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Hemeroteca. Recordando en texto de 1966

El marxista herético

Fuentes: La Jornada

Lo buscan aquí,Lo buscan allá,Los yanquis lo buscan por todas partes.¿Estará en el cielo o en el infierno…?Desde el Pimpinela Escarlata nadie ha sido tan «condenadamente» elusivo como Fidel (a quien ningún cubano, excepto un enemigo, lo llama con el apellido Castro). Él lo verá a usted, si ese es su deseo, en el tiempo […]

Lo buscan aquí,
Lo buscan allá,
Los yanquis lo buscan por todas partes.
¿Estará en el cielo o en el infierno…?

Desde el Pimpinela Escarlata nadie ha sido tan «condenadamente» elusivo como Fidel (a quien ningún cubano, excepto un enemigo, lo llama con el apellido Castro). Él lo verá a usted, si ese es su deseo, en el tiempo y lugar que él escoja, pero nunca -eso es seguro- habrá una cita acordada a las once y media el martes por la mañana en una oficina de tal y tal piso en La Habana. Cuba es ahora un país y no meramente una capital del placer, como fue en la época de Batista. El nuevo apartamento preparado para Fidel en el Palacio de la Revolución tiene poco atractivo para él, con excepción del gran juguete instalado ahí, un mapa de Cuba del tamaño de una mesa de billar con un gran tablero eléctrico para iluminar las áreas de pastizales, las áreas del azúcar, café, tabaco. Este paisaje agrícola es su hogar.

En una ocasión casi tropezamos con él en la Isla Turiguanó, una granja del Estado en Las Villas rodeada en tres de sus costados por pantanos: una isla de reses de cría, caballos de cría y cerdos de cría. Habíamos llegado por la noche al motel de los vaqueros, pero estábamos con un día de retraso en nuestro programa (los autos tienen un modo de esparcir piezas después de siete años de uso intensivo), y Fidel había partido esa mañana. Llegamos a Morón al mediodía para enterarnos de que había pasado ahí la noche y se había ido a otra parte. En el cuartel general del Partido, en Camagüey, no sabían nada de sus movimientos, pero en forma significativa el secretario estaba ausente en «alguna parte», y Fidel apareció en Camagüey poco después de que partiéramos. Siempre estaba delante de nosotros, o atrás de nosotros, mientras nos movíamos al oriente hacia Santiago y Guantánamo.

A la segunda noche de mi llegada a Cuba, lo observé cuando hacía uno de sus discursos maratónicos (cuatro horas sin una nota) al Congreso de los sindicatos. Conociendo poco el español, observé su representación física más que escuchar su discurso. Yo podía haberlo dividido como una obra teatral en tres actos: en el primer acto era una formidable figura grave, casi inmóvil ante el podio, la palabra conciencia repicaba en sus frases. Entonces todo cambió de repente a comedia y a farsa, cuando imitaba a un cadre político ignorante. «No sé. No sé.» Empezó a jugar con sus seis micrófonos, tocando, deslizando, alineándolos como si fueran flores; sabía exactamente cuál de ellos, si se inclinaba sobre él, enfatizaría mejor un ronroneo, una carcajada, una burla furiosa, una imitación humorística. Los brazos se movían todo el tiempo, arrancaba carcajadas de su auditorio cuando actuaba, cuando hacía pantomima. «No hay gente más sensible al ridículo que la de aquí.» Atacó furiosamente al señor Frei, de Chile: usted casi podía ver el cadáver del pobre hombre colgando de su hombro.

Después de su discurso se esfumó en el campo tan efectivamente como se había esfumado diez años antes frente a las tropas de Batista y sus aviones en los bosques de la Sierra Maestra. Pero antes de que transcurrieran diez días, los reportes y las fotografías de sus viajes aparecieron en Granma, un diario con lo que parece el título una vieja canción de cuna hasta que uno recuerda que Granma fue el barco que le trajo a él y a sus ochenta y tres revolucionarios de México a Cuba -setenta y uno de ellos fueron muertos o capturados en la primera semana-, para derrocar a la dictadura de Batista.

