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El litigio más extenso de la época contemporánea

Fuentes: CubaDebate

En la primavera de 1995, un grupo de políticos, economistas e intelectuales asistimos a Nueva York, a la sede del Consejo de Relaciones Exteriores, para sostener un debate sobre aspectos económicos, culturales y políticos en el ámbito bilateral entre Cuba y Estados Unidos. Se trataba de un ejercicio académico para tratar de intentar un intercambio […]

En la primavera de 1995, un grupo de políticos, economistas e intelectuales asistimos a Nueva York, a la sede del Consejo de Relaciones Exteriores, para sostener un debate sobre aspectos económicos, culturales y políticos en el ámbito bilateral entre Cuba y Estados Unidos. Se trataba de un ejercicio académico para tratar de intentar un intercambio de criterios dentro del marco de las profundas diferencias entre ambas naciones.

Por la parte norteamericana estaban presentes algunos ex subsecretarios del Departamento de Estado que tuvieron que ver con la política contra Cuba en gobiernos anteriores, académicos de diversos instituciones y personalidades del Consejo.

Si bien el ambiente del dialogo fue distendido, desde un primer momento los desacuerdos fueron áridos por las encontradas percepciones sobre los distintos temas.

La reunión fue subiendo de tono en cada asunto. Cuando llegó la discusión del tema político fue la desavenencia total.

El ponente de la parte cubana había planteado cómo se manifestaba la falta de pragmatismo en la política norteamericana hacia Cuba, cuando en ese instante Estados Unidos estaba normalizando plenamente las relaciones con China y con Viet Nam y daba pasos a la búsqueda de un entendimiento con Corea del Norte, países con los cuales tuvo guerras en la última mitad del siglo XX y donde murieron más de 100 000 norteamericanos y un número alto de desaparecidos. Las contiendas bélicas en Corea y Viet Nam son traumas profundos en la sociedad norteamericana.

E inmediatamente subrayó cómo con Cuba, donde no había habido guerras ni muertos, no se quemaban banderas norteamericanas, no había aldeanismo ni xenofobia a la hora de conocer y expandir la cultura estadounidense, no había ambiente de rechazo sobre ningún ciudadano norteamericano cuando visitaba la isla, pese al daño terrible de la política de agresión, sin embargo, no había ni tan siquiera voluntad de ir a una mesa de negociaciones para al menos entrar a analizar las diferencias.

Un señor nombrado William D. Rogers, quien fue subsecretario de Estado para asuntos del Hemisferio Occidental en los dos mandatos de Henry Kissinger, interrumpió al ponente cubano y dijo: » todo eso de China, Viet Nam y Corea es cierto, pero los cubanos no pueden perder de vista el hecho de que para la inmensa mayoría de los políticos norteamericanos Cuba es un asunto diferente» y de manera reiterativa agregó: «para la inmensa mayoría de los políticos norteamericanos, Cuba es un asunto sentimental…»

Aquello me impactó sobremanera. Si Cuba es un asunto sentimental hoy, quiere decir que para alcanzar el respeto a la plena autodeterminación cubana habrá que esperar a que surja en Estados Unidos una clase política que esté dispuesta a reconocer una simple oración de siete palabras: «Cuba es un país libre e independiente».

Comentándole los detalles de esa reunión a un amigo latinoamericano, salió a relucir su incomprensión sobre el asunto de fondo histórico y quiso atribuirle la responsabilidad de todo el conflicto al desafío de Fidel Castro, partiendo del criterio de que con la desaparición física del liderazgo histórico de la Revolución cubana, deben cesar esas diferencias entre ambos países.

Mi amigo partía de la apreciación errónea de valorar el momento actual, subestimando el hecho de que las desavenencias entre Cuba y Estados Unidos son más viejas que «matusalén»…

Cualquiera que profundice en las relaciones entre Cuba y Estados Uni­dos y se sumerja en los acontecimientos históricos que datan desde finales del siglo XVIII, podrá constatar que el problema entre ambos países supera cualquier signo ideológico y se reduce a la encrucijada de la independencia y el anexionismo.

La lectura de documentos y distintas bibliografías cubanas y norteamericanas muestran que el diferendo entre ambas naciones es el litigio más extenso de la época contemporánea, que se inició desde la propia independencia de las trece colonias inglesas y llega hasta nuestros días con la Ley Helms-Burton y más recientemente con el «mamotreto» de 450 páginas que contiene más de 600 medidas para determinar el futuro de Cuba en una concepción de una «transición violenta», establecido por la administración de W. Bush bajo el supuesto de un «plan de ayuda para una Cuba libre».

