«No tendrás una casa en la puta vida». Bajo este y otros lemas semejantes montones de jóvenes y no tan jóvenes salen periódicamente a la calle para protestar por la práctica imposibilidad de acceder a una (primera) vivienda en nuestro país, mientras Paco el Pocero y una legión de alcaldes y promotores de sainete saltan […]
«No tendrás una casa en la puta vida». Bajo este y otros lemas semejantes montones de jóvenes y no tan jóvenes salen periódicamente a la calle para protestar por la práctica imposibilidad de acceder a una (primera) vivienda en nuestro país, mientras Paco el Pocero y una legión de alcaldes y promotores de sainete saltan al estrellato en los medios de comunicación. Cuando se intenta comprender el complejo panorama urbano de los últimos años, se dibujan dos tendencias fundamentales: de un lado, la destrucción generalizada de nuestro patrimonio natural y social en un proceso extraordinariamente lucrativo para unos pocos. Del otro, unas políticas urbanas que en nada parecen contribuir a contrarrestar las tendencias «naturales» del mercado y que se presentan, en cambio, henchidas de la retórica de la participación, la integración y la cohesión social. En ambas tendencias destaca la rampante desfachatez con la que se pretende conciliar los opuestos. En el primer caso, nunca cotas tan altas de destrozo urbanístico convivieron con tan abundante legislación de protección medioambiental, fiscalías anticorrupción, unidades de delitos urbanísticos de la guardia civil y honradas declaraciones de intenciones de la clase política. En el segundo, la retórica pretende taponar sin complejos el abismo que separa la apertura de oficinas de participación ciudadana con la construcción de unas ciudades radicalmente antidemocráticas y perjudiciales para la inmensa mayoría.
Marbella como modelo
Comencemos con la primera tendencia. Son tantas las noticias de corrupción urbanística que aparecen a diario que corremos el riesgo de que los árboles no nos dejen ver el bosque: la inmensa mayor parte de lo que, desde un punto de vista ecológico y social, puede calificarse de abusos urbanísticos tiene lugar dentro de la economía formal y con arreglo a la legislación vigente. Basta ojear el suplemento dedicado al sector inmobiliario de un periódico para encontrar noticias de este cariz: «La fértil vega del río Tajuña a su paso por Morata va a quedar encajonada entre grandes bolsas de suelo urbanizable. Son casi diez millones de metros cuadrados los que plantea recalificar el avance del plan general del Ayuntamiento, destinados a la construcción de unas 13.000 viviendas, campo de golf, campus universitario y varios hoteles» (El País, suplemento «Propiedades», 17.06.07).
Otro caso, muy revelador, y que lleva años arrojando novedades de interés es el del Parque Warner, en San Martín de la Vega, Madrid. En su día, la Comunidad de Madrid aportó un 43% del capital inicial (380 millones de euros) para este parque de ocio inaugurado en 2002 que acumula, desde entonces, una ingente cantidad de pérdidas, situación que se ha intentado revertir inyectando más y más dinero público (a modo de ejemplo, el parque cerró con una pérdidas de 38 millones de euros el ejercicio de 2004, el mismo año en que la CAM anunció su intención de inyectar entre 4,3 y 5,2 millones de euros más). Además, la CAM ha construido una línea de tren específica a San Martín de la Vega, que ha costado algo más de 84 millones de euros y que en 2005 sólo usaban unas 600 personas al día (todo ello, huelga decir, acompañado de importantísimas carencias en transportes repartidas por populosos barrios y municipios de toda la Comunidad). Ya en noviembre de 2004, ante las críticas de la oposición, la presidenta regional anunció su intención de salirse del accionariado del parque, algo que consiguió, según cuenta el artículo «El otro valor del Parque Warner» (Propiedades, 09.02.07), cuando en noviembre de 2006 la inmobiliaria Fadesa se hizo con el 73,8% del parque al comprar, entre otras participaciones, el 43,6% que tenía la CAM. ¿A qué viene tanto desembolso, se preguntarán ustedes, para comprar un parque ruinoso? «Lo que los expertos