquí en Canarias, sin ir mas lejos, el obrero Antonio González Ramos, miembro del PUCC (1), partido en el que militaba el hoy senador socialista Arcadio Díaz Tejera, falleció tras las brutales sesiones de tortura a las que le sometió el policía José Matute. Este inspector, de triste memoria en nuestra isla, brincó sobre el tórax de Antonio González hasta causarle la muerte. Matute fue indultado y continuó trabajando en el Cuerpo General de Policía.
Pero, a diferencia de casos precedentes, el rápido conocimiento público de las circunstancias en las se había producido la muerte de Arregui y la filtración de las fotografías de su autopsia, sobrecogieron a todo el país y a la opinión pública internacional. La protesta cundió a lo largo de toda la geografía del Estado. Euskadi quedó totalmente paralizada por una huelga general, acompañada de una manifestación de más de trescientos mil vascos, según la prensa francesa. El PCE, que hasta hacía poco tiempo reclamaba un gobierno de coalición con la UCD y el PSOE, en una declaración de su comité Ejecutivo manifestaba que «la muerte de José Arregui Izaguirre «muestra que en la Dirección General de Seguridad se sigue torturando y se muere bajo la tortura, con los mismos métodos que se utilizaban bajo la dictadura franquista y, en muchos casos, por los mismos hombres que los aplicaron entonces…»
La magnitud del caso obligó a los sectores políticamente más tibios a tomar prudentes distancias ante unos hechos que salpicaban a todo el sistema. El periódico El País -mentor y guía de la llamada «transición pactada»- decía en un editorial: «De confirmarse que la muerte de José Arregui, cuyo cuerpo agonizante fue entregado por el Ministerio del Interior al Ministerio de Justicia, se ha producido como consecuencia de torturas o de tratos inhumanos, comportamientos penados, por lo demás, en el artículo 204 bis del Código Penal, nos encontraríamos ante un delito cuya responsabilidad puede afectar al propio titular del Ministerio del Interior y otros altos cargos del departamento, en el caso de que los presuntos culpables no sean detenidos y puestos a disposición del juez».
Los obispos de Bilbao, Luís María de Larrea y Juan María Uriarte, y el obispo de San Sebastián, José María Setién, se pronunciaron en una declaración conjunta condenando los hechos. En el comunicado elaborado por los obispos se señalaba que «ninguna razón, ni siquiera la seguridad ciudadana bien entendida, justifica el recurso a la tortura».
La USP, un sector sindical minoritario del Cuerpo General de Policía, expresó «su repulsa más enérgica por la muerte de Arregui Izaguirre, y condena sin paliativos» de lo que denominó «un acto incalificable». La policía -decía el comunicado de la USP- es la encargada de velar por la defensa de los derechos, y el primer derecho a defender es la vida. En un Estado de Derecho, y España lo es, la policía no puede bajo ningún pretexto exceder su actuación del marco de la ley, y no tolera que su imagen sea manchada por actos como éste».
El ministro de Justicia, Fernández Ordóñez, abrumado por la dimensión que tomaban los acontecimientos, manifestó a sus allegados que «la policía quiere quitarse el muerto y cargármelo a mí». La muerte de Arregui en las dependencias del Ministerio del Interior provocó una fuerte crisis en las relaciones de éste con el Ministerio de Justicia. Finalmente resultó imposible evitar que los medios de comunicación tuvieran conocimiento del conflicto.
Hasta la prensa europea más conservadora y la burocracia de las cancillerías francesa y alemana se vieron obligadas a dar muestras de su decepción por el proceder de sus homólogos españoles. Los antiguos jerarcas de la Falange y el «Movimiento» reconvertidos ahora en «demócratas», empeñados en presentar una fachada liberal de sí mismos, veían ahora seriamente amenazado su prestigio.
