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La oposición social a la reforma laboral del PP

Fuentes: Rebelión

Analizo desde un punto de vista sociológico e histórico la reforma laboral del PP del año 2012, todavía en vigor, así como la respuesta cívica y sindical frente ella. Se trataba de deslegitimar su carácter agresivo con la mayoría social y generar las condiciones sociopolíticas para su derogación, con la garantía de los derechos sociolaborales.

Las direcciones confederales de CCOO y UGT convocaron una huelga general para el día 29 de marzo de 2012 contra la reforma laboral del Gobierno del PP y su política de recortes sociales. Tal como he explicado en un artículo reciente, La reforma laboral del PP, es una norma que facilita y abarata el despido, empeora las condiciones laborales y precariza el empleo; no crea empleo y prolonga la crisis; perjudica a la mayoría de la sociedad y desequilibra las relaciones laborales con un fuerte incremento del poder empresarial. Junto con las medidas de restricción del gasto público y el recorte de prestaciones y servicios públicos, trata de imponer una fuerte regresión en los derechos sociolaborales y consolidar unas condiciones de vida y empleo precarias para la mayoría y, especialmente, para los sectores más vulnerables.

Había, por tanto, una motivación clara para una fuerte y masiva oposición social que, vista desde ahora, conviene recordar. Es la base de su deslegitimación actual y el emplazamiento cívico que tiene el actual Gobierno progresista de coalición, el conjunto de fuerzas progresistas y, particularmente, el sindicalismo para derogarla y aprobar un nuevo modelo de empleo y relaciones laborales.

La amplitud y la profundidad de esa política regresiva liberal-conservadora, su pretensión de generalización y persistencia, en una situación de agravamiento del desempleo y las consecuencias sociales de la crisis económica, exigían una respuesta social masiva y contundente. Era preciso un amplio respaldo popular, una firme participación ciudadana. Había que poner un freno consistente a estas medidas antisociales para forzar su cambio.

Se trataba de una acción de reafirmación democrática y de progreso que, tras todo el proceso de protesta social, la formación de un espacio sociopolítico de cambio y la configuración de un acuerdo progresista entre el Partido Socialista y Unidas Podemos, terminó por desalojar del Gobierno al Partido Popular. Se abrió un periodo de cambio de progreso, en el que la agenda social y laboral era fundamental, tal como detallo en el libro “Perspectivas del cambio progresista”.

Veamos algunas características de esa experiencia colectiva de movilización social que está condicionando las dinámicas actuales de legitimación social para garantizar un cambio profundo del actual y regresivo modelo laboral.

La deslegitimación cívica de la reforma laboral del PP

Al descontento social por la situación socioeconómica y de empleo, en ese momento se añade el desacuerdo ciudadano con aquella reforma laboral. Según encuestas de opinión (ver Barómetro de marzo de Metroscopia, diario El País, 4 de marzo de 2012), casi dos tercios (62%) de la población desaprueba la reforma laboral del Gobierno, porcentaje mucho más amplio entre los votantes del PSOE (91%); hay que destacar que incluso el 28% de los votantes del PP también la desaprueba. Por otro lado, la consideran adecuada sólo el 24% de la población (el 47% de los votantes del PP), mientras el 74% creen que no va a ayudar a crear empleo y el 61% que responde a presiones externas.

El Gobierno del PP, a pesar de su reciente victoria electoral, tenía un grave problema de legitimidad para imponer su agresiva reforma laboral. No calaban sus argumentos de que son reformas equitativas y medios imprescindibles para la creación de empleo. Perjudica a las capas trabajadoras y desfavorecidas, y la gente desconfiaba, con razón, de que esos sacrificios fueran el camino para eliminar el paro y crear puestos de trabajo.

Por tanto, en un primer aspecto, el grado de desacuerdo con esa medida, la mayoría ciudadana estaba con la posición de los sindicatos y en contra de la decisión gubernamental (y la mayoría parlamentaria). Ello ofrecía una gran legitimidad social a los objetivos de la huelga general: retirar esa reforma laboral que hoy se transforma en su derogación.

En el segundo aspecto, el tipo de respuesta ciudadana conveniente ante esta agresión, la posición de la población también era ambivalente, pero de signo distinto. Según la citada encuesta solo el 28% del conjunto de la sociedad justificaría una huelga general que forzará al Gobierno a cambiarla y suavizarla (8% entre los votantes del PP, y 45% entre los del PSOE -y se supone que todavía mayor entre los votantes del resto de las izquierdas-). En sentido contrario, el 67% de las personas encuestadas (90% entre los votantes del PP y 50% entre los del PSOE) expresaba que una huelga general no serviría de nada y podría empeorar aún más la situación económica. El argumento del Presidente Rajoy de que ‘no va a servir de nada’ y se iba a aplicar toda la reforma tiene credibilidad, incluso entre la mitad de la base electoral PSOE de entonces, y es un motivo poderoso que utilizó la derecha para desactivarla. Esta sería la peor de las hipótesis.