La elusividad es, desde luego, y en parte, un asunto de seguridad. Un pistolero hallaría difícil escoger el lugar adecuado en el momento adecuado, y en uno de los últimos complots contra su vida, traicionado por un doble agente en la cia, el supuesto asesino hizo un plan despiadado para asegurar su presencia en un lugar preciso y a la hora precisa. Empezaron a seguir el auto de Haydée Santamaría cuando regresaba a casa de su trabajo en Casa de las Américas, donde se encuentra a cargo de las relaciones con los partidos comunistas en América Latina. Su muerte, creyeron ellos, les llevaría a Fidel.

Hay tres heroínas principales de la Revolución: Celia Sánchez, quien en 1956 esperó a Fidel en la Sierra Maestra, Vilma Espín, quien combatió con Raúl Castro en Oriente y después se casó con él, y Haydée Santamaría. Haydée (su apellido no se usa más que el de Fidel) combatió en el fallido ataque al cuartel Moncada, en Santiago, en 1953. Su hermano fue muerto ahí y le extrajeron los ojos, su novio fue asesinado y le extirparon los testículos, y le mostraron los cuerpos en la prisión. Cuatro años más tarde, casada con Armando Hart, ella combatió en la Sierra Maestra. (Yo la conocí en 1957, cuando ella y su marido se escondían en casas de seguridad en Santiago, en camino las montañas).* Si los asesinos hubieran tenido éxito en matarla, inevitablemente habría sido enterrada en el Panteón de los Héroes, y su funeral habría sido una cita a la que Fidel habría asistido de seguro. Pero ella detectó los faros del auto que la seguía y realizó una acción evasiva.

Así que Fidel tiene suficientes razones para hacer pocas citas a horas fijas, y para ser notoriamente impuntual en sus apariciones públicas (el 29 de agosto la cortina en el Congreso de la ctc se levantó una hora tarde). Pero sus enemigos sólo vienen del exterior. No tiene motivos para temer un ataque no premeditado. La nación está en armas, y ningún tirano podría sobrevivir mucho sus constantes viajes por el campo. Pero el motivo principal de sus viajes no es la seguridad personal; está descubriendo su propio país por primera vez, con un sentido de excitación por los menores detalles. En su discurso a los delegados sindicales él dijo: «Nunca he aprendido tanto como lo he hecho cuando hablo con los trabajadores, estudiantes y campesinos. He pasado por dos universidades en mi vida: una donde no aprendí nada, una donde he aprendido todo lo que sé.» Es un hombre del tipo de Chesterton, que viaja hacia el hogar como si éste fuera un territorio extraño.

Fui más afortunado que muchos en mi última noche en Cuba, porque un mensajero vino para llevarme a cenar y pude pasar horas del amanecer con él en una casa en las afueras de La Habana. Tan pronto como nos sentamos, Fidel empezó a describirme, compulsivamente, como si necesitara a un extranjero para sentir el placer de contar otra vez su historia, cómo en su último viaje había entrado en un pueblo después de anochecer y percibió que no había luces en las calles; sólo en la casa del Partido. Dos hombres estaban sentados en un bar jugando dominó y se sentó con ellos sumándose al juego. El rumor de su presencia se esparció y los habitantes se congregaron. Demandaron un discurso. (Recordé que un intelectual me había dicho que, en 1965, el mal año de la sequía y de la incertidumbre política, Fidel no había hablado ni una vez entre el 26 de julio, día nacional, y octubre, y cómo el pueblo se había puesto nervioso e inestable por su silencio.) Me dijo que regresaría otro día para hablar en este pueblo: ahora quería hacer preguntas… la astucia humorística de los ojos socráticos me repasó rápidamente…, descubrió por qué no había luces en las calles, la distancia que tenía que caminar un hombre para que le repararan el calzado, qué tanto dependían de un pueblo distante unos diecinueve kilómetros… eran pequeños detalles, probablemente familiares para cualquier habitante del campo, pero la mayor parte de sus años adultos han sido gastados en la guerra, en la prisión o en el exilio. Ahora, a los cuarenta, está empezando a vivir verdaderamente. Algunas veces me he preguntado cómo se confrontaría él con los días heroicos en la Sierra Maestra ya terminados, pero tal vez apenas comienzan los días heroicos para él.

