El día 3 de febrero se somete al Congreso de los Diputados la convalidación del Real Decreto-ley firmado por el Ejecutivo el pasado 28 de diciembre sobre la reforma laboral, aprobada tras la prolongada negociación y el acuerdo tripartito entre el Gobierno, las organizaciones sindicales (CCOO y UGT) y las organizaciones empresariales (CEOE y Cepyme).
El contenido y su valoración está sometido a un fuerte debate, en particular sobre su impacto positivo en el mercado de trabajo y las relaciones laborales. Pero, sobre todo, esa mirada sustantiva se entrecruza con su significado político e institucional en este contexto.
Este cambio normativo tiene una gran relevancia social y política, así como amplios efectos sobre la legitimidad institucional de los distintos actores. La actitud ante esta reforma laboral expresa las distintas estrategias y alianzas políticas y la reafirmación o no del bloque de investidura como base de la gobernabilidad, con la perspectiva de su impacto electoral con los reequilibrios de fuerzas políticas en los próximos comicios hasta las elecciones generales y el proyecto de país y de gobernanza subsiguiente.
Es uno de los ejes principales de la agenda social y laboral de la legislatura que, junto con el tema territorial, el económico-fiscal y la democratización institucional, condiciona el carácter de ésta y su futuro. Visto desde los socios nacionalistas del Ejecutivo, y aparte de competir con él en la representación de una agenda social de progreso, supone un aviso para el avance en otro tema estratégico: el conflicto catalán y, en general, la crisis territorial y el modelo plurinacional (o centralizado) de Estado.
Me centro, brevemente, en las medidas, especialmente, sobre la óptica para valorarlas. Después explico su impacto político-electoral según los resultados de esa votación: si se aprueba o no, con los apoyos de quién y a cambio de qué. De ahí se derivará el grado de cumplimiento del contrato social e institucional del Gobierno progresista de coalición, con su dimensión transformadora y sus alianzas principales para esta etapa hasta las elecciones generales, con su reflejo en la cohesión del propio Ejecutivo y la preferencia por el bloque de investidura o bien por Ciudadanos.
Por tanto, en este momento de tensión e incertidumbre, por la red de intereses contrapuestos y objetivos parciales de cada actor, confluye (como ya pasó en la negociación presupuestaria del año 2021 y otros momentos clave) la combinación de las distintas prioridades estratégicas y de alianzas, intentando justificarlas con su relato respectivo.
Las opciones se están redefiniendo para dar respuesta a un problema socioeconómico y político fundamental como la precariedad laboral y social, abordar esta etapa con el refuerzo (o no) del acuerdo de coalición e investidura, encarar el próximo ciclo electoral con éxito frente a las derechas y garantizar la continuidad de una nueva legislatura de progreso y un proyecto de país más justo y democrático o bien apuntar al deseado (por algunos) reequilibrio centrista.
Un avance significativo, pactado con la patronal
Esta reforma laboral, aunque limitada, es un avance significativo (no cosmético) para los derechos laborales. Sus medidas se pueden clasificar en tres campos. 1) Mejora las relaciones contractuales de las representaciones sindicales en la negociación colectiva con beneficios para la gente trabajadora y menor subordinación al poder empresarial, particularmente en las pymes: ultraactividad del convenio colectivo, convenios sectoriales para evitar la mayor indefensión respecto de la devaluación salarial en las empresas, mayor capacidad e influencia de la representación sindical… 2) Avance en los derechos y condiciones sociolaborales, particularmente en los sectores más vulnerables ante la contratación precaria (jóvenes, mujeres…) con reducción de la temporalidad e incremento de la inspección de trabajo. 3) Mejor regulación de la flexibilidad interna -ERTES- para frenar la externa -despidos- y evitar la destrucción de tejido productivo y mayor desempleo.
Ninguna medida tiene un carácter regresivo para la gente trabajadora, a diferencia de prácticamente todas las reformas laborales en estas cuatro décadas y, especialmente, la de 2012 del Gobierno del Partido Popular y las otras tres grandes reformas estructurales. Por tanto, la valoración sustantiva debe ser positiva: es una mejora para la mayoría popular y sus derechos laborales y sindicales.
Aquí ya se desgaja otra valoración, la del PP y VOX que la consideran negativa, de acuerdo con el intento de legitimar su gestión regresiva de la crisis anterior y su oposición visceral a la coalición gubernamental. En dos artículos recientes, “La oposición social a la reforma laboral del PP” y “La apuesta por el giro social y laboral”, explico el proceso de oposición social y sindical a aquella reforma de 2012, que ahora se derogaría parcialmente. No me detengo en ello.
