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El lío de Podemos y los tres elitismos

Fuentes: Cuarto Poder

Podemos se ha metido en un buen lío. Con representación institucional en Bruselas y una fuerza virtual de alternativa de gobierno, pero sin organización ni cuadros ni implantación política real en los territorios; empujado a partes iguales por una ola de justificada rabia sin demasiada conciencia política y por un hiperdemocratismo muy alérgico a liderazgos […]

Podemos se ha metido en un buen lío. Con representación institucional en Bruselas y una fuerza virtual de alternativa de gobierno, pero sin organización ni cuadros ni implantación política real en los territorios; empujado a partes iguales por una ola de justificada rabia sin demasiada conciencia política y por un hiperdemocratismo muy alérgico a liderazgos e instituciones, pero aupado en una indudable dimensión mediática; alentado y agobiado a un tiempo por su crecimiento exponencial, pero obligado a asumir los calendarios del régimen y resistir sus zarpazos, Podemos se ha metido, sí, en un buen lío. Podemos es este lío. Con este lío, desde este lío, tendrá que afrontar la Asamblea Ciudadana dentro de dos semanas y el debate sobre las elecciones municipales, a sabiendas de que, en este contexto y con estos mimbres, ninguna solución puede ser buena. Ni la de Pablo Iglesias ni la de Pablo Echenique ni la de Victor García ni la de ninguno de los otros equipos que han aportado propuestas al intensísimo y abrumador debate -marca ya diferencial de Podemos- que se desarrolla en la red. El que crea, frente a los otros, que ha hallado la solución ideal es que sencillamente está ignorando alguno de los factores que podrían dañar o incluso arruinar el proyecto in noce. Por eso mismo sería deseable que la decisión final fuese el resultado del mayor número de «transacciones» posibles, sin olvidar, en todo caso, ni la irrepetibilidad del momento ni la necesidad de construir una organización capaz de intervenir en la vieja política para desmontarla desde dentro.

Después del resultado electoral de mayo, tras la levadura de las encuestas, en medio de la movilización en los círculos y en la red, Podemos no puede no presentarse a las elecciones municipales. No es que se vaya a conquistar el poder ahora o que no sea posible, de manera leninista pero al revés, dejar pasar tácticamente una cita electoral; ocurre, sin embargo, que Podemos, recién nacido, crece de modo fulgurante entre la tensión mediática permanente y la permanente tensión democrática y la renuncia a las municipales cerraría o, al menos desactivaría en parte, ambos polos. Podemos está atrapado en una especie de maldición crematística impuesta por el doble régimen -mediático e institucional- del 78: no puede dejar de crecer sin languidecer y morir y es seguro que, al margen de esa atmósfera perversamente vital, no va a crecer o no tanto como para no perder energía.

Pero es que los riesgos de que en esa atmósfera perversamente vital Podemos tampoco crezca en la próxima cita electoral son muy grandes. Aún más: habida cuenta de su carácter aún invertebrado, de su escasa tradición en los territorios y de las redes clientelares montadas por el bipartidismo (sobre todo en las poblaciones pequeñas) durante los últimos treinta años, Podemos no puede presentarse a las elecciones municipales, pues no es de descartar que, de hacerlo, se obtengan pocas concejalías e incluso que, allí donde se logren, se haga a través de las propias redes clientelares locales. En ambos casos, el proyecto se vería dañado a los ojos de esa mayoría virtual que apoya Podemos porque ven en la iniciativa, al mismo tiempo, una posibilidad de victoria y una posibilidad de ruptura. Sin duda los círculos locales, cuyo impresionante esfuerzo aún debe dar sus frutos, tienen derecho a querer disputar las alcaldías al bipartidismo dominante y tendrán que decir su palabra, pero sería bueno que, a la hora de decidir, no nos dejáramos llevar por la pasión de los atajos ni por el jubilo desbocado de las últimas encuestas.