Ante tales circunstancias y pese al considerable poder del que disponían los sectores ultraderechistas en el aparato represivo del Estado -Fuerzas Armadas y Cuerpo General de Policía- el gobierno de la UCD no tuvo otra alternativa que iniciar las diligencias que condujeran al procesamiento de los policías implicados en el «caso Arregui».
Pero una nueva dificultad vino a entorpecer el intento del gobierno de despachar el caso con prontitud y sin grandes complicaciones. Las primeras investigaciones realizadas demostraron que más de setenta policías habían participado en las ruedas de interrogatorio del detenido. Muchos de ellos eran antiguos integrantes de la temida brigada político-social del franquismo. Según «Daniel Abad», -seudónimo tras el que se esconde un comisario de policía en el libro «Yo maté a un etarra»- en el asesinato de Arregui se produjo una auténtica rivalidad entre las diferentes brigadas, que se disputaban al detenido pretendiendo obtener con ello méritos y compensaciones. Arregui fue tratado como una presa cotizada, tras la cual se escondía el celo supuestamente «profesional» de gente sin escrúpulos. Los policías se comportaron como una genuina manada de lobos rivalizando por el trofeo. Finalmente concluyeron su disputa descuartizando a su víctima.
Con unos cuerpos de seguridad infectados por ex miembros de la policía política del franquismo, ideológicamente afines a las posiciones fascistas más recalcitrantes, la operación de «lavado de cara» que el gobierno de Suárez pretendía realizar, llevando al banquillo sólo a siete agentes de los setenta que habían participado en aquella orgía de palizas y torturas, no iba a contentar a nadie. Las influyentes huestes franquistas instaladas en el Ministerio del Interior, comisarios y jefes de secciones y departamentos, intentaron paralizar las medidas que se habían emprendido contra los policías encausados.
En una operación concertada presentaron masivamente la dimisión de sus cargos. Asimismo, la jerarquía del Ejército hizo constar su disconformidad con el procesamiento de quienes provocaron la muerte del presunto miembro de ETA. Pero en la calle la opinión pública estaba demasiado horrorizada por las repugnantes características del caso. Y, por otra parte, en cuanto a política exterior, el gobierno español estaba muy interesado en romper el aislamiento al que la dictadura había estado sometida en el pasado. El callejón, pues, parecía no tener salida.
UN OPORTUNO «GOLPE DE TIMÓN»
Un evento imprevisto vino a desplazar a un segundísimo plano la tensión generada por el «caso Arregui». En la tarde del 23 de Febrero de 1981, el teniente coronel Antonio Tejero, a la cabeza de un destacamento de guardias civiles, tomó a punta de metralleta el Congreso de los Diputados. Simultáneamente, el capitán general de la III Región militar, Jaime Milán del Bosch, proclamaba el estado de sitio y sacaba los tanques a la calle. Otros muchos titulares de diferentes Capitanías Generales, se mantuvieron a la expectativa, pendientes de la dirección que podían tomar los acontecimientos.
Durante el asalto al parlamento, algunos de los policías que dirigieron y participaron en el interrogatorio y torturas de Arregui, se acercaron al edificio del hemiciclo para saludar «efusivamente» a Tejero y sus conjurados. Éste fue el caso de Manuel Ballesteros, sucesor del célebre torturador «supercomisario» Conesa y jefe directo de los policías que torturaron a Arregui. Según un testimonio presencial (2) Ballesteros «llegó dando voces de ¡viva España!, ¡ya era hora! y se abrazó entusiásticamente al teniente coronel Tejero». El comisario Ballesteros había sido un notorio miembro de la Brigada Político-Social en la época del franquismo. Pese a ser muy conocido por el maltrato que infligía a los detenidos ocupó altos cargos policiales en la época de UCD. Más adelante, lejos de ser desplazado, se le otorgaron responsabilidades de primer orden en el Ministerio del Interior del Gobierno de Felipe González. Finalmente, en la década de los 90, fue juzgado y condenado por su complicidad con los GAL.