Solo señalo los propios motivos de la mayoría de la patronal para apoyar esta modificación legislativa: limitar su alcance transformador, acceder mejor a los cuantiosos fondos europeos y de inversión pública, frenar una reforma fiscal progresiva, intentar legitimar la continuidad de la dinámica económico-laboral imponiendo su veto en el diálogo social y la necesidad del acuerdo tripartito para sortear otras transformaciones más profundas, evitar mínimamente el extendido abuso y el anticompetitivo fraude empresarial en la contratación y la devaluación salarial, sobre todo en las pymes…
Según el punto de vista empresarial, se trataría de una pequeña modernización laboral compatible con su aspiración a utilizar todos los recursos normativos y de poder todavía en vigor. Estamos en un tipo de mercado de trabajo con un fuerte desequilibrio a su favor en las relaciones laborales y una gran subordinación de la población asalariada, sobre todo la precaria. El contexto socioeconómico es el de un tejido productivo que necesita un profundo proceso de modernización económica y tecnológica, junto con la garantía de un empleo decente, el refuerzo del Estado de bienestar y la protección pública que constituyen el complemento básico para un proyecto transformador progresivo.
Así, aunque la botella de la reforma está medio (o un cuarto o tres cuartos) llena, la patronal busca otros beneficios económicos colaterales desconsiderando los motivos políticos del PP y VOX (y apoyándose en Cs). Sobre todo, trata de consolidar la situación actual del mercado de trabajo precarizado impidiendo una trayectoria reformadora complementaria. No solo ahora (‘no cambiar ni una coma’), sino también después; o sea, que sea un techo y la botella no se llene más, tal como desea, al menos, las instituciones europeas y la parte centrista del Partido Socialista, comprometidos con el respeto al veto empresarial. Enfrente está la aspiración de Unidas Podemos y demás fuerzas progresistas para implementar un modelo social y laboral más avanzado y justo, quizá para la siguiente legislatura, incluido un nuevo Estatuto de los Trabajadores (y trabajadoras) más progresivo.
Un matiz más. El diálogo social es positivo, pero para las fuerzas progresistas los acuerdos tripartitos (o transversales con la patronal) lo son en la medida que facilitan avances progresivos y no se utilizan como chantaje para evitarlos. El reciente ejemplo de la subida del SMI, del que se descolgó la patronal y ratificó el Ejecutivo con el apoyo sindical, es otra advertencia para contemplar. En ese sentido el actual pacto, aunque exista el riesgo de mantenerlo como de máximos (techo), es positivo, y no impide considerarlo como de mínimos (suelo) y abordar nuevas reformas reequilibradoras y justas, como senda de progreso hacia un modelo sociolaboral digno. Refleja el actual equilibrio de fuerzas sociales y parlamentarias, incluido el amplio proceso de deslegitimación social contra la reforma del PP y el descontento cívico de fondo frente a la precariedad y la desigualdad social. Su sentido como precedente depende de la voluntad y la relación de fuerzas a conformar.
La legitimidad parlamentaria y la actitud nacionalista
Hay que combinar dos legitimidades: por un lado la de los agentes sociales y económicos junto, no lo olvidemos, con el Ejecutivo; por otro lado, la de la mayoría parlamentaria, representativa de la soberanía popular, sometida hoy a incertidumbre. Aunque desde el punto de vista jurídico un acuerdo social como el presente debería ser aprobado por el Legislativo, la cuestión es que al no tener el Gobierno esa mayoría parlamentaria asegurada en el mismo proceso negociador del diálogo social debería cuidar las garantías de su aprobación legislativa, precisamente con sus socios de investidura, sin confiar en ese automatismo aprobatorio y haciéndose representante y mediador con ellos.
Y esa preferencia que se supone conforma el pacto de investidura hubiera dejado en un plano secundario y menos confrontativo el supuesto apoyo incondicionado de Ciudadanos, que busca también otros réditos político-electorales. Dicho de otra forma, el papel decisivo del Gobierno en el proceso de articulación de ese acuerdo social tripartito, cuando no goza de mayoría parlamentaria, debería incorporar una colaboración negociadora y de toma de decisiones con las fuerzas llamadas a su aprobación parlamentaria, cosa ahora evidente.
Por tanto, no se trata de imponer una legitimidad, de un acuerdo social tripartito, a otra, parlamentaria, en la que el nacionalismo catalán (ERC) y vasco (PNV y EH-Bildu) son necesarios y convenientes, sino de combinar ambas. Por ello, debería haberse desarrollado mejor desde el principio esa colaboración para evitar el actual desencuentro y el riesgo de no sacar adelante la reforma, con efectos perniciosos para todas las partes, salvo para las derechas.
Las dos principales propuestas nacionalistas, la prevalencia de los convenios autonómicos -ya admitido en los acuerdos de los agentes vascos- y las mayores competencias autonómicas para la gestión de los ERES y otras regulaciones laborales, son fácilmente resolubles en una nueva normativa. Pero el actual conflicto expresa una desconfianza más profunda.