En definitiva, creo que entre todos (entre todos, mediante los procedimientos que decida el proceso constituyente) debemos encontrar una fórmula para que Podemos se presente y no se presente a las elecciones municipales. ¿La hay? Es evidente que la propuesta pragmática de Pablo Iglesias y el equipo ClaroquePodemos no es buena (autonómicas sí, municipales sólo en plataformas electorales que disfracen y protejan la «marca»); pero hay que decir también que quizás esa propuesta no es mejorable y que, frente a ella, sólo se pueden proponer soluciones milagrosas, lo que significa ignorar -como decía más arriba- factores de riesgo y fuentes de peligro cierto; es decir, significa ignorar la realidad. En un momento en el que podemos equivocarnos -porque podemos intervenir- y en el que una equivocación puede costar tan cara (pues incluso acertar en condiciones tan adversas puede tener efectos colaterales negativos) debemos estar muy atentos para ceñirnos lo más posible a la realidad en nuestras deliberaciones y en nuestras decisiones colectivas.

En todo caso, y en general, y dejando a un lado la embestida del régimen y la confrontación inevitable, a mi juicio son tres los peligros que amenazan a Podemos desde dentro en vísperas de su Asamblea Ciudadana y pocos meses antes de los comicios de marzo. No se trata, por supuesto, del populismo que le reprochan los que incumplen sus promesas electorales y cambian sufrimiento, paro y desahucios por fútbol y bodas reales. Al contrario, yo veo más bien la sombra de un triple potencial elitismo: elitismo político, elitismo mediático y elitismo democrático.

No hay ningún impulso de cambio cuya acta fundacional no sea un gesto «político» en sentido maquiavélico o «renacentista»: un partido «revolucionario», un grupo promotor, un aparato de gestión o incluso familias y facciones enfrentadas. Esto implica dos cosas. La primera que, nos guste o no, quedará siempre un residuo o un margen abierto a la negociación, la disensión y el consenso, extramuros de los círculos y las asambleas. La segunda que habrá siempre también un espacio para las decisiones puramente ejecutivas, más acá asimismo de los irrenunciables círculos y asambleas. De lo que se trata es de impedir que la «política» en su sentido renacentista se convierta en «casta» y para ello estamos obligados a negociar o «transaccionar» desde el pluralismo y a establecer procedimientos transparentes de control y revocación de los «aparatos». En estos momentos, en pleno proceso constituyente, tenemos mucho que agradecer al trabajo de los círculos, sí, pero también, en todo caso, al equipo técnico que ha tomado y toma «decisiones ejecutivas» bastante sensatas y funcionales desde hace unos meses; y, si hay que impedir que ese equipo o cualquier instancia futura derive en «casta», sería muy injusto criminalizar hoy a sus miembros como si ya lo fueran o estuviesen destinados a serlo.

En cuanto al elitismo mediático, desde el mismo momento en que se aceptaron ciertos marcos y formatos -las tertulias televisivas, por ejemplo- como potenciales abrelatas del régimen del 78, hubo que asumir los límites semánticos y las formas carismáticas que se desprenden de ellos. Me he pasado toda mi vida escribiendo contra esos formatos y sigo temiendo su poder corruptor -generador de prestigios inmanejables y auras fiduciarias muy poco democráticas- pero no se puede negar que el lío que es hoy Podemos, con todas sus potencialidades de cambio, habría sido imposible sin la visibilidad bien construida de Pablo Iglesias y el uso que él y su equipo han hecho de los medios. Tan importante es hoy mantenerse alerta como reconocer este hecho y seguir utilizando estos recursos. Si algo hay que lamentar es que no haya más Pablos Iglesias en televisión, así como que algunos -o muchos de ellos- no sean mujeres.

También sería injusto no reconocer el alud democrático que, a partir del 15-M, converge en Podemos. Pero si tengo que confesar lo que pienso, diría que este impulso a veces se presenta, en efecto, como un elitismo democrático que no es menos peligroso que el elitismo político y el elitismo mediático. Este elitismo democrático se caracteriza precisamente por el hecho de que contempla cualquier medio como un obstáculo para la democracia y esto incluye no sólo la «política» y los formatos mediáticos sino cualquier forma de delegación, representación o mediación, lo que acaba por dejar fuera a esa mayoría social -votante virtual de Podemos- sin la cual no se puede ganar y que ni lee ni revisa los documentos en Plaza Podemos, no asiste a las asambleas de los círculos, trabaja o busca trabajo sin parar, tiene muy poco tiempo para militar y ve además mucha televisión, lo que no le impide tener una noción bastante clara de lo que es la justicia y aspirar a un cambio real en favor de mayor igualdad, transparencia y democracia. El elitismo democrático, contra la vieja izquierda pero en la misma dinámica, acaba queriendo convertir a todos los ciudadanos en activistas permanentes y privilegiando la minoritaria militancia como fuente de decisiones soberanas. «Democracia» no significa que todos estemos siendo demócratas todo el rato sino armar un proyecto que lo sea sin nosotros y que permita incluir también a los que -mayoría social- sólo pueden serlo a ratos.