EL PRIMER JUICIO
Aunque han transcurrido veinticuatro años todavía no se conoce con precisión ni la extensión, ni la red de complicidades, ni la envergadura de la conspiración del 23 de Febrero. Sin embargo, los efectos de aquella asonada militar son hoy evidentes. La pervivencia del aparato represivo franquista se consolidó y la Monarquía, forma de Estado impuesta por el dictador, obtuvo carta de naturaleza entre los partidos de una oposición que ya desde el año 76 había pactado la continuidad de la institución heredera del franquismo.
Como resultado de la nueva situación, de los setenta interrogadores que terminaron con la vida de José Arregui sólo dos fueron procesados: Julián Marín Ríos y Juan Antonio Gil Rubiales, este último recientemente nombrado Comisario Provincial de Santa Cruz de Tenerife. Aunque los efectos de la tentativa golpista se dejaron sentir sobre toda la sociedad española resultaba difícil -incluso para una judicatura tan vinculada a la Dictadura- evitar el procesamiento de estos dos policías, pues uno había sido instructor y el otro secretario del interrogatorio policial de Arregui. Es decir, responsables directos de todo lo que le sucedió al detenido.
El «juicio», celebrado en el curso del año 1983, tuvo características irritantemente cómicas. La Audiencia provincial de Madrid consideró que «no estaba probado que los policías Marín y Gil Rubiales causaran ningún daño a José Arregui». El alegato del fiscal fue vergonzosamente pusilánime. El representante del ministerio público sostuvo que los dos procesados solo habían cometido un delito de «torturas por omisión». Traspasando los límites de la credulidad más «ingenua» llegó a comparar la conducta de los procesados con la del «criado de un ciego que ve como un coche va a atropellar a su patrón y no hace nada por evitarlo». En el juicio, el policía Marín utlizó como «argumento fuerza» que «es público y notorio que los terroristas se autolesionan y después te denuncian por malos tratos». Razonamiento este último, por cierto, también utilizado por nuestro actual ministro y paisano Don Juan Fernando López Aguilar, cuando Amnistía Internacional le ha demandado reiteradamente una investigación sobre la práctica de la tortura en las comisarías españolas.
El hoy comisario de nuestra ciudad y Provincia, Gil Rubiales, utilizó un argumento más contundente para defenderse ante sus jueces. Manifestó «estar en posesión de la Cruz al Mérito policial con distintivo rojo y haber sido felicitado 70 veces -idéntico número al de los policías que interrogaron al detenido bajo su custodia- por su labor en la lucha antiterrorista».
En los ambientes judiciales nadie se sorprendió cuando la Audiencia de Madrid, en diciembre de 1983, pronunció una sentencia absolutoria. La Sala consideró que «no estaba probado que Marín y Gil Rubiales hubieran maltratado al detenido». Ni que decir tiene que el escándalo fue mayúsculo. Tanto que obligó a la sala segunda del Tribunal Supremo a anular la sentencia. El alto tribunal ordenó a la audiencia que dictara una nueva sentencia en la que asumiera «la responsabilidad de relatar lo sucedido».
SEGUNDO JUICIO Y SENTENCIA DEL SUPREMO
Dos años después, en septiembre de 1985, la sección quinta de la Audiencia Provincial de Madrid volvió a absolver a los imputados. Esta vez la sentencia negaba -en un increíble alarde de cinismo- que Arregui hubiera sufrido malos tratos, afirmando que «no se tiene en absoluto certeza de que las llagas en la planta de los pies fueran quemaduras».
El desafuero alcanzó tales vuelos que uno de los magistrados hizo constar en la sentencia su radical discrepancia con el resto de sus colegas. Juan Manuel Sanz Bayón, que así se llamaba el magistrado, en voto particular consideró que «las heridas en las plantas de los pies eran quemaduras» y afirmó que «los dos policías debían ser condenados por malos tratos.» Recurrida nuevamente la sentencia, en Octubre de 1989, casi nueve años después de cometidos los delitos, el Tribunal Supremo condenó a Julián Marín Ríos y Juan Antonio Gil Rubiales a ¡tres meses de arresto y tres y dos años respectivamente de suspensión de empleo y sueldo!