tienen claro es el atractivo del parque temático para Jove [presidente de la inmobiliaria]: el potencial inmobiliario que tiene la operación, es decir, los 667.000 metros cuadrados de suelo para usos comerciales, industriales y de servicios adyacentes al parque, que también fueron adquiridos por Fadesa». Sin duda, el hecho de que más de 200.000 metros sean de uso comercial ha resultado clave en el interés de Fadesa: «un centro comercial grande tiene el éxito garantizado, ya que la zona está muy bien comunicada». Desde luego que está bien comunicada: además del tren, hay autovía (la inversión directa de la CAM en transportes y accesos al parque se calculaba en 2004 en unos 156 millones de euros). No obstante, los expertos consideran que para que el parque salga adelante «hace falta la componente residencial de su entorno -posibilidad que no prevén los terrenos adyacentes- y que únicamente hoteles, comercio y ocio no son la solución. La clave de la operación está en la recalificación de los terrenos, para la que es posible que Jove cuente con un acuerdo o un compromiso por parte de las autoridades«. Asunto curioso, cuando menos: la CAM consigue deshacerse de unas acciones que le quemaban en las manos, y las compra una inmobiliaria que confía en una posible recalificación. Permanezcan atentos; la noticia promete…
El suelo es una mercancía muy peculiar que parece invitar al juego sucio: posee un marcado carácter monopolístico, no se deteriora con el paso del tiempo y su precio, que se multiplica con una sencilla actuación administrativa, supone, en estos momentos, un 60% del precio final de una vivienda. Naturalmente, los terrenos más rentables están en manos de grandes compañías, con los bancos, probablemente, a la cabeza. Las promotoras, por ejemplo, suelen hacer acopio de suelo para seguir edificando, pero si la rentabilidad de vender llega a ser más atractiva que la de promover, no le hacen ascos al negocio; de hecho, algunas obtienen así hasta el 30% de sus ingresos. Aunque el precio del suelo suponga un 60% del precio de la vivienda, es este último el que marca el precio del suelo, ya que el valor de un solar se calcula en función del precio al que se espera poder vender las viviendas que en él se levantarán. Y dada la concentración de esta mercancía en pocas y poderosas manos (oligopolio) -que pueden, pues, marcar el ritmo de su utilización y, así, su precio-, clasificar más suelo no contribuye en modo alguno a abaratarlo, especialmente cuando la Administración rehúsa utilizar los mecanismos de sanción de los que dispone para cuando los plazos de urbanización se sobrepasan.
Sin embargo, la ortodoxia económica insiste en considerar la ley de la oferta y la demanda como único fenómeno social relevante y en recomendar como receta -en el caso de que el boom de precios comience a generar «alarma social»-, la recalificación de más suelo y la liberalización de su gestión; en palabras del consejero de Medio Ambiente y Ordenación del Territorio de la CAM, Mariano Zabía Lasala, se trata de «evitar la tentación de los poderes públicos […] de abusar del exceso de intervencionismo» y hacer frente a las «políticas que pretenden que la Administración se entrometa en todo lo relativo al suelo y la vivienda, asfixiando la libertad del individuo» (El País, 17.12.06). En estos momentos, con suelo urbanizable suficiente en Madrid para levantar medio millón de viviendas, aunque fuera verdad que aumentando la oferta se abarata el precio, la única forma de sacar ese suelo al mercado sería evitando su retención, algo que sólo pueden lograr las administraciones públicas «entrometiéndose», como dice el Consejero. Desde luego, los datos son testarudos: «en los últimos quince años se ha transformado más suelo que en todos los siglos anteriores. Nada indica que un incremento de la oferta de suelo urbanizable conlleve una reducción de los precios del suelo y de la vivienda. Más bien parece que, al contrario, la consideración como urbanizables de suelos ‘rústicos’ contribuye a anticipar una plusvalía que sólo debería reconocerse al final del proceso urbanizador» (Menéndez Rexach, p. 269).