Esa deficiencia colaborativa puede derivarse de otros factores más globales. En particular, ha podido influir una indefinida opción estratégica de una parte socialista del Ejecutivo, incómoda con los acuerdos con los nacionalismos vasco y catalán, incluso recelosa del protagonismo de Unidas Podemos y la propia Yolanda Díaz, y prestos a intentar cambiar de alianzas hacia el centrismo (y el antinacionalismo periférico), si no es hoy sí mañana, con el pretexto de la geometría variable y la imprescindibilidad y primacía del acuerdo patronal.
No obstante, los cálculos políticos de los partidos nacionalistas, con diferencias significativas entre ellos, son parciales y no realistas. Sus razones concretas para rechazar la reforma laboral son secundarias y el impacto negativo de su no aprobación es desproporcionado y atenta a sus propios intereses estratégicos. Aunque tengan la legitimidad para intentar ensanchar su campo electoral a través de una alternativa social más crítica, cosa de dudosa eficacia, se arriesgan a una fuerte ruptura con el Gobierno de coalición y, en particular, con Unidas Podemos, ante una gestión de la agenda social que pueden criticar de limitada pero no de negativa y que es apoyada por sectores importantes de sus bases sociales. Su oposición puede ser contraproducente para consolidar, precisamente, el proceso reformador apalabrado en estos dos campos fundamentales de la agenda social y la territorial, señas de identidad de la legislatura que amenaza con trastocarse con repercusiones inciertas.
Una valoración positiva y riesgos del desencuentro
En definitiva, la valoración del contenido sustantivo y el papel progresivos de la reforma laboral debe ser positiva: es un avance significativo en los derechos laborales. Tras una década de conflictos sociales, negociación tripartita y reequilibrios políticos e institucionales es lo que ha dado de sí, con la percepción realista de los factores estructurales, relacionales y sociohistóricos que posibilitan la orientación y la dimensión de este cambio.
Hay que constatar el alcance del paso dado, comparado con las reformas regresivas precedentes, pero no contraponer en el mismo plano valorativo el fundamento crítico basado en su comparación con las expectativas u objetivos de cada parte. Está claro que esta norma, desde el punto de vista del cambio de progreso, se ha dejado cosas en el tintero incluido aspectos recogidos en el acuerdo de coalición, que ya había desechado derogar algunos puntos lesivos como las causas y condiciones del despido, y que ya no aparecía en el programa de Gobierno apoyado por los socios de investidura.
Quizá sea excesivo hablar de bloque ya que, aunque sea deseable (para algunos) y transmita una relativa solidez para mantener la legislatura frente a los vaticinios de las derechas, está sometido a intereses contrapuestos, forcejeos e incertidumbres constantes como la de ahora. La gobernabilidad de progreso necesita cuidados y reafirmación permanente y lo que es más importante, un compromiso y confianza en una estrategia compartida sobre los temas de fondo; todo lo contrario a la geometría variable o las inclinaciones centristas que a cada paso florecen en el entorno socialista y las excesivas suspicacias nacionalistas, bases de la desconfianza y la fragilidad de estas alianzas.
Se han visto las constricciones estructurales y de poder y el marco preferente para la parte socialista: consenso con la patronal, adecuación al plan de la UE, desconsideración hacia el nacionalismo periférico, intento de giro centrista… Pero lo que se convalida es un paso positivo, no el conjunto de la situación del mercado de trabajo y de la normativa laboral. Habrá que abordarlos en otra fase en la que se mejore la correlación de fuerzas progresistas, también en el seno del Gobierno y con la presión cívica y sindical para promover reformas más ambiciosas.
La reforma debe juzgarse no por lo que falta, según las expectativas de cada cual, sino por lo que realmente cambia, que es sustantivo. Es un cambio de tendencia, aunque la pugna sobre su trayectoria está servida. Para unos es un techo y se intenta legitimar y consolidar lo existente; para otros es un inicio para modificar todo. Todas las partes tienen objetivos contradictorios que se dirimirán con otros equilibrios de fuerzas sociales y parlamentarias: consolidar lo existente o avanzar en una trayectoria transformadora. Pero ahí es donde hay que superar cierta ambigüedad estratégica socialista y definir mejor el proyecto de país, particularmente para la siguiente legislatura y lo que queda de ésta, en concreto el modelo social y laboral (y territorial) y las alianzas progresistas necesarias.
El riesgo es evidente en el caso de no salir adelante el cambio legislativo: un bloqueo en la precariedad e indefensión de la población trabajadora, un fiasco importante para el Gobierno progresista de coalición, una ruptura de las perspectivas de alianzas y el proyecto de progreso, mayores privilegios empresariales y una ventaja política para las derechas. Esperemos de la sensatez de la mayoría social y parlamentaria, aprendamos de la experiencia de las grietas existentes y garanticemos el avance de los derechos sociales y laborales.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor del libro “Perspectivas del cambio progresista”
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