Como en las películas, cuando el «malo» es tan poderoso que no es posible que reciba su merecido, quienes por diversas razones siguieron el caso tuvieron que contentarse con un «happy end» que sólo pretendía lavar la cara de los aparatos coercitivos del Estado: la policía y la magistratura.
La sentencia concluía que «Arregui fue detenido el 4 de febrero y ese día no tenía quemadura alguna en la planta de los pies, mientras que el día 12 le fueron observadas quemaduras de segundo grado en dicha parte del cuerpo»… «Las quemaduras de segundo grado en las plantas de los pies fueron causadas en el curso de la investigación policial en la que intervinieron como responsables directos y principales los dos procesados, Julián Marín Ríos y José Antonio Gil Rubiales».
Y finalizaba añadiendo: «El monopolio de la violencia por parte del Estado ha de estar incondicionalmente al servicio de la Justicia y sólo cuando se desarrolla con estricta sujeción a los principios básicos constitucionales y del resto del ordenamiento jurídico, ( … ) queda la fuerza física legitimada».
De esta forma, a todas luces injusta e insatisfactoria, se cerraba uno de los casos más notorios de muerte por torturas de la España monárquica. Era evidente que el sistema cuidaba con mimo a sus custodios, independientemente de la calaña de los mismos. Con un rictus de cierta resignación en el rostro, un militante de una organización independentista tinerfeña nos comentaba estos días: «La balanza de la justicia española aplica raseros diferentes atendiendo al caso de que se trate. A alguien disfrazado de defensor del orden y la seguridad, como es el caso del actual comisario de nuestra ciudad, se le condena por torturas a un arresto de tres meses y dos añitos de suspensión. A un miembro de nuestras filas, en cambio, que participó en una protesta pública y pacífica se le condenó a un año de prisión y al pago de una multa de dos mil cuatrocientos euros. Francamente, no hay derecho»
GIL RUBIALES DESTINADO A «TERRITORIOS DE ULTRAMAR»
Cabía esperar que una vez formulada la sentencia por el Supremo ésta -pese a su levedad- se ejecutara de inmediato. Sin embargo, no ocurrió así. El ministro Barrionuevo, y su mano derecha Rafael Vera, tuvieron siempre especial interés en proteger a aquellos funcionarios policiales condenados a inhabilitación por malos tratos o torturas a los detenidos. Tal fue el caso, por ejemplo, del teniente coronel Rafael Masa, condenado a una pena de seis años de inhabilitación por torturas. No sólo no se le separó del servicio, sino que incluso fue promocionado a un destacado puesto en los servicios de Información de la Guardia Civil. Algo parecido ocurrió con quien hoy ha sido encargado de velar por nuestra seguridad -la de todos los tinerfeños- el comisario jefe José Antonio Rubiales. Pese a haber sido condenado a dos años de suspensión de empleo y sueldo continuó trabajando, como si nada hubiera sucedido, en la Brigada de Documentación, hasta que, por fin, la dirección del Cuerpo se vio obligada a hacer efectiva la condena. Una vez finalizada ésta se incorporó, a principios de 1992, también como si nada hubiera ocurrido, a las patrullas de la Brigada de Seguridad Ciudadana de Madrid.