Sin embargo, la más burda ortodoxia económica es la que ha guiado -con honrosas aunque, por lo general, ineficaces excepciones- nuestras leyes de suelo y los planes generales de nuestras ciudades, hasta llegar al extremo de la Ley de Suelo de 1998 -aún en vigor-, que decidida a contener los precios de la vivienda incluye en su exposición de motivos el siguiente párrafo: «La presente Ley pretende facilitar el aumento de la oferta de suelo, haciendo lo posible para que todo el suelo que todavía no ha sido incorporado al proceso urbano, en el que no concurran razones para su preservación, pueda considerarse como susceptible de ser urbanizado» (cit. en Leguina, p. 73). Se trata de una aplastante capitulación de todos los principios que históricamente han regido el planeamiento urbano que, al eliminar las distintas categorías de suelo y considerar que todo el terreno que no sea protegido es urbanizable, ha supuesto un impulso desastroso no sólo a las más variadas actuaciones especulativas, sino también a la recalificación extensiva de suelo rústico y a la urbanización dispersa.
En efecto, más allá del problema de acceso a la vivienda -un problema que, por grave que sea, no deja de ser coyuntural, al menos en su fase más aguda- lo más preocupante es el desastre cotidiano que propicia nuestro modelo territorial y que podemos calibrar gracias, entre otras cosas, a los informes sobre las barbaries cometidas en nuestros litorales que cada año publica Greenpeace (http://www.greenpeace.org/espana/campaigns/costas/destrucci-n-a-toda-costa) o al estudio Cambios de ocupación del suelo en España, editado el año pasado por el Observatorio de la Sostenibilidad en España.
Spain is different
Hay quien considera -no sin parte de razón- que esta situación no es más que la plasmación territorial del funcionamiento de la economía capitalista. Pero de poco sirve constatar una supuesta incompatibilidad entre la sociedad de mercado y un planeamiento urbano razonable, sin parar mientes en que existe todo un entramado institucional, ideológico y político que ha fomentado y fomenta este desbarajuste y una administración pública que podría ponerle coto. Bastaría un somero repaso al funcionamiento de algunas ciudades de otros países de nuestro entorno capitalista para apreciar que otra ciudad es posible: en Estocolmo el mercado de vivienda está férreamente controlado por la administración, que trata de evitar la emigración interior y el despoblamiento del resto del país; en muchas ciudades holandesas la vivienda protegida y la de precio libre conviven, no ya en el mismo barrio, sino incluso en un mismo bloque; en algunas ciudades francesas se penaliza la posesión de viviendas desocupadas y, en general, el control municipal del suelo es una práctica bastante extendida.
Un punto que dificulta el análisis de la orientación de las políticas públicas es que casi nunca hay que mirar a lo que más brilla. Al igual que el PGOU de Madrid del 85 -probablemente el más insultado de la historia, repetidamente calificado de «comunista» por la oposición- coincidió en el tiempo con el Decreto Boyer -impulso definitivo a la consideración de la vivienda como inversión-, y ambos fueron pergeñados desde gobiernos del PSOE, es común la convivencia de actuaciones y medidas opuestas en sus principios rectores. Veamos un ejemplo menos llamativo pero más actual. El Plan de Vivienda 2005-2008, sin ser ninguna maravilla, está mejor dotado económicamente que el anterior y pretende reforzar el sector de la VPO confiando, además, en otras fórmulas (alquiler protegido, rehabilitación) que no pasan necesariamente por la obra nueva. Entre tanto, la política fiscal en vigor, que tiene una visibilidad menor y un peso económico muchísimo mayor -lo que el Estado deja de recaudar por desgravaciones por compra de vivienda supera en seis o siete veces el presupuesto del plan de vivienda (Tinaut Elorza, p. 281)- favorece decididamente la compra sobre el alquiler y es claramente regresiva ya que las desgravaciones por compra de vivienda no dependen de la renta ni del patrimonio de quien adquiere la vivienda, sino sólo del precio de ésta.