Creo que de eso se trata en el proceso constituyente en el que está ahora inmerso Podemos. Contra el elitismo político, el elitismo mediático y el elitismo democrático, es necesario establecer procedimientos democráticos anti-elitistas; y me parece que esto es lo que significa «populismo» en el sentido positivo, y no peyorativo, del término. Ni una persona ni una imagen pueden sostener la tapa del universo; y si la multitud pudiera sostenerla sería sólo a costa de un esfuerzo unánime y siempre actual realmente agotador. ¿Quién puede entonces? Una polea. Es decir, un procedimiento. Cuando se discute si todo el poder a los círculos o a la Asamblea Nacional o al Consejo, etc. lo que se olvida es que nadie debe tener todo el poder. Todo el poder para nadie o, mejor dicho, sólo para esa cantidad vaga que llamamos «gente», que está en los círculos, en la red, en los barrios y en los bares, en todas y en ninguna parte, y que no es otra cosa -por eso mismo- que no-yo. La gente es lo otro de mí. Todo el poder, pues, para los otros, y para mí sólo en la medida en que soy, además de yo mismo, otro cualquiera: ese perfil medio de un ciudadano que no conspira, no acepta sobornos, quiere a sus hijos (aunque no sean suyos), no va siempre a las asambleas, no aspira a un cargo público y se emociona cuando ante sus ojos resplandece la verdad, la justicia y la dignidad.

Esta «gente» -en la que me incluyo como el otro de mí- no quiere delegar ni en una persona ni en una imagen ni en una multitud. Quiere delegar en una polea o en un juego de poleas que garantice que nadie podrá apropiarse de ellas otra vez -como en el caso de la casta del 78. ¿Qué se hace con el poder para que no se lo apropie una persona, una imagen o una multitud? Se reparte, se divide. La única manera de combatir el elitismo -todos los elitismos, también el democrático- es dividir el poder, una buena propuesta ilustrada que hicieron fracasar por igual el capitalismo, con su turboestalinismo, y el estalinismo con su estalinismo a pedales. Esto sirve para la refundación democrática del país y para la construcción de Podemos. Lo confieso: yo quiero delegar. Tengo que trabajar, cuidar hijos y hasta escribir poemas. Quiero delegar. Quiero delegar no en un representante ni en un órgano de dirección ni en una asamblea horizontal. Quiero delegar en una articulación de poderes bien definidos (que incluyan su propia revisión y la revocación de los cargos) en los que la «gente» esté dentro y fuera al mismo tiempo; resignándome a un poquito de política, sin la cual todo es tan horizontal como un cadáver, a un poquito de depravación mediática y de liderazgo, sin los cuales todo es gimnasia en el vacío, y a un poco de hiperdemocratismo, sin el cual se corre el peligro de ver volver los viejos aparatos. Pero quiero delegar, sí, en un conjunto de procedimientos y mecanismos que, en definitiva, impidan que el liderazgo funcional, la visibilidad corruptora y el hiperdemocratismo suicida destruyan de nuevo la democracia. El último de estos tres factores -el hiperdemocratismo- no es, a mi juicio, el que menos debería preocuparnos en estos momentos.

No se habrá dado muchas veces el caso de un partido que tiene que construirse y ganar al mismo tiempo. Si no se gana no será posible construirlo, pero ahora -en el lío de la Asamblea Ciudadana y las elecciones municipales- de lo que se trata es de construirlo para poder ganar. Como otro de mí que soy, apoyaré cualquier proyecto de partido y de país que -decía César Rendueles en un bello artículo- nos permita «ser muchos y sufrir poco». Ojalá el documento organizativo que apruebe la Asamblea sea el resultado de muchas «transacciones» y consiga atar todos estos cabos -la política inevitable, el liderazgo funcional, los círculos imprescindibles, las redes insustituibles y la «gente» soberana- para construir una fuerza capaz de transformar España y darnos un respiro.

Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/el-lio-de-podemos-y-los-tres-elitismos/6325