Vivir sintiendo las olas del mar más civilizado del mundo nos proporciona intangibles que olvidamos con facilidad. Solo reaccionamos ante algunas, muy pocas, de esas ocasiones en las que convertimos el azul más bello en fácil verdugo de nuestras crueldades, esos castigos que, cobardes, dictamos sin palabras contra los más débiles porque pretenden vivir a […]
Vivir sintiendo las olas del mar más civilizado del mundo nos proporciona intangibles que olvidamos con facilidad. Solo reaccionamos ante algunas, muy pocas, de esas ocasiones en las que convertimos el azul más bello en fácil verdugo de nuestras crueldades, esos castigos que, cobardes, dictamos sin palabras contra los más débiles porque pretenden vivir a nuestras órdenes. ¿Cómo se atreven? nos preguntamos en silencio culpable.
A primera hora de la tarde del día dos de septiembre de 2015 estaba sentado en mi despacho, delante del ordenador. Lo encendí y, sin tener ni idea de lo que me esperaba en la pantalla, abrí uno de los digitales de costumbre. Aylan Kurdi estaba allí, como si fuera mi nieto, con su niqui rojo, su pantalón azul y sus zapatitos puestos, inocente, su cara pequeña contra la arena turca. Todo él bañado por las mismas aguas que quizás un día me acariciaron en otras playas de mi vida. Para desahogarme recuerdo que escribí algo, aunque ahora no sabría ni encontrarlo, ni si lo publicaron en algún sitio. A la vista del futuro que siguió, aquellas palabras no sirvieron para nada.
Desde aquel Aylan hasta este Acuarius muchos temporales inconscientes han dictado sentencia contra miles de personas que chapoteaban para llegar a la orilla prometida. No tiene sentido repetir aquí los números de unas víctimas que sabemos que multiplican las que se han publicado y que tantas veces, sin voluntad propia, flotan inevitables e inertes y hasta rozan a bañistas de gin tónic que les negaron la tierra que un día casi tocaron con sus dedos. Si, fue cuando ante urnas acobardadas decidieron dar su voto a programas políticos insolidarios.
Para que hablar hoy, tampoco serviría de nada, de unas mafias de la inmigración que no son sino el eslabón necesario que aparece siempre que los irresponsables políticos, dirigentes que lo son de toda la humanidad, permiten que la supervivencia se convierta en un negocio nuevo, de esos que proporcionan beneficios inmediatos y abundantes gracias a la insuperable desigualdad entre las partes contratantes. Además de una excusa fácil para la xenofobia organizada, que comienza a tomar las instituciones sin tapujos.
Hoy siento la imperiosa necesidad de derrotarme a mí mismo por todo lo que he dejado de hacer para evitar que creciera la cuenta de cadáveres. Hoy es la felicidad de sentir que la borrachera de delitos disfrutados durante decenios por algunos españoles poderosos e inmorales se haya convertido, justo a tiempo, en una sentencia escrita que ha servido de salvavidas ético para sacarlos del gobierno y, sin bajar de la misma ola, asegurar con dignidad la ilusión de 630 personas que estaban a punto de dejar de mirar al horizonte, allí donde mar y cielo se confunden, engañados por una diplomacia que solo disfraza ausencia de principios y confusión inconfesable de intenciones.
Por una vez, el efecto mariposa ha sido bello. Quién sabe si aquel «Mediterráneo» de Joan Manuel Serrat forma parte oculta y necesaria de esta mezcla de intuición e impulso que ha inspirado una generosidad que nos ha colocado por encima de la mediocridad reinante y ha dejado a tanto tunante con la boca abierta, pero sin habla.
Desde aquí, solo se me ocurre proponer que el Parlamento Europeo apruebe el Día del Inmigrante o que, si ya existiera, nunca más se celebre con juegos florales sino con una prohibición estricta y masiva: la de que, durante 24 horas, ninguna persona de las que pueblan este continente rico y antiguo se pueda acercar a menos de un kilómetro del mar que hemos convertido en cementerio de los otros para poder negarnos a nosotros mismos sin consecuencias.
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