En 1965, en su clásico estudio Whose City? Ray Pahl se preguntaba cómo deben actuar los poderes públicos: ¿es mejor (opción A) favorecer a los ya aventajados para promover el crecimiento y la eficacia económica en beneficio, en última instancia, de los desaventajados o es preferible (opción B) discriminar positivamente a los que hoy están en desventaja? Desde el Decreto Boyer en adelante, la respuesta predominante en nuestro país ha sido la opción A. Hoy día, cuando sabemos que el grueso de las empresas que alcanzan beneficios extraordinarios apenas reinvierten ni crean puestos de trabajo ya que tienen «otros compromisos que atender» (principalmente sueldos y beneficios para directivos que, según la prensa económica, están alcanzando un nivel nunca visto, y reparto de dividendos en una obscena carrera por mimar al accionista que preocupa incluso al FMI), y que la redistribución dirigida por las administraciones públicas brilla por su ausencia hasta el punto de que la distancia que separa nuestro gasto social de la media de la UE es hoy la misma que en 1975 (Navarro, 2006), seguir defendiendo la opción A es sencillamente criminal.
Cuando las palabras pierden su sentido
Pasemos a la segunda tendencia que había esbozado al comienzo y que podría resumirse así: ¿cómo puede convivir sin sonrojo aparente una oficina de participación ciudadana y un campo de golf en Chamberí, en pleno centro de Madrid, allí donde hasta el último vecino sabe que lo que hace falta es el parque previamente planeado? Los nuevos aires que vienen de Europa han causado una asombrosa proliferación de la retórica de la participación ciudadana y la cohesión social. Merece la pena echar un vistazo a este fragmento de un documento de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), organismo encargado de trasponer la Agenda 21 a España: «Es importante arbitrar medidas para evitar que estos instrumentos de participación lleguen a convertirse en una plataforma reivindicativa o en un lugar de quejas y reclamaciones por parte de la ciudadanía […] Igualmente, no se debería ejercer una función persuasiva o de presión por parte de la Administración Local, garantizando el uso de los instrumentos de participación como una herramienta de debate e información con el fin de mejorar la calidad de vida de las generaciones presentes y futuras». (FEMP, p. 88, subrayados míos). Una vez entendemos lo que significa «participación» en este contexto, resulta más fácil comprender la combinación del buzoneo que ha emprendido el Ayuntamiento de Madrid invitando a los vecinos a participar en sus juntas de distrito, con las reclamaciones de las asociaciones de los grandes barrios periféricos madrileños, que llevan años denunciando la falta de representatividad de las juntas de distrito (sus presidentes no son elegidos por los vecinos), sus escasísimas competencias y presupuestos, y la distribución centralizada y desigual de equipamientos y recursos, que beneficia a ojos vistas a los barrios más turísticos o de rentas más altas. También nos es más fácil comprender por qué los vecinos agrupados en la madrileña Red de Lavapiés resumieron la tan largamente deseada actuación municipal en su barrio con el lema «todo para el barrio pero sin el barrio» (http://www.sindominio.net/karakola/despotismocastizo.htm), o por qué las excavadoras municipales han destruido las tomateras y los campos de juego con los que los vecinos del Forat de la Vergonya, en Barcelona, habían decidido equipar su barrio en un ejemplo admirable de participación (http://www.ladinamo.org/ldnm/articulo.php?numero=23&id=600).
Centrémonos ahora en la cohesión social, una de las principales preocupaciones del Consejo de la Unión Europea de Lisboa de 2000, según se refleja en sus documentos: «El Consejo Europeo […] hizo de la promoción de la integración social un eje esencial de la estrategia global de la Unión para alcanzar su objetivo estratégico del decenio futuro, a saber, convertirse en la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera sostenible, acompañada de una mejora cuantitativa y cualitativa del empleo y de una mayor cohesión social». En primer lugar, el supuesto fin -la lucha contra la exclusión- aparece como medio para el verdadero objetivo -la competitividad y el crecimiento-. A continuación, la discutible premisa ideológica hace su entrada de rondón: «La puesta en práctica de los objetivos fijados en el marco de la estrategia europea para el empleo contribuye de manera determinante a la lucha contra la exclusión. El crecimiento económico y la cohesión social se refuerzan mutuamente«.