Unos pocos años después de su inhabilitación, en 1996, Gil Rubiales aparece en Gran Canaria, donde se le encomienda la jefatura de la Unidad de Intervención Policial (UIP). Desconocemos las razones que tuvieron sus superiores para destinarlo a nuestro Archipiélago, pero constituye una vieja tradición del Estado español enviar a sus personajes conflictivos a los «territorios de ultramar». Y aunque muchos de los expatriados, desterrados por motivos políticos, fueron acogidos con simpatía y cariño por parte de la población canaria, no parece haber sido éste el caso del hoy Comisario Provincial Gil Rubiales. Durante su estancia en Las Palmas de G.C. no tardó en entrar en conflicto con sus propios subordinados de la UIP, y también fueron frecuentes sus roces con la Policía Municipal. Pronto sus antecedentes se filtraron a la prensa, provenientes, al parecer, de las mismas filas de la UIP. En honor a la verdad hay que decir que en Gran Canaria no todo fueron antipatías hacia Gil Rubiales. José Manuel Soria, por ejemplo, alcalde del PP por aquellos años, armonizó rápidamente con él. Lo calificó de «funcionario ejemplar» e hizo reconocimiento público de sus servicios, dejándose fotografiar a su vera. A la actual alcaldesa, Pepa Luzardo, le resultó tan «ejemplar» su conducta que lo quiso reclutar para que dirigiera a la mismísima Policía Municipal pues -decía la primera edil- «era preciso poner orden» entre los indisciplinados «guindillas» locales. Los revuelos que suscitaron los propósitos de doña Pepa entre los municipales y el «brillante» currículum del policía torturador, acabaron con tan descabelladas intenciones. Sea por los antagonismos que suscitó, sea por que se apercibió de que en un ambiente tan hostil se hacía muy difícil progresar profesionalmente, lo cierto es que Gil Rubiales emigró desde Gran Canaria hacia la isla vecina.
En el año 2003, ya en Tenerife, fue nombrado jefe de la policía de Arona. Como ocurrió en situaciones precedentes, su notoriedad no se hizo esperar. El número de detenciones creció rápidamente. El «peinado» de las calles y plazas se multiplicó en relación con el pasado. Sin que fuera necesario que transcurriera mucho tiempo, Gil Rubiales conecta con la «autoridad competente». Una corriente de inmediata simpatía vincula a Gil Rubiales con la subdelegada gubernativa del PP, Pilar Merino, de la que recibe un apoyo incondicional. Establece también estrechos lazos de colaboración y amistad con el Círculo de Empresarios de la Comarca, con el que emprende un gran número de iniciativas. Pero como siempre le sucede a este arquetípico «hombre de Harrelson», las simpatías que genera en la «superioridad» se convierten en odio cainita cuando de los que están bajo su autoridad se trata. El recién estrenado comisario inicia una durísima cruzada contra los pequeños negocios que tenían pendiente su legalización. Quinientos puestos de trabajo están en peligro. Los pequeños comerciantes protestan. Y él, como respuesta, clausura más de una decena de modestos locales comerciales, alegando que no poseían licencia de apertura. Pese al creciente malestar, Gil Rubiales se siente seguro. Cuenta con el apoyo de dos pilares fundamentales confusa la subdelegada Pilar Merino, que le acompaña en las visitas de inspección. Se equivoca quien piense que el «comisario Rubiales», como se le conoce en el ámbito policial, pone reparos a la procedencia ideológica de sus superiores. Se considera a sí mismo un «fiel servidor del Estado». En su nombre practicó la tortura y le sirvió con igual «eficacia» cuando aún pervivían los restos del franquismo, con los socialistas o con el gobierno del PP. Por eso recibió con respeto y amabilidad a su nuevo jefe, el socialista y delegado del gobierno para Canarias, José Segura, cuando por primera vez en la provincia se celebró en la Comisaría del sur la fiesta del santo patrón del Cuerpo. Quizás fue el encuentro entre estos dos hombres «eficaces» lo que facilitó que hace unas semanas, finalmente, un