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Resumen de la ponencia presentada en el Encuentro Internacional Contra el Terrorismo celebrado en La Habana del 2 al 4 de junio de 2005

El miedo y la memoria

Fuentes: Rebelión

Miedo y memoria. Miedo de la memoria. Memoria del miedo. Hablar de memoria, en este contexto, es hablar sobre todo de desmemoria, de lo que no se puede o no se quiere recordar. Y al hablar de desmemoria solemos pensar en períodos de tiempo considerables, cuando menos del orden de las décadas. Se suele decir, […]

Miedo y memoria. Miedo de la memoria. Memoria del miedo.

Hablar de memoria, en este contexto, es hablar sobre todo de desmemoria, de lo que no se puede o no se quiere recordar. Y al hablar de desmemoria solemos pensar en períodos de tiempo considerables, cuando menos del orden de las décadas. Se suele decir, por ejemplo, y con sobrada razón, que no debemos olvidar los horrores de la II Guerra Mundial, o los crímenes de la Guerra Civil española y su no menos criminal posguerra. Pero hay otra desmemoria aún más preocupante si cabe, que es la desmemoria a corto plazo. No solo nos olvidamos de lo que ocurrió hace treinta o sesenta años, sino que a menudo nos olvidamos de lo que sucedió la semana pasada, o ayer mismo (con lo cual, más que de desmemoria, habría que hablar de Alzheimer histórico). No solo nos olvidamos de la Guerra Mundial, sino incluso de la Guerra de Iraq.

Y al olvidarnos de la Guerra de Iraq solemos olvidarnos también de que no fue una guerra. Tal vez ahora, desde que dijeron que había terminado, sea una guerra, una guerra de guerrillas. Pero cuando la mayor potencia bélica de todos los tiempos, con el apoyo de las supuestas democracias occidentales, arrasa e invade un país indefenso, previamente destrozado por más de diez años de bloqueo criminal, no cabe hablar de guerra, el mero hecho de hablar de guerra es una infamia. Hay que hablar de atropello, de masacre, de expolio y exterminio, de cobardía. Incluso un término tan atroz como el de «guerra» se convierte en un eufemismo al hablar de la barbarie y la vileza del imperialismo estadounidense.

Y esto nos remite a otro aspecto del olvido: lo que podríamos llamar desmemoria semántica. No solo nos olvidamos de los acontecimientos históricos, sino también del significado de las palabras. Y también en este caso hay una desmemoria a corto plazo, un Alzheimer semántico inducido por los medios de comunicación masivos, un fenómeno sin precedentes y especialmente alarmante. Antes las palabras tardaban mucho tiempo en cargarse de connotaciones, y también tardaban mucho en perder esas connotaciones, en reemplazarlas por otras. Ahora, una campaña masiva e insistente orquestada por los medios de comunicación al servicio del imperialismo estadounidense o del subimperialismo europeo, puede vaciar de significado una palabra y «rellenarla» con un significado espúreo, acorde con los intereses del poder, en cuestión de semanas o aun de días.

Uno de los términos en los que resulta más evidente este proceso de corrupción semántica acelerada es el de terrorismo (otro, complementario, el de democracia). En sentido estricto, terrorismo es la dominación mediante el terror, la utilización del terror para mantener o aumentar el poder. Y en este sentido solo hay un terrorismo realmente digno de ese nombre: el terrorismo de Estado. Pero la mayoría de la gente, al oír la palabra terrorismo, piensa en un fanático con un cinturón de explosivos atado al cuerpo. Como dice Alfonso Sastre, se llama terrorismo a la guerra de los pobres y guerra al terrorismo de los ricos. Ayer mismo aludía Fidel a las bombas de Hiroshima y Nagasaki, sin duda los más atroces actos terroristas de la historia de la humanidad, frente a los cuales las tropelías de un Atila parecen travesuras infantiles; sin embargo, se suele hablar de este infame episodio como si de una acción bélica se tratara. Ya se sabe, en las guerras hay bombardeos, y a veces las bombas caen sobre las ciudades…

En la «España democrática» (las comillas indican el uso irónico de ambos términos), cuando se habla de terrorismo todo el mundo piensa en ETA o en el llamado «terrorismo islámico». Es cierto que el principal problema del Estado español es el terrorismo, como repiten sin cesar los poíticos de una y otra calaña; pero no el de ETA, sino el del Gobierno: las torturas policiales continuas e impunes, la criminalización sistemática de toda forma de disidencia o protesta organizada, el apoyo incondicional al imperialismo estadounidense, la ampliación de la base de Rota, desde la que parten los bombarderos estadounidenses para masacrar a los pueblos afgano e iraquí… Ese es el verdadero terrorismo.