Cuba, como nadie en este planeta, ha tenido que hacerle frente durante casi 200 años a esa política exterior norteamericana consagrada a estable­cer que los Estados Unidos no son un país corriente sino exclusivo, «desti­nado» (el Destino Manifiesto) a la misión civilizadora de llevar a otros pue­blos el «modo de vida norteamericano».

CUBA POR NECESIDAD Y POR DERECHO DEBE PERTENECER A ESTADOS UNIDOS

«Confieso con candor -escribió en 1807 Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de la nación norteamericana-, que siempre he mira­do a Cuba como la adición más interesante que podría hacerse a nuestro sistema de Estado»,

Después en 1823, el secretario de Estado norteamericano John Quincy Adams, lanzó a la publicidad el término del fatalismo geográfico cubano con su doctrina de la «fruta madura»: «Así como una fruta sepa­rada de su árbol por la fuerza del viento, no puede aunque quiera dejar de caer en el suelo, así Cuba una vez separada de España y rota la conexión artificial que la liga con ella, incapaz de sostenerse por si sola, tiene que gravitar necesariamente hacia la Unión Norteamericana, y hasta ella exclu­sivamente, mientras que a la Unión misma, en virtud de la propia ley, le será imposible dejar de admitirla en su seno».

Por esta época es James Monroe, el gestor de la famosa doctrina «América para los americanos», el presidente de los Estados Unidos, a quien Thomas Jefferson le escribe: «la anexión de Cuba a nuestra Confederación es exactamente lo que se necesita para redondear nuestro poder nacional y llevarlo al más alto grado de interés».

En mayo de 1847 el periódico New York Sun reseñaba en uno de sus editoriales: «Cuba por su posición geográfica, por necesidad y por dere­cho, debe pertenecer a los Estados Unidos; puede y debe ser nuestra».

Un año después, el entonces presidente norteamericano Polk aproba­ría la primera iniciación de gestiones con España para adquirir a Cuba mediante compra. El diario Creole de Nueva Orleans, reflejaba la esencia de esta apetencia yanqui: «Cuba, por destino de la Providencia, pertenece a los Estados Unidos y tiene que ser americanizada».

El proceso de «americanización» de Cuba, que se fue conformando durante el siglo X I X en el pensamiento político norteamericano, se expre­saba con absoluto desdén hacia los cubanos.

En 1852, el diario El Delta de Nueva Orleans explicaba: «Su lenguaje (el de los cubanos) será lo primero en desaparecer, porque el idioma latino bastardo de su nación no podrá resistir apenas por tiempo alguno el poder competitivo del robusto vigoroso inglés… Su sentimentalismo político y sus tendencias anárquicas seguirán rápidamente al lenguaje y de modo gra­dual, la absorción del pueblo llegará a ser completa -debiéndose todo al inevitable dominio de la mente americana sobre una raza inferior.»

Desde luego la prominencia geográfica se deja sentir de inmediato en el aspecto económico. Hacia 1828, desde Estados Unidos procede el 39% del total de las importaciones cubanas»; de España sólo arriban a la Isla el

26%. Para 1860 la dependencia ya es mayoritaria: Estados Unidos absorbe

el 62% de las exportaciones cubanas; Gran Bretaña adquiere el 22% y España solamente el 3% .

En 1881, el cónsul norteamericano en Cuba ya es capaz de afirmar en su informe consular: «Comercialmente, Cuba se ha convertido en una dependencia de los Estados Unidos, aunque políticamente continúa dependiendo de España» En 1884, Estados Unidos absorbía el 85% de la producción total de Cuba.

SANEAR A ESE PAIS, AUNQUE SEA COMO A SODOMA Y GOMORRA

En la década de los 90 del siglo pasado, los sectores políticos norteamericanos comenzaron a llegar a la conclusión de que la «fruta cubana» estaba a punto para ser engullida.

En noviembre de 1891, la publicación Munsey Magazine insistía nuevamente en la compra de la isla cubana, argumentando lo esencial de su geografía para las defensas de los Estados Unidos y como punto de destino de los excedentes productivos norteamericanos, a la vez que expresaba claramente la voluntad de hacer todo lo posible por apropiarse de su terri­torio al afirmar: «Puede declararse como casi cierto que antes de mucho Cuba será nuestra».