policía torturador fuera nombrado para ocupar la Comisaría Provincial de Santa Cruz de Tenerife. El gobierno del PSOE volvía a asumir -como en la época de Felipe González- el papel de rehabilitador de los de los personajes mas siniestros del Cuerpo General de Policía. «No te quepa la menor duda, amigo -nos decía un viejo sindicalista de CCOO ya retirado- , históricamente el papel de la socialdemocracia ha sido siempre hacerle el trabajo sucio a la derecha. Ni Soria ni la Luzardo se atrevieron a darle un cargo de esa responsabilidad este tío… Y terminaba preguntándose: ¿Por qué Segura Clavel ha aventurado a hacerlo? Pues muy fácil, porque sabe que no va a tener contestación; porque tiene a los sindicatos y a muchas organizaciones «progresistas» en el bolsillo; porque ya están construyendo de nuevo el pesebre…»
La noticia ha pasado casi desapercibida en la prensa y en los medios de comunicación del Archipiélago. No resulta extraño, pues la servidumbre de los medios ante el poder gubernativo de turno en las Islas, es pavorosa. El nombramiento de Rubiales apenas mereció un par de tímidas preguntas a Narciso Ortega, -nuevo Jefe Superior de Policía de Canarias-, por parte del redactor de La Provincia, Amado Moreno. Las características insólitas de sus respuestas nos obligan a transcribir algunos párrafos de la entrevista para nuestros lectores:
Periodista: Hablando de la selección del personal adecuado, la designación de Antonio Gil Rubiales como comisario Provincial de Santa cruz de Tenerife ha sorprendido en algunos sectores, donde se recuerda que fue condenado en los años 80 por malos tratos a un preso ETARRA.
Jefe Superior de Policía: En unos sectores, efectivamente, ha sorprendido, en otros ha sido bien acogido. Ha creado controversia. Confieso que yo lo conozco poco, por lo cual he tenido que valorar, independientemente de lo que me hayan contado o no, su carrera profesional. [El subrayado es nuestro].
Periodista: ¿Fue una decisión política?
Jefe Superior de Policía: No. Ha sido una decisión profesional, porque es mía, la asumo como tal. Fue una propuesta mía al director general de policía. Antonio Gil Rubiales es un hombre que en su día opositó para comisario y aprobó. Y si ha tenido algo anteriormente, como una condena, tiene derecho a una oportunidad como todo el mundo. [El subrayado es nuestro]
No se hace necesario comentar las respuestas. Lo hacen por sí mismas.
Desde el pasado día tres de Marzo, una perfecta simbiosis entre un policía torturador y un «socialista» que está muy lejos de serlo, ha empezado a funcionar con plena «eficacia» sobre la capital tinerfeña.
Bajo los emblemáticos nombres de «Operación Látigo» y «Operación Espada» más de 200 policías «peinan» Santa Cruz y La Laguna, deteniendo, interrogando y cacheando a centenares ciudadanos. Se desea hacer creer a la sociedad de que solo despliegue y el aumento del aparato policial mitiga el crecimiento de la delincuencia. Por eso Segura Clavel y su lugarteniente miden los «éxitos» de sus truculentos operativos en el número de actas levantadas, interrogatorios efectuados, y pequeños consumidores detenidos. El redoble de los tambores marca el paso del «nuevo talante», ante el que ciertos sectores de la «izquierda crédula» se rindieron en los pasados comicios.
Mientras tanto, una sociedad inerme, distraída, que ya no cuenta siquiera con las voces de protesta de quienes dicen ser sus legítimos interlocutores, permite por enésima vez que se creen las condiciones para que un día se vea obligada a repetir hasta el hastío, el tantas veces recurrido poema de Bertolt Brecht:
Primero cogieron a los comunistas,
y no dije nada porque yo no era un comunista.
Luego se llevaron a los judíos,
y no dije nada porque yo no era un judío.
Luego vinieron por los obreros
y no dije nada porque no era ni obrero ni sindicalista.
Luego se metieron con los católicos,
y no dije nada porque yo era protestante.
Y cuando finalmente vinieron por mí
no quedaba nadie para protestar.