Sin que apenas nos diéramos cuenta, en algún momento, el discurso sobre participación y cohesión social se desligó totalmente de la idea de redistribución o de la discusión en torno al gasto social y pasó a formar un extraño tándem con el término competitividad. En el proceso, nos dieron gato por liebre; «los términos competitividad y cohesión no son sinónimos de desarrollo económico y justicia social […] El uso de ‘competitividad’ implica que el crecimiento debe ser impulsado por el libre mercado y descansar sobre el sector privado, mientras que ‘cohesión’ alude a los vínculos sociales y a la confianza, pero no necesariamente a la igualdad» (Fainstein, p. 884).
La componenda discursiva es cuando menos complicada. Desde luego, la asunción del crecimiento económico como un requisito para desarrollar la cohesión social es algo largamente cuestionado por la literatura reciente acerca de la ciudad global y, especialmente, sobre los procesos de polarización que sufren las regiones urbanas que están en cabeza de la jerarquía mundial. Seguramente una política apropiada podría producir simultáneamente crecimiento económico y mayor bienestar social, pero para ello tendría que cumplir algunas condiciones que van más allá del fomento de la competitividad y el crecimiento económico irrestricto, condiciones que tienen mucho que ver con la redistribución de la renta y el gasto social.
La culpa de todo…
Una manera distinta de abordar esta cuestión es la que propone Ray Pahl. Mientras el grueso de la literatura sobre exclusión social y polarización pone el foco en los estratos más bajos de la escala social, Pahl relaciona la falta de cohesión con los ricos, verdaderos responsables del incremento de la desigualdad social. «Las ciudades exitosas son bestias mucho más peligrosas, mas no por lo que les hacen a los pobres, sino por las oportunidades que ofrecen a los ricos de causar daños», por ejemplo, comprando en masa viviendas como inversión e impulsando así una subida de precios que perjudica a toda la población. «Las cuestiones relativas a una ciudad justa guardan una relación más significativa con los ricos que con los pobres [ya que] el nivel de restricción fiscal de los ricos es probablemente la clave de las variaciones en la desigualdad social» (Pahl, 881). Pero, como bien señala, mientras existe un cierto consenso europeo acerca de que los pobres no deberían ser tan pobres, no existe ningún consenso semejante acerca de que los ricos no deban ser tan ricos (Pahl, 882). Desde luego, si el caso de Madrid es representativo -y me temo que sí lo es- la «opción» que nos presentan las próximas elecciones municipales y autonómicas pasa por elegir entre la eliminación del impuesto de sucesiones para todos los niveles de renta y patrimonio que tan orgullosa anuncia la presidenta regional del PP, y la promesa de bajar los impuestos del candidato del PSOE a la alcaldía.
Bibliografía
FAINSTEIN, Susan S., «Competitiveness, Cohesion and Governance: Their Implications for Social Justice», International Journal of Urban and Regional Research, 25.4, 2001
FEDERACIÓN ESPAÑOLA DE MUNICIPIOS Y PROVINCIAS, Código de buenas prácticas ambientales, 2000.
LEGUINA, Joaquín, «Que veinte años no es nada», en Jordi Borja y Zaida Muxí (eds.), Urbanismo en el siglo XXI. Bilbao, Madrid, Valencia, Barcelona, Barcelona, Edicions UPC, 2004.
Menéndez Rexach, Ángel, «Los objetivos económicos de la regulación del suelo: evolución de la legislación española y perspectivas de reforma», en Papeles de economía española 109, cit.
Navarro, Vicenç, El subdesarrollo social de España, Barcelona, Anagrama, 2006.
PAHL, Ray, «Market Success and Social Cohesion», International Journal of Urban and Regional Research, 25.4, 2001
Tinaut Elorza, José Justo, «Desarrollos recientes de la política estatal de vivienda en España: el plan 2005-2008», en Papeles de economía española 109, cit.