No obstante, se pueden hacer diversas matizaciones. Primera, que la encuesta reflejaba la opinión del total de la sociedad (incluyendo empresarios, autónomos y capas directivas, así como personas inactivas); no había datos desagregados, pero si se comparan con la situación similar de la huelga general del 29 de septiembre del año 2010, el porcentaje de justificación entre la población asalariada aumentaría varios puntos más respecto de la media, es decir, podría alcanzar un tercio (y ser mayoritario entre la gente de izquierdas).

Segunda, tiene que ver con el tipo de pregunta y la interpretación de la respuesta. En esa encuesta se ponía en primer plano el grado de ‘realismo’ sobre la eficacia inmediata de la huelga no sobre su legitimidad (o simpatía). Tampoco se asociaba con otras motivaciones para apoyar la movilización social, por sus efectos positivos en diversos campos expresivos, de refuerzo de la ciudadanía y reequilibrio en las relaciones laborales, como expresión democrática de una indignación y un malestar social que hay que escuchar. No se preguntaba si podía ser útil para todo ello.

Pero tampoco era neutra o inútil en la apuesta por su cambio: la deslegitimación de la reforma abrirá un camino para que pierda fuerza y agresividad y se comience a generar dinámicas para su reversión. Forzar la respuesta sobre la actitud hacia la huelga por las posibilidades inmediatas de su modificación sustancial era reducir su significado a un utilitarismo extremo y cortoplacista, desconsiderando sus consecuencias de fondo para debilitarla y modificarla, así como toda la dimensión social, democrática y expresiva del sindicalismo, las clases trabajadoras y la ciudadanía activa.

En consecuencia, deducir que dos tercios de la población estaban en contra de la huelga era excesivo; con esos datos y a pesar de esa pregunta tan sesgada, un tercio de los asalariados estaban en contra de la reforma laboral y justificaban la huelga general y otro tercio también estaba en contra de la misma reforma, pero creían que con los paros no la iban a poder cambiar ya (y pueden tener consecuencias contraproducentes). La cuestión no es que esa valoración no sea realista, que parcialmente lo es, sino que es unilateral. Ese factor no debía ser el determinante para la no participación porque había más planos, realidades y objetivos para justificar y expresar el rechazo a esa reforma: su carácter injusto, la exigencia de su cambio y construir los cimientos para conseguirlo.

La tercera apreciación tiene que ver con una valoración realista de los apoyos sociales iniciales a la huelga general para superar algunas dificultades y fortalecer la participación y la simpatía hacia la misma. Ya se conocía previamente el resultado de otra encuesta de primeros de febrero de la misma empresa Metroscopia (diario El País 12-2-2012) donde el 46% de la población (67% de los votantes del PSOE) estaría de acuerdo con la convocatoria de la huelga general. Es decir, más de la mitad de la población trabajadora asalariada y más de dos tercios del conjunto de la base electoral de las izquierdas la consideraban justificada –dando por supuesto que del resto de votantes de la izquierda y parte de la abstención su apoyo sería superior-.

En definitiva, fue un proceso movilizador justo y legítimo, el rechazo a la reforma laboral y los recortes sociales de la derecha era apoyado por la mayoría de la sociedad; fue un cauce de expresión de la indignación y el malestar social, y sus objetivos incluyeron el freno a la involución social y la exigencia de rectificación de la política sociolaboral y de empleo. Supuso la reafirmación del movimiento sindical en su capacidad dinamizadora y representativa, y un reequilibrio de la capacidad contractual de las capas trabajadoras en las empresas, todavía débil ante el refuerzo del poder empresarial que suponía esa reforma laboral.

Junto con los precedentes del proceso de protesta social de los años 2010 y 2011 y su continuidad hasta el año 2014, fue un inicio, no el fin del camino del cambio. Expresó un freno a la ofensiva del Gobierno del PP que limitó su alcance regresivo. Consiguió el agrietamiento de la legitimidad de esa política de recortes sociolaborales y el reforzamiento de la izquierda social o la ciudadanía activa. Ese proceso constituyó la condición para su modificación y contribuyó a formar un nuevo campo sociopolítico transformador que luego, entre los años 2014-2016, se configuró como espacio político electoral con las fuerzas del cambio de progreso.

Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor del libro “Perspectivas del cambio progresista”.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.