Habló sobre el pueblo más de media hora: yo lo interrumpía con una pregunta y él se detenía en medio de una frase, respondiendo rápidamente y sin ninguna duda, entonces retomaba la frase exactamente donde la había dejado. En un instante cambiaría del humorístico observador socarrón al entusiasta. Si yo no lo hubiera perdido en Isla Turiguanó, si hubiera estado con él en el campo, habría visto lo que él vio, habría estado presente en el nacimiento de su idea. Yo había llegado a él de repente, sobre el dominó…

Intentó hacer un experimento en este remoto pueblo. Los habitantes serían liberados de su dependencia de la ciudad. Todo lo que necesitaran sería provisto sin cargos. Sus casas serían gratis (ya en su discurso de agosto 29 había previsto la abolición universal de las rentas para 1970), ya tenían una escuela primaria y se construiría una escuela secundaria, tendrían su propio generador de electricidad, habría una guardería para los niños y un restaurante comunal libre de pagos que aliviaría a las mujeres de la mayor parte del trabajo en casa («En mi opinión, eso hará que la mayor parte de los matrimonios perduren»), habría cine gratis dos veces por semana, un zapatero remendón gratuito. No se aboliría el dinero, pero la necesidad del dinero prácticamente desaparecería. El socialismo en un país ya se ha intentado en otras partes. Esto sería el comunismo en un pueblo. Sociólogos y psicólogos observarían el experimento. ¿Cómo empelaría la gente su mayor tiempo libre? ¿La productividad aumentaría o caería? ¿Y si el experimento no caminara? ¿Si la productividad no se elevara? «Tendríamos que pensarlo de nuevo.» ¿Qué tan a menudo los líderes comunistas han permitido ese grado de duda en cualquier plan?

Fidel es un marxista, pero un marxista empírico, que toca el comunismo de oído y no conforme al libro. Para él la especulación es más importante que el dogma, y se regocija en nombre de la herejía. «No pertenecemos a una secta, no pertenecemos a ninguna francmasonería internacional. Somos heréticos, sí, heréticos; bien, dejen que nos llamen heréticos.» Y otra vez en el mismo discurso: «Si existe un partido marxista leninista que sabe de memoria toda la ‘dialéctica de la historia’ y todo lo escrito por Marx, Engels y Lenin, y aun así no hace un carambas al respecto, ¿los demás están obligados a esperar y a no hacer la Revolución?» Él observa al comunismo en otras partes volviéndose conservador y burocrático; la Revolución muriendo en el escritorio de una oficina dentro de fronteras estrechamente trazadas. (Le sugerí que ahora Rusia estaba más próxima a una revolución gerencial que a una comunista. No había leído el libro de James Burnham, pero se hizo una nota para comprarlo.)

Él escuchaba, a su vez, con simpatía, mientras yo argumentaba por la posibilidad no de una mera coexistencia gélida, sino de una cooperación entre el catolicismo y el comunismo. La filosofía de Marx forma una amplia área de desacuerdo en ambos bandos, pero este hombre nunca permitirá que una filosofía del siglo xix se interponga entre él y cualquier acción para hacer avanzar los objetivos económicos del comunismo. Del Nuncio papal en Cuba se expresó en términos de cálida amistad y respeto. Tan sólo más allá de las aguas se encuentran las grandes áreas empobrecidas de América del Sur -pobreza y riqueza en yuxtaposición revolucionaria-, vastas extensiones para la expansión del comunismo negadas a Rusia en Europa. El catolicismo en Cuba siempre ha sido una religión de la burguesía y por eso sin raíces profundas: la religión del campesino es afro-cristiana; Ogún y Erzulie y Legba comparten sus altares con un dios cristiano, como en Haití. Pero en América del Sur, con la posible excepción de Brasil, la Iglesia católica es la religión natural del campesino, y si el comunismo ha de importarse de Cuba, Fidel no se presentará en América del Sur como perseguidor de la Iglesia. Ni sería ése su deseo. Los enemigos de la Iglesia en Cuba no son los líderes comunistas: ellos son el cardenal Spellman y el obispo Fulton Sheen, esos denodados campeones de la Guerra fría y la contrarrevolución, eclesiásticos para quienes el papa Juan xxiii parece haber vivido en vano.

