La memoria histórica es necesaria para llegar a la verdad y a la justicia, pero por las trágicas características de lo recordado, resulta traumática para quienes lo vivieron y, en no pocos casos, conlleva una considerable dosis de miedo. Miedo que viene a ser garante del silencio. Combatir ese miedo es la labor que reivindica […]
La memoria histórica es necesaria para llegar a la verdad y a la justicia, pero por las trágicas características de lo recordado, resulta traumática para quienes lo vivieron y, en no pocos casos, conlleva una considerable dosis de miedo. Miedo que viene a ser garante del silencio. Combatir ese miedo es la labor que reivindica el miembro de Ahaztuak Martxelo Alvarez. Para ello apela a gran parte de la clase política, a la cual hace «corresponsable» del mantenimiento de ese miedo.
La memoria está atada por el miedo, y es muy difícil romper las ligaduras del miedo. Se ha divulgado la equivocadísima idea de que recordar es peligroso, porque recordando vuelve a repetirse la historia como pesadilla. La experiencia indica que lo que ocurre es exactamente al revés. Es la amnesia la que hace que la historia se repita como pesadilla. «La buena memoria permite aprender del pasado, porque el único sentido que tiene la recuperación del pasado es que sirva para la transformación del presente» (Eduardo Galeano, escritor uruguayo).
El recorrer los caminos de la memoria buscando, rastreando, los hilos necesarios para tejer ese puente que sabemos necesario entre ésta y la verdad, entre ésta y la justicia, hace que en este recorrido nos encontremos a menudo cara a cara con hombres y mujeres que vivieron en carne propia o de forma cercana la barbarie represiva posterior al 18 de julio de 1936. Personas que fueron ellas, sus familiares más directos o sus vecinos, los destinatarios -el objetivo, dicho en términos militares- de la política de exterminio que desde el mismo día del golpe de Estado se puso en marcha contra los sectores poblacionales que habían sido la base social de la II República, del Frente Popular y de las experiencias nacionalistas catalana, vasca y gallega. En ese cara a cara, en esas personas, encontramos sentimientos muy diversos provocados por las vivencias de cada cual, algunas veces más latentes -atenuados, podríamos decir- y otras, a pesar de haber transcurrido entre sesenta y setenta años en la mayor parte de los casos, plenamente activos. Uno de estos sentimientos -y no el menos extendido, por cierto- es el miedo.
Francisco Etxebarria, forense de Aranzadi, decía hace algunas semanas en una entrevista en prensa que «no puede ser que todavía haya personas que cuando hablen de la Guerra Civil y de la represión lo hagan con miedo. A esa gente hay que decirle que aquello fue injusto, que les comprendemos y que les apoyamos. No puede seguir existiendo miedo». Al igual que nosotros, ha constatado sin duda decenas de veces esta realidad: alguien que rehúye señalar el lugar donde se encuentra una fosa común por él conocida y nos remite a preguntar «a los vecinos del otro pueblo, que yo no quiero problemas», alguien que rechaza dar abiertamente su testimonio porque «los de siempre aún estan ahí». Son comportamientos repetidos que certifican de una forma objetiva la existencia de miedo en las personas de un determinado colectivo, hecho que debería bastar a muchos para reflexionar acerca de la banalidad con la que en general se refieren a él, pasando de largo, mirándolo como algo sin razón de ser hoy día, como algo llamativo e incluso excéntrico de cientos de víctimas del franquismo que aún viven.
Sin embargo este miedo existe. Y es mucho. Y es real. Y ha de ser atroz. Porque… ¿cuánto miedo hará falta para preferir el dolor al miedo, para preferir continuar con el dolor del silencio, con un dolor silenciado durante setenta años? ¿Cuánto miedo para preferir llevarse a la tumba junto con el miedo el secreto de la ubicación de una fosa común guardado durante décadas? ¿Cuánto para preferir seguir callando y llorando en silencio los nombres de unos muertos propios y las circunstancias de su muerte, que contar lo que se sabe? ¿Cuánto para seguir prefiriendo la incertidumbre de un desaparecido a la averiguación de su final?
