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El malestar de la lógica

Fuentes: Rebelión

Luis Santana (Medina del Campo, Valladolid, 1957) publicó en 1999 Sombra mínima, un libro insólito en la poesía española, tejido con anagramas que en su juego y jugo fonético venían a ofrecer su ley antes de todo sentido. Cuando al empezar se leía: «Abrázame nimbo / bajo no nombre», la formulación negativa hacía a las […]

Luis Santana (Medina del Campo, Valladolid, 1957) publicó en 1999 Sombra mínima, un libro insólito en la poesía española, tejido con anagramas que en su juego y jugo fonético venían a ofrecer su ley antes de todo sentido. Cuando al empezar se leía: «Abrázame nimbo / bajo no nombre», la formulación negativa hacía a las cosas existir solo en el juego de la lengua, que adquiría realidad memorable en su consistencia. En el epílogo de Sombra mínima, afirmaba Olvido García Valdés que el de Santana era «un mundo transparente, es decir, peligroso», y añadía: «dos rasgos parecen definir una actitud de carácter ascético: por un lado, distancia, pasividad y, por otro y a la vez, una extremada forma de atención». Hasta quince años después, no volvieron a aparecer sus poemas -sí, entre tanto, sus traducciones de poesía y narrativa catalanas, su novela Al final ni nos despedimos-, con el título Carta no enviada. Escueta su escritura poética, pero tan alta, pocas gotas de un jugo sustancial con el que podría nutrirse la vida; y que quizá, con los años, se ha ido haciendo más exigente para la mirada crítica que quiera detenerse en ella, lo que también es índice de su singularidad.

Tengo en la cabeza las dos palabras, «transparente» y «peligroso», al releer Carta no enviada, y la cristalina dureza de los primeros textos confirma su inquietante precisión. El doble movimiento traído por el título -ponerse en contacto y retraerse, el diálogo latente y su suspensión- quizá distingue a toda poesía, que inscribe en sí un oído, la vibración de una respuesta potencial, pero que crece sin necesitar que se ejerzan, independiente. La extraordinaria primera sección, «Falsas noticias», extrae de ahí la energía para explorar formas que generen un habla propia. De entrada, impresiona la nitidez de las sensaciones, sin que haya narración ni anécdota; las fuertes imágenes inconexas y sin sujeto, o con uno volátil, móvil; el desajuste entre los poemas y sus títulos. Hay algo de incomposibilidad, de falta de encaje, como en un mecanismo que mostrara sus junturas sin hacer que coincidan. Un sello celaniano -«la piedra que hay a la entrada de la casa, / esa piedra que no urge a nada, / oscurece como fronda»- podría ser la fórmula de ese malestar de la lógica. Porque es el marco lógico común el que queda tocado; por la plasticidad y la fuerza de los poemas, por su oscura necesidad. La lectura lenta, la atención empiezan luego a descubrir conexiones inesperadas, laterales, un fluir de algo imprevisto en el cauce oculto de la extrañeza; al margen de lo que suele considerarse sentido, hay realidad, evidencias, procesos, pequeños cuentos mínimos sin argumento. Las imágenes quedan en los ojos, llevan con ellas su viveza y precisión que no tiene lugar ni contexto, que no admite mundo: el poema nombra el corazón de lo que sale a su escena, y lo aísla, se concentra en él y se condensa, sugiere un fogonazo. Al ir por la calle, una mujer que limpia arroja plumas e insectos desde su ventana: «abajo, / los cercos de lo precipitado» -y esos cercos impensados son objetos nuevos, reconfiguración de las cosas en pura textura, durable relieve: «el futuro ventila sus zapatos: / un colgajo de sal».

Un poema se llama «Luz del sueño» y su hacerse de saltos y contradicciones ayuda a ver, no que en el libro se refieran sueños y sea onírico su curso, sino lo que se pone en juego: un sistema que no reconoce las normas ni las jerarquías de la gramática textual, aunque la sintaxis de sus frases sea impecable; la intensidad de unas sensaciones casi sin cuerpo, un cine de sensaciones, una abstracción viva y dinámica. Este alterar y producir lógicas es una de las tareas de la poesía. Su pensamiento incluye la razón, pero es más amplio que ella (y ya la propia razón abarca más -comprende, produce, explica- de lo que el racionalismo pragmático asume); la incluye, pero no le es dócil. Constatar este trabajo de Luis Santana, apuntar apenas otras de sus materias: un intenso funcionamiento de la analogía, pero sacándola de sus casillas -poner la metonimia a la par de la metáfora, no desplazar sentido sino inducir una especie de temblor en red, como si fuera del subsuelo-, una sugerencia de posiciones imposibles al modo de los juegos de lenguaje que propone Paolo Virno en Palabras con palabras, hipótesis alternativas de secuencias temporales o causales -aquí es un ahogado que siguiera sin resignarse, aun a riesgo de enloquecer, o la fuerza de una súplica que no tiene ya su tiempo ni su objeto, pero sí energía existencial.

La dureza lingüística es correlato de la dureza existencial, del tenor de los sentimientos. Una impronta negativa («Textos para no «, se titula la segunda parte) marca el curso de Carta no enviada, su subversión lógica, su inventario cotidiano («Breviario» es la tercera). Aquello de lo que se carece, lo que es en sí mismo impugnado, lo que ha sufrido deterioro o pérdida, lo que vacila y se tambalea van tejiendo esta red; pero sobre todo lo que no está, lo que opera en el hueso de su ausencia. La soledad entre las personas próximas, la casa como un paisaje de restos orgánicos, el miedo concretado en un cambio de sitio de los muebles. El no como núcleo semántico universal. Esta negatividad no es metafísica; no es la creencia heideggeriana en el hombre como «lugar-teniente de la nada», o la idea de Agamben de que el lenguaje y la muerte, a la vez que constituyen lo humano, fundan su negatividad esencial. Puestos a comparar, yo pensaría otra vez en Paul Celan, en su espacio de negatividad material, fundada en la vida (energía que sin cesar desteje las telas de la muerte) y en el violento poder de la desesperación.

Así, en Carta no enviada: «apenas / muñón de lengua, / forma dulce de hule / en su oquedad de rosa mutilada- / quien no dice, quien únicamente respira». Recuerdo ahora un pasaje de Crisis de la exterioridad, ejemplar volumen colectivo del grupo surrealista de Madrid, en el que Ángel Zapata reflexionaba sobre el impacto de un solar vacío, un agujero, en medio de una calle densamente comercial, y los transeúntes que se paraban a mirarlo: «No es más ‘sentido’ lo que necesitamos, sino más ‘realidad’. Pero precisamente este plus-de-realidad no puede advenir a nosotros sino como efecto de una ‘sustracción’: como desnudez súbita, como caída brusca de todas las fachadas, de todas las construcciones, de todos los semblantes».

 

Lecturas:

— Luis Santana, Sombra mínima. Madrid, Huerga & Fierro, 1999.

–, Carta no enviada. Madrid, Vitruvio, 2014.

— Paolo Virno, Palabras con palabras. Traducción de Eduardo Sadier. Buenos Aires, Paidós, 2004.

— Ángel Zapata, «Deseamos desear», en: VV.AA., Crisis de la exterioridad-Crítica del encierro industrial y elogio de las afueras-, Madrid, Enclave de Libros, 2012.

 

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.