Otra publicación, American Magazine of Civics, reseñaba en 1895 diversas opiniones sobre la anexión de Cuba y entre ellas la de prominentes figuras de Wall Street, como Frederick R. Condert, quien declaraba «Se me hace la boca agua cuando imagino a Cuba como uno de los estados de nuestra familia».

«Si no nos apoderamos de Cuba -escribía el 23 de septiembre de 1897 Teodoro Roosevelt, subsecretario de la Marina de EE.UU. en aquellos tiempos», la isla continuará en manos de una nación débil y decadente, y la posibilidad de obtener a Cuba se podría considerar perdida para siem­pre. No creo que Cuba pueda ser pacificada con la autonomía (prometida en aquel período por España a la isla) y confío en que en tiempo no muy lejano ocurrirán ahí acontecimientos tales, que tendremos que intervenir».

Los verdaderos objetivos que determinaron la intervención están reveladoramente expresados en la comunicación cursada el 24 de diciembre de 1897 por el señor Breckenridge, subsecretario de Guerra de los Estados Unidos al Teniente General del Ejército norteamericano N. S. Miles, nombrado General en Jefe de las fuerzas destinadas a llevar a vías de hecho la intervención.

¿Que decía esa comunicación?

«Cuba con un territorio mayor tiene una población mayor que Puerto Rico. Esta consiste de blancos, negros y asiáticos y sus mezclas. Los habi­tantes son generalmente indolentes y apáticos. Claro está que la anexión inmediata a nuestra Federación de elementos tan perturbadores en tan gran número, sería una locura, y antes de plantearlo debemos sanear ese país, aunque sea aplicando el medio que la Divina Providencia aplicó a las ciudades de Sodoma y Gomorra.

«Habrá que destruir cuanto alcancen nuestros cañones, con el hierro y el fuego; habrá que extremar el bloqueo para que el hambre y la peste, su constante compañera diezmen su población pacífica y mermen su ejército; y el ejército aliado (se refiere al ejército libertador cubano) habrá de em­plearse constantemente en exploraciones y vanguardias, para que sufran indeclinablemente el peso de la guerra entre dos fuegos, y a ellos se encomendarán precisamente todas las expediciones peligrosas y desesperadas».

La inminente victoria de las fuerzas patrióticas cubanas fue escamoteada por la intervención norteamericana y no posibilitó el surgimiento de un nuevo Estado como había sucedido en el resto de América Latina, al mantener todas las estructuras del poder colonial a sus servicios para llevar adelante los planes fraguados de total dependencia de la isla.

Quizás por ese convencimiento anexionista ya preformado en los Estados Unidos, la primera decisión adoptada por Tomás Estrada Palma, una vez iniciada la intervención norteamericana en el conflicto cubano-español, fue traicionar la memoria de José Martí y disolver la organización del Parti­do Revolucionario Cubano que el Apóstol había logrado convertir en el factor unitario de la lucha independentista y facilitar que el movimiento revolucionario cubano se fragmentara después en el establecimiento de ¡57 partidos o agrupaciones políticas!

Conseguidos sus propósitos con la intervención, el general Leonardo Wood, gobernador militar norteamericano en Cuba, escribía al secretario de la Defensa de EE.UU., E. Root: «Todos los americanos y todos los cubanos que miran al porvenir saben que la isla va a formar parte de los Estados Unidos y que es de tanto interés para nosotros como para ellos darle una posición sólida».

La prueba de que el interés era aprovechar máximamente sus poderes ilimitados para servir a sus intereses, es que Leonardo Wood, por ejemplo, gobernador en Cuba desde diciembre de 1899 hasta mayo de 1902, entre­gó a compañías estadounidenses 223 concesiones para la explotación de los recursos naturales más valiosos de la isla.

Junto a ello estuvo también la Orden Militar No. 62 del gobernador norteamericano Wood, más conocida por los cubanos de la época como «Ley del Despojo» y la increíble paradoja de que el Presidente norte­americano McKinley tuviera más poderes en un país extranjero que en el suyo propio, como lo ejemplificó el hecho de que podía modificar los aranceles cubanos, cuando no podía hacerlo con los de los Estados Unidos por ser esa una facultad del Congreso, lo que trajo consigo la ruina de los productores cubanos independentistas y la pérdida de sus propiedades.