Certificar la realidad de este hecho será ya un avance siempre y cuando se sea coherente con las preguntas y respuestas que ello plantea, y siempre que asumamos que no son ni las palabras ni los buenos deseos los que lo harán desaparecer. Debemos preguntarnos por qué hay aún hoy miedo a hablar, a contar, a decir. Miedo a indagar paraderos, a iniciar búsquedas, a reivindicar memorias y justicias. Debemos preguntarnos por qué existen esas actitudes tan defensivas, ese miedo en suma, y asumir la respuesta y -si hablamos de justicia- actuar en consecuencia. Asumir que si existen es porque a treinta años del final del franquismo todas esas personas, víctimas de aquel régimen, consideran en su fuero más íntimo que no se han dado pasos objetivos susceptibles de quitárselo, que en esta democracia aún no tienen motivos para la confianza. Asumir lo que este hecho tiene de dura interpelación a la clase política desde el año 1977 hasta la fecha, pues su misma existencia señala implícitamente a la misma como cómplice en la continuidad de ese miedo y en los objetivos de dominio e impunidad perseguidos por el mismo.
Ningún partido, ningún miembro de la clase política debería mirar para otro lado ante esa interpelación. Nadie puede culpar de ella, de ese miedo, a las víctimas del franquismo, y menos a la vista de la realidad pasada y actual. La amnesia de la Transición alimentó el miedo. Las lecturas revisionistas actuales, sin ningún tipo de cortapisas ni consecuencias, del golpe de Estado del 18 de Julio, de la dictadura y de la represión franquista son miedo, alimentan el miedo. La dejadez y la pasividad de la clase política ante ellas alimentan el miedo. La impunidad de Montejurra, del 3 de Marzo, el neofranquismo del PP y de sus aliados dan miedo. La existencia legal de fundaciones y partidos abiertamente defensores del franquismo y del fascismo mantiene el miedo. Fraga impune y alabando a Pinochet alienta el miedo. La pervivencia de la simbología franquista forma parte del miedo. Las manifestaciones del «principal partido de la oposición» en las que con toda impunidad se agitan banderas falangistas y franquistas y se corea «Zapatero al agujero lo mismo que tu abuelo» avivan el miedo. La utilización de las víctimas del franquismo para el marketing de los políticos de turno mantiene el miedo. La diferenciación en trato y consideración de éstas con otras víctimas mantiene el miedo. El planteamiento de Ley de Memoria Histórica del PSOE refuerza el miedo. Gotzone Mora, política del PSOE, como conferenciante en la fundación Francisco Yagüe, uno de los más sanguinarios golpistas, es miedo. La falta de verdad, de reparación y de justicia es miedo: el mismo miedo que impusieron en 1936, el mismo que han abonado con la impunidad que la Transición otorgó a todos los criminales golpistas y franquistas, el mismo que hoy suma -como hemos visto- nuevos elementos.
Nuestra lucha, por ello, es en gran medida una lucha contra el miedo. Por ello señalamos, denunciamos, las múltiples responsabilidades en la perpetuación del miedo, en el miedo existente hoy día, en el miedo que sigue acompañando a muchas personas víctimas del franquismo a la tumba. No queremos más miedo, no lo admitiremos. No consentiremos que nuestros hijos lo hereden de nuestros padres, de nosotros mismos. Apostamos por la deconstrucción del miedo, por ir quitándole a esa terrible edificación de setenta años sus cimientos, sus columnas, la argamasa que los une y solidifica. Cada ladrillo que arranquemos de él para debilitarlo será uno nuevo en esa democracia real que queremos construir, en el fortalecimiento de un sistema democrático que aún hoy día muestra unas clarísimas fisuras y un endeble asentamiento.
La solución al problema de las víctimas del franquismo y al miedo en el que llevan, llevamos, sumergidas setenta años no es declarativo, no es sentimental ni asistencial… es esencialmente político. Y las medidas políticas, las de verdad, reparación y justicia, aún brillan por su ausencia.
Este artículo está dedicado a la memoria de Asunción Rodríguez Pulgar, asturiana, viuda del comandante Silvino Morán, ex presa política del franquismo en la cárcel de Saturrarán. Con la memoria de vuestros sueños perfilamos hoy nuestro futuro.