El quinto aniversario del movimiento 15-M es una buena ocasión para responder a algunas cuestiones sobre su impacto y algunas de sus particularidades. ¿Cuál es el legado de los indignados? Un cambio a gran escala de la actitud y las mentalidades de la mayoría social: sí se puede cambiar las cosas, frente a la resignación […]
El quinto aniversario del movimiento 15-M es una buena ocasión para responder a algunas cuestiones sobre su impacto y algunas de sus particularidades.
¿Cuál es el legado de los indignados?
Un cambio a gran escala de la actitud y las mentalidades de la mayoría social: sí se puede cambiar las cosas, frente a la resignación o simple adaptación, promovida por el poder establecido. Se ha generado otra dinámica ciudadana con nuevas expectativas de cambio sobre otra política económica, más social y a favor de las capas populares, y otra gestión política, más democrática. Su impacto político es una mayor participación cívica, especialmente juvenil, en los asuntos públicos. No es un movimiento antipolítico, sino todo lo contrario. Finalmente, se ha convertido en un electorado indignado progresista con un reajuste de la representación social y político-institucional que ha cambiado el sistema político del bipartidismo.
Esta corriente social indignada ha supuesto la expresión y la reafirmación de los valores democráticos y de justicia social, especialmente entre los jóvenes. La indignación se produce contra los costes desiguales e injustos de la crisis social y económica y frente a la gestión regresiva y autoritaria por parte de la clase gobernante, primero del Partido Socialista y luego del Partido Popular.
Por tanto, supone un cuestionamiento de la estrategia de austeridad dominante en la Unión Europea, y una deslegitimación de una élite gestora que ha roto con el contrato social y sus compromisos democráticos con la ciudadanía.
¿El salto a la política ha producido resultados o ha desvirtuado el movimiento?
El movimiento social, como participación más activa en todo un ciclo de la protesta colectiva, es más amplio y complejo que el movimiento 15-M que lo simboliza. Su intensidad movilizadora había iniciado su declive antes del año 2014. No obstante, se había conformado ya un amplio campo sociopolítico, diferenciado de la socialdemocracia que perdió ya 4,3 millones de votos en las elecciones generales de 2011. En esos años había cierta orfandad representativa de esa ciudadanía indignada en el ámbito político-institucional.
Pero en la primavera del año 2014, con las elecciones europeas de mayo, se inicia este prolongado ciclo electoral de dos años que cambia el marco sobre el que se articulan las expectativas populares del cambio. Hay una oportunidad para trasladar los objetivos globales de esa ciudadanía activa (contra los recortes sociales y por mayor democracia) al ámbito electoral e institucional. Se inicia un nuevo ciclo pasando por las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2015 hasta las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015 y 26 de junio de 2016.
Es acertada y positiva la apuesta por esta vía política, con una nueva representación institucional; es el reflejo del éxito de Podemos y sus aliados que llegan hasta el 25% del electorado. El movimiento, como dinámica de protesta social en la ‘calle’, ha pasado a un segundo plano, ante la expectativa del cambio por la vía electoral-institucional. Es normal esa modificación en la gente crítica de prioridades y dinámicas. La cuestión es la complementariedad y la interacción entre ambos espacios. Es necesaria, por un lado, una activación cívica en el ámbito sociopolítico y cultural y, por otro lado, la ampliación de la buena gestión institucional. Tras el 26 de junio y de acuerdo con los resultados de acceso o no a la gestión gubernamental, en el marco de un gobierno de coalición progresista, se volverá a tener que reajustar la estrategia y la relación entre las dos dinámicas, institucional y social. Habrá que arbitrar una acción política doble y más compleja, valorando la dimensión transformadora que se puede implementar.
¿Existe una indignación de derechas?
Con el concepto de ‘indignación’ definimos una actitud crítica con los poderosos, de los de abajo frente a los de arriba. Es progresista en lo socioeconómico y democrática en lo político-institucional. Es decir, el malestar popular y la indignación cívica van contra las políticas regresivas, antisociales y autoritarias del poder liberal-conservador de las derechas y también del consenso socioliberal de la mayoría de los aparatos de los partidos socialistas.
Eso no significa que no haya gente que se auto-ubique ideológicamente en la derecha, que haya compartido esta dinámica de exigencia de regeneración democrática y se haya opuesto a los recortes sociales. No obstante, la base principal de esta corriente indignada, alguna no muy ideologizada, es de izquierdas y de centro progresista, y de gente trabajadora y precaria y de capas medias empobrecidas.
En otro plano están los procesos de movilización reaccionaria, xenófoba o de nacionalismo antieuropeo promovidos desde la derecha extrema en varios países europeos. Es otra dinámica distinta y muy problemática que en España se ha neutralizado. No conviene asociar los dos procesos con el mismo nombre, ya sea ‘indignación’ o ‘populismo’, cuando su significado político y ético es antagónico. Uno es de carácter democrático-igualitario-solidario y el otro es de carácter autoritario-regresivo-segregador.
¿Por qué no se han expandido en Europa estos movimientos indignados?
No se han expandido tanto, sobre todo en otros países del centro y el norte europeos, por cuatro factores:
Primero, por la gravedad de la crisis en España y el Sur europeo. Así, aparte de España, se han desarrollado más en Grecia y Portugal y, en otro sentido, más contradictorio, en Francia e Italia; y habría que añadir la reorientación hacia la izquierda en el laborismo del Reino Unido.
Segundo, por el vigor y la amplitud en España de una ciudadanía activa progresista, de su capacidad asociativa y articuladora, con una fuerte cultura cívica, ya demostrada en otros periodos, como en las movilizaciones contra la guerra de Irak en el año 2003.
Tercero, la amplia desafección política hacia el Partido Socialista, su proyecto socioliberal, su gestión gubernamental regresiva y su ruptura con gran parte de su base social por el incumplimiento de sus compromisos electorales. Su falta de credibilidad social es profunda y duradera, en ausencia de una fuerte renovación y reorientación estratégica, y no le permite recomponer su capacidad representativa.
Cuarto, por el difícil traslado de la dinámica social al campo político-institucional, para el que hay que conformar una nueva élite política, con suficiente credibilidad ciudadana y capacidad representativa y articuladora. Ello es necesario para reforzar a su vez ese campo sociopolítico autónomo y los distintos movimientos sociales. Aquí, en España, se ha avanzado con la rápida consolidación del fenómeno Podemos y sus confluencias, como opción política alternativa al bipartidismo tradicional. Sin embargo, existe el reto de su consolidación y ampliación, más si lo vinculamos al imprescindible desafío del cambio en el marco europeo hacia una Europa más justa, democrática y solidaria.
Antonio Antón, Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
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