Un periódico del Estado de Louisiana comentaba por aquellos días: «Poco a poco la totalidad de la isla está pasando a las manos de ciudadanos norteamericanos, lo cual es el camino más corto y más seguro para obtener su anexión a los Estados Unidos».

CON LA ENMIENDA PLATT LES HEMOS DEJADO POCA O NINGUNA INDEPENDENCIA

El afán del reparto territorial por parte de las grandes potencias europeas a fines del siglo XIX y la necesidad diplomática norteamericana de evitar rozamientos en medio de esas contradicciones, unido a la resistencia de una mayoritaria parte del pueblo cubano a la anexión, obligó a los Esta­dos Unidos a buscar una fórmula por la cual los cubanos tuvieran su repú­blica, pero siempre mediatizada si se lograba que los elegidos fueran hom­bres que se plegaran a los intereses norteamericanos.

Es sobre esta base que el 9 de febrero de 1901 el secretario de Defensa norteamericano E. Root envió una carta al gobernador Wood definiéndole las cinco condiciones que debían servir de base para las relaciones cubano norteamericanas:

1. reconocer el derecho de EE.UU a intervenir en los asuntos internos en Cuba,

2. limitar los derechos de Cuba a firmar acuerdos y tratados con las potencias extranjeras o a concederles todo tipo de privilegios sin acuerdo previo de EE.UU.,

3. limitar los derechos de Cuba a obtener empréstitos en el extranjero,

4. reconocer el derecho de EE.UU. a adquirir tierras y tener bases navales en Cuba,

5. reconocimiento y observación por Cuba de todas las leyes promulgadas por las autoridades militares norteamericanas y los derechos deri­vados de estas leyes.

El senador Orville H. Platt, al presentar su enmienda ante el Congreso norteamericano, tomaría esos cinco puntos y les agregaría tres cláusulas más.

6. el gobierno de Cuba ejecutará y, en cuanto fuese necesario, cumplirá los planes ya hechos y otros que mutuamente convenga para el sanea­miento de las poblaciones de la Isla, con el fin de evitar el desarrollo de enfermedades epidémicas e infecciosas, protegiendo así al pueblo y al comercio de Cuba, lo mismo que al comercio y al pueblo de los puertos del Sur de los Estados Unidos;

7. la isla de Pinos será omitida de los límites de Cuba propuestos por la Constitución, dejándose para un futuro arreglo la propiedad de la misma;

8. el gobierno de Cuba insertará las anteriores disposiciones en un Tra­tado Permanente con los Estados Unidos.

Así surgió desde el Congreso de los Estados Unidos la Enmienda Platt que los cubanos estarían obligados a incorporar como un apéndice a su Constitución republicana.

Unos días después de aprobada la Enmienda Platt, el general Wood escribió a Teodore Roosevelt, entonces vicepresidente de EE.UU.: «Por supuesto que con la Enmienda Platt, a Cuba le hemos dejado poca o nin­guna independencia… Lo práctico ahora es conseguir la anexión. Esto requerirá un poco de tiempo… Con el control que tenemos sobre Cuba, y que sin duda antes de mucho se convertirá en posesión, pronto contro­laremos todo el comercio de azúcar del mundo. Creo que Cuba es una adquisición de lo más deseable para los Estados Unidos.»

Wood no sólo ejerció una intensa presión sobre una gran parte de los constituyentes cubanos para lograr esos propósitos, sino también manio­bró para limitar la participación del pueblo cubano durante las elecciones parciales de junio de 1900, cuyos requisitos impuestos por los intervento­res norteamericanos sólo permitieron que pudiese votar el 7% de la población. De 1 572 797 habitantes, sólo pudieron empadronarse 150 648 electores ante las limitaciones establecidas en la ley electoral promulgada por el gobernador Wood, de los cuales votaron 110 816. Así fueron las primeras elecciones «democráticas» cubanas organizadas por Estados Unidos.

La concepción republicana para Cuba fue esbozada en aquel último año del siglo XIX por la publicación Review of Reviews, cuando confesó: «la nueva Cuba será una nación, pero no un poder soberano. Interiormen­te poseerá la independencia que su pueblo ha apetecido y por la que ha lu­chado. Exteriormente será una dependencia y estará bajo la protección del gran poder americano.»