Mientras Rusia deriva hacia el capitalismo de Estado y China hacia una variante fantástica de su propia invención (Granma fue despiadadamente divertido sobre el culto a Mao Tse-Tung), Cuba bien puede convertirse en el verdadero campo de pruebas del comunismo. Hay algo del foro ateniense aquí; la isla es lo suficientemente pequeña para que la gente sea consultada, informada, para que se pueda confiar en ella: puede ver a sus líderes día con día en las calles de sus pueblos y ciudades. Esas cuatro horas de discursos de Fidel no están hechas de evasiones y trucos retóricos y grandes palabras abstractas; están llenas de información, a ras de piso, llenas de detalles: de ellas aprendemos lo peor, más que de un enemigo, porque él confía en su pueblo; la «pasmosa» situación en Moa, la falta de drenaje en Nueva Gerona. Sus discursos se encuentran más próximos a Cobbett que a Churchill, y en mi opinión tanto mejores por eso. La enorme voluntad de educar se encuentra ahí, como en las nuevas escuelas y colegios técnicos que están cambiando el campo. Ni Fidel abandona las decisiones una vez que se han tomado: anuncia errores, describe sueños que después pueden resultar ser errores: él es el cerebro revolucionario en acción visible, como uno de esos relojes con cubierta de vidrio en los que usted puede ver las ruedas en acción. Mientras Fidel empezaba un discurso el 29 de agosto, una muchacha me dijo con entusiasta anticipación: «Nunca sabemos qué pueda decir él.» Difícilmente es verdad lo mismo con nuestros políticos.

Este hombre, como Pauline en sus faenas y en sus escapes del sufrimiento y de la muerte, tiene una cualidad de generosidad que demanda lealtad. (De los doce seguidores originales que alcanzaron la Sierra Maestra, dos murieron, pero ninguno desertó.) Un joven ministro, en un momento a cargo de la agricultura, cometió un feo disparate administrativo que privó temporalmente de leche a La Habana. Fidel le dijo que si se respetaba a sí mismo debía ir al exilio en Isla de Pinos, voluntariamente. Se fue por seis meses y trabajó allá en una granja. «¿Qué habría pasado -pregunté yo- si usted no se hubiera ido?» «Nada -dijo él-, pero me habría sentido fuera de la Revolución.»

«Todos los nervios se encuentran tensos hacia el futuro, y preparados para disfrutar el presente», escribió sir Walter Scott de una revolución bien distinta. «¿Todos?» No, no todos. Dos aviones estadunidenses llegan diariamente de Miami a Varadero, el centro turístico cerca de La Habana, y se llenan de refugiados que son transportados al aeropuerto en autobuses Leyland. Dos veces por semana aerolíneas de Iberia, que llegaron a La Habana casi vacías, parten con todos los asientos ocupados, tanto en primera clase como en turista. Cualquiera que no esté en edad militar (otros jóvenes cubanos pueden ser llamados por el ejército en Vietnam), es libre de partir con un bulto o una valija. Un visitante como yo que le profesa simpatía, vive, claro está, en la luz brillante del sol de la Revolución; estos cubanos, que han escogido el exilio, deben haber visto las sombras, algunas de ellas imaginarias tal vez, algunas de ellas bastante reales.

1966. Collected Essays.

* En esa ocasión Graham Greene colaboró con los rebeldes, trasportando valijas de ropa de La Habana a Santiago, a riesgo de su seguridad personal. (N. del T.)

Traducción de Rubén Moheno