Era una tarde de un caluroso domingo de 1961 cuando la radio asombró a la población de Berlín. La ciudad, que estaba dividida en dos sectores, el comunista y el capitalista, quedaba definitivamente separada. Entre los pasos para allanar la circulación, los agentes de Alemania Oriental comenzaron a levantar una valla de seguridad en la que se acostaba un interminable alambre de púas. El inicio del Muro de Berlín, el muro de protección antifascista le llamaron los dirigentes de la RDA. El icono por excelencia de la Guerra Fría entre Moscú y Washington.
Centenares de familias quedaron desparramadas a ambos lados de la muralla. Hoy, decenas de muros se esparcen por el planeta, la mayoría para evitar la huida, la migración de los pobres, de los asediados en su origen por pájaros de acero y drones de última generación que escupen sus bombas, destrozan sus viviendas, esquilman sus campos y matan a sus hijos. Apenas se habla de ellos, como si aquel Muro de Berlín terminara con la pesadilla.
Úrsula Bach fue una de tantas que quedó aislada de su familia cuando aquel aciago día principiaron el Muro y prohibieron radicalmente la circulación entre los dos sectores. Tenía 18 años y estaba embarazada de seis meses. Su pareja Fried suspiraba por aquel hijo que nacería en otoño. Andreas. Pero hubo un problema, una contrariedad inesperada. Aquel caluroso domingo de 1961 atrapó a Úrsula en la zona capitalista de Berlín y a Fried en la comunista. No pudieron reencontrarse y Andreas crecería sin padre.
Historias como la de Andreas, un niño nacido después de la edificación del Muro, se repitieron por doquier. Jan-Aart de Rooij tenía 14 años, vivía con su familia en la zona este de Berlín y había saltado al sector oeste para asistir a unas colonias veraniegas. El cierre le atrapó en el oeste. Su familia y amigos los tenía en Alemania Oriental. Deambuló por las calles, durmió a la intemperie, hasta que tres semanas después fue recogido por una de las familias que organizaba las colonias. Nueve años después, se reunía con su madre, después de obtener los permisos preceptivos.
Sin el calor de los medios, sin la relevancia que ofrecen las televisiones y sin la atención de los cronistas que desgajan el pasado cercano, enmarcado en el caso del muro berlinés entre los pasajes ilustrativos de aquella guerra llamada fría porque ni Moscú ni Washington sufrieron la embestida de misiles enemigos, la cercanía nos trajo otro tipo de separaciones a las que apenas hemos dados tratamiento. Separaciones que se mantienen en vigor, al pairo de legislaciones dictadas para contextos de guerra y que, de paso, son aplicadas a ciudadanos vascos por su naturaleza díscola.
Me estoy refiriendo a esos más de dos centenares de vascas y vascos que tienen prohibida su estancia en una zona determinada de su país, como si fueran extraterrestres llegados de otras latitudes, ajenos a una cultura, una tradición y, sobre todo, a un idioma que marca los contornos de Euskal Herria. Jueces y policías ubicados en París, a centenares de kilómetros de esa tierra que nos acogió por nacimiento, por querencia o por trabajo, imparten normas y marcan otros muros, tan altos como el de Berlín, que rompen no solo moldes históricos, sino también familias como las de Andreas o de De Rooij.
Hace unos días hemos conocido la sentencia de un tribunal parisino contra Oier Oa, trabajador del Liceo Etxepare de Baiona y vecino de Larresoro, a la sombra del Errobi. Un juez que probablemente no sepa siquiera la localización de esa población vasca, con barrios tan sugerentes como Orkatz, Inthalatzea o Basaburu, y que ha negado que Oier pueda vivir no solo en Larresoro, sino en cualquiera de los territorios vascos al norte de la muga. Tampoco en el Estado francés.
La razón esgrimida tiene que ver con dos circunstancias. La primera que Oier Oa es nacido en Donostia, Gipuzkoa y administrativamente, a pesar de su pertenencia a la Comunidad Autonomía vasca, España. No reconoce, sin embargo, que la pareja de Oier, así como sus tres hijos son vecinos de Larresoro, Lapurdi, y a pesar de la denominación Euskal Hirigune Elkargoa, Francia. Y que Oier, como es habitual en las relaciones familiares, pueda vivir también en Larresoro junto a su pareja y sus tres hijos y que trabaje en Baiona, a media hora en coche de su vivienda.
El segundo argumento está relacionado con el hecho de que Oier Oa estuvo en prisión, por razones políticas. Fue detenido en 2002 por la Policía española, cuando tenía 18 años, acusado de militar en una organización juvenil independentista. Diez años más tarde, sus captores fueron agentes franceses. Tras pasar cuatro años en prisión, fue asignado a residencia en Sartrouville, cerca de París. Y rehizo su vida en Larresoro. Hasta que, una legislación preparada para atacar al activismo yihadista, nada que ver con la causa vasca, lo tildó de paria y le impidió vivir en su propio país. A pesar, como suelen decir esas sentencias tan insoportables, de su arraigo.
Entre el barrio comunista de Reinickendorf y el capitalista de Köpenick, ambos en el Berlín de la Guerra Fría, había una distancia de 17 kilómetros. Ambos estuvieron separados por el Muro que cayó en 1989. La muga que separa a Euskal Herria sigue ejerciendo, a pesar de los acuerdos de Schengen, de muro moderno. Oier Oa se trasladó al sur de ese mapa impuesto. Hoy vive en Zugarramurdi, a media hora también, de Larresoro. Pero no puede cruzar la muga. Ainhoa y Sara están ambas a siete kilómetros de Zugarramurdi, mucho más cerca de lo que estuvieron Reinickendorf y Köpenick.
Hay una franja, antinatural y para nada histórica, que ha sido tradicionalmente contestada por mugalaris, contrabandistas y conspiradores trazados por Pío Baroja o Marc Legasse. Únicamente aquellos que siguen añorando la Guerra Fría, caliente para quien la sufre, mantienen esos códigos ajenos a nuestro país. Euskal Herria anhela vivir en paz. Cayó el Muro de Berlín, pero aún espera el francoespañol.
Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/el-muro-y-la-muga