Eso lo garantizaba la composición del primer gobierno republicano cubano. De los ministros o secretarios de gobierno que compartieron con Tomás Estrada Palma la dirección del mediatizado Estado cubano, nueve habían pertenecido al desaparecido Partido Autonomista, cuyas principa­les figuras sirvieron a la metrópoli española en la dirección del Estado colo­nial cubano; seis eran miembros de prominentes familias de la oligarquía azucarera criolla, y otros seis -incluidas figuras que de una u otra forma participaron en la Revolución de 1895- habían desempeñado altos cargos durante el Gobierno de ocupación norteamericano.

El desprecio que se sentía entre los gobernantes de los Estados Unidos hacia los cubanos fue descrito por Gonzalo de Quesada, quien fungiera a principios de siglo como embajador de Cuba en Norteamérica: «Hoy se pregona (en los Estados Unidos) nuestra incapacidad para mantenernos sin la ayuda del extranjero. Se ponen de relieve nuestras faltas y nuestros hombres son motivos de mofa… Los centenares de millones de pesos invertidos en Cuba son, a sus ojos, de más monta que nuestro futuro inte­lectual y moral. El ora exige estabilidad, tranquilidad, prosperidad… y paz, aunque sea la de los sepulcros».

LO QUE OPINARON LOS PROCONSULES

El resto de la historia es el comportamiento de los procónsules con los «derechos autoconcedidos», que a grandes rasgos mencionare en varios ejemplos:

Charles Magoon, el «gobernador provisional» entre 1906 y 1909 esbozaría claramente en su informe al Gobierno norteamericano la natura­leza del pluripartidismo cubano, cuando explicaba a sus superiores: «Los lazos de los Partidos no ligan mucho a los individuos en Cuba. Pocas son las bases, si es que hay algunas, que envuelvan puntos esenciales de la política nacional o verdaderas diferencias de principios políticos.»

Charles Magoon llegaba con la primera de las intervenciones norteamericanas en la vida política interna de Cuba, de acuerdo a las regulacio­nes de la Enmienda Platt, pero con la intención de abrir expeditamente to­dos los caminos a los empresarios yanquis. Según reseñan los historiadores norteamericanos Scott Nearing y Josep Freeman en el libro La diplomacia del dólar, que escribieron en 1925, desde esa primera intervención militar norteamericana y hasta la tercera en 1917, los intereses económicos esta­dounidenses se estuvieron ensanchando en la Isla. De 50 millones de dóla­res en inversiones en 1898, pasaron a 141 millones en 1909 y espectacular­mente saltaron a 1 250 millones a mediados de la década de los 20.

De igual manera hay que subrayar el poder real del general norteamericano Enoch Crowder, quien llegó a La Habana como enviado de Estados Unidos en 1921, y mangoneó completamente al gobierno cubano mediante 15 memorandos, con más poderes que el propio presidente cubano, en contra de todo intento que pudiera inducir cualquier gesto de independencia.

Luego, en la década del 30, el embajador Summer Welles, en la correspondencia a sus superiores, reconocería: «el Presidente me pide consejo diariamente sobre todas las decisiones que afectan al Gobierno. Estas decisiones abarcan desde los problemas de política doméstica y los relativos a

la disciplina del Ejército, hasta el nombramiento de personal en todas las ramas del gobierno».

Más tarde, llegaría como representante personal del presidente Roosevelt, el embajador Jefferson Caffery, cuya manifiesta injerencia es de tal grado, que la historia cubana identifica la creación de uno de los gobier­nos republicanos con su nombre.

La seguridad que tenía Estados Unidos de su neocolonia lo demuestra esta frase que publicó el The Washington Daily News, el 30 de mayo de 1934, al día siguiente de «abolirse» la enmienda Platt;

«Cuba continuará siendo económicamente pupilo de los Estados Unidos. Mientras el capital norteamericano continúe dominando en aquella república las industrias, tierras y bancos y mientras los cubanos dependan del comercio norteamericano, su gobierno y la vida nacional de aquel país estarán influidos de diversos modos por los Estados Unidos.»

Esa seguridad la daba el asentamiento en la Isla de más de 300 compa­ñías norteamericanas. La «libre empresa» posibilitó, que 28 corporaciones estadounidenses controlaran la cuarta parte del territorio productivo de la nación cubana, además de la posesión de 36 centrales azucareros, compañías ferroviarias, mineras, telefónicas, eléctricas y muchísimas más, a la vez que se mantenía la Base Naval de Guantánamo y los compromisos de reciprocidad militar.

Pero también por el hecho que la abolición de la Enmienda Platt no había sido otra cosa que un acto simbó1ico publicitario.