En cuanto al denominado «terrorismo islámico», la mera fórmula, el mero hecho de acuñar la fórmula, es un acto de terrorismo (o de metaterrorismo, como diría un pedante, ya que es hacer terrorismo mediante el –y con respecto al– concepto mismo de terrorismo). Porque mucho antes, antes tanto cronológica como jerárquicamente, de hablar de «terrorismo islámico», habría que hablar del terrorismo judeocristiano, infinitamente más brutal, persistente y devastador. Bush liderando su «cruzada antiterrorista» con la Biblia en la mano: ese es el verdadero terrorismo religioso de nuestro tiempo (y de casi todos los tiempos, de Constantino para acá).

¿Qué podemos hacer frente a la doble desmemoria (a corto y a largo plazo, histórica y semántica) inducida por los grandes medios de comunicación al servicio del poder? ¿Qué podemos hacer contra el miedo a la memoria, que es el miedo a la libertad? Hebe de Bonafini nos lo decía ayer en su magnífica intervención: proclamar la verdad incesantemente, en todas partes. La verdad histórica y la verdad semántica, porque estamos hechos de recuerdos que a su vez están hechos de palabras, y perder el sentido de las palabras es perdernos a nosotros mismos, dejar de ser. Pero ¿cómo hacer frente con nuestros limitados recursos al omnímodo poder de los grandes medios? A primera vista, la batalla, en lo mediático-cultural, parece tan desigual como en lo bélico. Y en términos puramente cuantitativos, lo es. Pero nosotros tenemos una ventaja decisiva: decimos la verdad, y no es lo mismo repetir mentiras que repetir verdades. Y la verdad tiene fuerza propia, mientras que la mentira no tiene más fuerza que la fuerza bruta de los medios masivos que la repiten incesantemente. La mentira tiene las piernas cortas y los pies de barro, no avanza ni se sostiene, puede ser «desmentida», precisamente porque es mentira. La verdad, a veces, puede ser ocultada, pero nunca vencida.

Con la verdad puede darse, se da de hecho, el proceso recíproco de la consabida conversión de la cantidad en calidad. La «calidad» de la verdad se convierte en cantidad, pues la verdad se difunde, se reproduce, se arraiga gracias a su propia vitalidad intrínseca. Por eso la verdad es revolucionaria; por reducido que sea su ámbito inicial, puede convertirse con extraordinaria rapidez, si las condiciones son propicias (y podemos ayudar a que lo sean), en algo colectivo, multitudinario, popular. La verdad es la chispa capaz de incendiar el bosque, para decirlo con la metáfora de Mao.

La verdad es revolucionaria, y, al igual que la relación cantidad-calidad, la relación verdad-revolución es una relación dialéctica: la verdad es revolucionaria, y la revolución es veritativa. La revolución decanta, consolida y difunde la verdad, la hace visible, la hace vivible; y, a su vez, esa verdad decantada, consolidada y difundida por la revolución realimenta el proceso revolucionario. La mejor prueba de ello es la propia Cuba. Los mejores argumentos a favor de la revolución cubana no están en los discursos de Fidel, con todos los respetos, ni en los análisis teóricos, sino en la calle. La mejor prueba de que la revolución ha triunfado es que por todas partes se ven niños sanos, bien alimentados, instruidos, contentos. Creo que no hay mejor indicador social que el cuidado, el respeto y la atención a los niños, el bienestar de los niños, en una palabra, y con respecto a ese indicador Cuba ocupa sin lugar a dudas el primer puesto mundial. Cuando me preguntan que es lo que me parece más destacable de Cuba, contesto que es el país donde los niños no lloran. Nunca he visto ni he oído llorar a un niño en Cuba (supongo que alguno llorará de vez en cuando, pero yo jamás lo he visto, y eso que hay niños por todas partes), nunca he visto a un adulto pegar o gritarle a un niño, o reprimirlo. Creo que esa es una de las más claras expresiones del triunfo de la revolución cubana.

Porque la revolución ya ha triunfado. Sois excesivamente modestos cuando decís «Venceremos». Ya habéis vencido, y seguiréis venciendo. Aunque mañana cayeran sobre Cuba diez bombas criminales como la de Hiroshima, la revolución cubana habría triunfado, seguiría triunfando, porque su semilla se ha esparcido por toda América y ya está fructificando en Venezuela.

Ya habéis triunfado, y quienes hemos sido invitados a estar hoy aquí con vosotros, tenemos el privilegio y el deber de hacer nuestro vuetro triunfo. Tenemos el privilegio y el deber de luchar para que ese triunfo sea el de todos los pueblos del mundo.