El diario The Washington Post, en su editorial del 18 de junio de 1934, aseguraba al respecto: «Los Estados Unidos han renunciado a la res­ponsabilidad por el mantenimiento de la ley y el orden dentro de la Isla, pero nuestro derecho a intervenir para la protección de las vidas y las pro­piedades de los americanos subsiste».

En el nuevo Tratado Permanente sobre las relaciones bilaterales se dejaba clara constancia de que las reglas del juego no se modificaban, lo cual está explícito en el artículo dos de ese acuerdo firmado en 1934: »Todos los actos realizados en Cuba por los Estados Unidos de América durante su ocupación militar de la Isla, hasta el 20 de mayo de 1902, fecha en que se estableció la República de Cuba, han sido ratificados y tenidos como válidos; y todos los derechos legalmente adquiridos en virtud de esos actos serán mantenidos y protegidos».

El «estatus quo» de la enmienda Platt seguía vigente y la prueba de ello es la confesión de uno de los últimos embajadores norteamericanos en la década del 50, el señor Earl Smith, quien reconocía años después en sus memorias que durante su mandato hasta los primeros días del triunfo de la Revolución, el embajador de Estados Unidos era el segundo hombre en la Isla, y a veces desempeñaba incluso un papel más importante que el Presi­dente de Cuba.

El gobierno norteamericano estuvo casi a punto de aplicar en 1958 el «derecho de intervención» de la enmienda Platt ante el avance exitoso de las fuerzas rebeldes encabezadas por el Comandante Fidel Castro, que de­rrotaban al ejército del dictador Fulgencio Batista, llegado al poder me­diante un golpe de Estado unos años atrás con el beneplácito norteamerica­no, pese a todo el apoyo militar de los Estados Unidos. Una nota del De­partamento de Estado llegó a anunciar la posibilidad de la intervención en el conflicto armado, tal y como habían hecho en 1898. Pero esta vez las cosas serían diferentes…

EL NEUTRALISMO DE FIDEL CASTRO ES UN DESAFIO

Hoy todo quiere deformarse ante los ojos del mundo, pero los hechos están en blanco y negro y muestran con toda elocuencia la realidad histórica de este litigio.

Lo que surgiría en enero de 1959 no sería otra cosa que la misma voluntad de independencia nacional sostenida a lo largo de más de un siglo por los patriotas cubanos.

La Revolución Cubana surge victoriosa el Primero de Enero de 1959. Fidel Castro y el Ejército Rebelde entran a La Habana una semana después. En una fecha tan temprana como el 15 de enero de 1959 -una se­mana después de su entrada victoriosa en La Habana-, el Comandante Fidel Castro concedió una entrevista a la publicación U.S. News and World Report en la que expresó, refiriéndose a las relaciones cubano-norteameri­canas: «deseamos buenas relaciones con los Estados Unidos, pero sumisión, no».

Estas palabras de Fidel, donde anunciaba desde una posición de soberanía que Cuba no estaba dispuesta a permitir la injerencia y la falta de res­peto a la autodeterminación, fueron interpretadas coma una agresión por los gobernantes norteamericanos.

Todavía faltaban algunos meses para que Cuba adoptara la primera ley revolucionaria, que fue la Ley de Reforma Agraria en mayo de ese año, todavía era algo lejano que se enraizaran en la conciencia nacional de los cubanos las ideas del socialismo, pero ya desde ese propio mes de enero de 1959 los políticos norteamericanos estaban iracundos con ese reclamo de respeto al derecho de autodeterminación.

La revista Time, en su número del 6 de abril de 1959, reflejaba el disentimiento que esa postura independiente provocaba entre los gobernan­tes norteamericanos, y afirmaba en un artículo que «el neutralismo de Castro es un desafío a los Estados Unidos».

¡Ni neutral podía ser el gobierno cubano ante los Estados Unidos!

A partir de ese momento comenzaría una despiadada guerra que ha fracasado en todos sus intentos de subvertir a la nación cubana y que acaba de agotar con la Ley Helms-Burton y con el nuevo plan de medidas de W. Bush todo su arsenal de represalias políticas, económicas y diplomáticas.

Y todo eso de parte de un gigantesco país que al nacer el 4 de julio de 1776, llevó a su población a aprobar una Declaración de Independencia don­de, como primer postulado irrenunciable, se consagró el derecho natural de cada pueblo a decidir por sí mismo su propio destino.