Doctor en Historia contemporánea por la UNED, miembro de la Asociación de Historiadores del Presente y colaborador del Centro de Investigaciones Históricas de la Democracia Española, Fernando Hernández Sánchez es profesor asociado de la Universidad Autónoma de Madrid y de Enseñanza Secundaria. Preside actualmente la Asociación «Entresiglos 20-21: Historia, Memoria y Didáctica» dedicada a la […]
Doctor en Historia contemporánea por la UNED, miembro de la Asociación de Historiadores del Presente y colaborador del Centro de Investigaciones Históricas de la Democracia Española, Fernando Hernández Sánchez es profesor asociado de la Universidad Autónoma de Madrid y de Enseñanza Secundaria. Preside actualmente la Asociación «Entresiglos 20-21: Historia, Memoria y Didáctica» dedicada a la investigación sobre la enseñanza escolar de la historia reciente.
Las investigaciones de FHS se centran en la historia del movimiento comunista en España. Autor de numerosos artículos sobre el tema en revistas como Historia 16, La aventura de la Historia, Historia del Presente, Cuadernos Republicanos o Ebre 38, es autor de Comunistas sin partido. Jesús Hernández, ministro en la Guerra Civil, disidente en el exilio (2007) y coautor, junto a Ángel Viñas, de El desplome de la República (Crítica, 2009)
Nos habíamos quedado en este punto. El PCE no fue, claro ésta, el único partido de izquierdas que combatió durante la guerra. ¿Fue en su opinión el que mantuvo una posición más razonable, el que tocó más realidad sin ensoñaciones inconsistentes?
Fue, a mi juicio, el que mantuvo una visión más compleja del conflicto. Una de las equivocaciones más extendidas entre quienes apostaban por una revolución social integral fue el de despejar a cero el factor internacional. Pensar que el Eje, permítaseme el anacronismo, era un tigre de papel; que Gran Bretaña y Francia eran irrelevantes para el resultado final de la guerra; que la situación en España era la última réplica del ciclo revolucionario iniciado en Octubre del 17, sin tener en cuenta que éste estaba agotado al menos desde 1923 -con el fracaso de los sucesivos levantamientos alemanes y la caída de Bela Kun en Hungría- y, sobre todo, desde la consolidación del nazismo en 1933, constituían serios errores analíticos. Lo mismo se puede decir respecto a la aplicación de algunos proyectos colectivistas, que además de fragmentar el sistema productivo, de suministro e intercambio, contribuyendo al debilitamiento del esfuerzo de guerra, chocaban con realidades sociales arraigadas -no todo era latifundio absentista en el campo español- que obligaban a recurrir a la imposición por la fuerza y estrechaban la base social de la República.
Pero precisamente esto último que señala, las colectivizaciones agrarias, han tenido, en general, grandes alabanzas desde diferentes atalayas de izquierda. Pienso, por ejemplo, en los comentarios de Noam Chomsky, en lo que se muestra en «Tierra y libertad» o en reflexiones de libertarios españoles actuales.
Me baso en las fuentes de la época y en los estudios de especialistas como Julián Casanova. Es cierto que las colectivizaciones fueron un hecho notorio de la economía de guerra, y que supusieron por primera vez que en muchos casos el campesinado asumiera tareas de responsabilidad y gestión y que, como dice Josep Termes, de ello se derivara una elevación del sentido de autoestima, de orgullo y de dignidad social. Ahora bien, la realidad fue poliédrica, y no siempre las teorías encajaron bien con la realidad. En Aragón, por ejemplo, emblema de la literatura procolectivista, abundaron los casos de exacciones al campesinado, choques violentos e imposición manu militari de la colectividad por las milicias procedentes de Cataluña. Aquí se dio la colisión entre la realidad de un pequeño campesinado propietario o arrendatario, que sentía la tierra como suya, y las ensoñaciones teóricas de unos militantes confederales que provenían de un entorno urbano e industrial que no veían las cosas más que de la manera que habían aprendido en los manuales. En este sentido, los choques entre unos y otros fueron constantes en la primera mitad de la guerra. Lo que no quiere decir que, en otros casos, no funcionase un régimen de colectividad con criterios de eficacia. Por ejemplo, en las comarcas de Madrid colindantes con Guadalajara, las colectividades dirigidas por los sindicatos (CNT y UGT) fueron tan competentes que algunos de los terratenientes que recuperaron la propiedad privada terminada la guerra hicieron lo posible por exonerar de responsabilidad penal a los gestores y recuperarlos para la puesta en explotación de sus tierras. La realidad, repito, tiene muchas caras.
Me interno ahora en el apartado de las críticas. El PCE, que creó el Quinto Regimiento de Milicias Populares, apostó por la formación de un Ejército Popular con disciplina y unidad de mando, según métodos y procedimientos militares más o menos clásicos. ¿Por qué fue y sigue siendo tan criticado por ello? Pienso, por ejemplo, en uno de los vértices más insistentemente críticos de «Tierra y libertad» de Ken Loach.
Los tributos al romanticismo revolucionario siempre han tenido mejor prensa que el pragmatismo, pero lo cierto es que pronto estuvo claro que a unidades de élite, como la Legión y los Regulares, dotados de armamento pesado suministrado por modernas industrias de guerra extranjeras y con tácticas diseñadas por un mando central unificado no se les podía oponer la fuerza espontánea, entusiasta pero desorganizada, de las milicias basadas en grupos de afinidad política o sindical. Aunque, como ha afirmado el profesor Viñas en su monumental trilogía sobre la República en guerra, esta estaba materialmente perdida para el gobierno legítimo prácticamente desde el otoño de 1936, hay que valorar que fue el esfuerzo de reconstrucción de un Ejército Popular regular lo que posibilitó el caso único en el continente de una oposición armada durante casi tres años a la implantación del fascismo.
Dos breves cuestiones sobre esto último. ¿La trilogía de Ángel Viñas, ampliada a dos tomos más si no ando errado, de uno de los cuales es usted coautor, es lo mejor que se ha escrito sobre la guerra civil española hasta el momento?
A mi juicio -descontando ese último tomo en el que yo participo- es una obra fundamental, pues se basa fundamentalmente en el análisis exhaustivo de las fuentes documentales de época depositadas en buena parte en archivos extranjeros. La trilogía de Viñas permite encuadrar el contexto internacional de la guerra, los verdaderos objetivos de las potencias y la ligazón entre estas y los gobiernos de las dos zonas, posibilitando la formación de un juicio desprejuiciado en un momento, como el que vivimos ahora, en el que aflora por todas partes una producción editorial revisionista basada, exclusivamente, en la propaganda y las valoraciones interesadas.
Si la guerra estaba materialmente perdida desde otoño de 1936, ¿qué sentido tenía continuarla? ¿Para qué tanto heroísmo, tantas muertes, tantas vidas perdidas? ¿No hubiera sido más útil organizar la retirada primero, la resistencia después y actuar con decisión en épocas más favorables?
La ventaja con que contamos los historiadores y los observadores actuales es que sabemos cómo terminó el partido. Los coetáneos tuvieron que tomar decisiones en caliente y sobre la marcha, intentando explotar los medios y recursos a su alcance. Había algo que las fuerzas republicanas sí sabían seguro: que Franco era implacable, que la venganza de clase de la derecha amenazada por las reformas republicanas iba a ser brutal y que no cabía consolarse invocando un posible compromiso. Lo aprendieron en sus propias carnes, incluso los que con Casado creyeron en una «paz honrosa» sin represalias mientras que en Burgos se dictaba la Ley de Responsabilidades Políticas que castigaba, con efectos retroactivos hasta 1934, la militancia política o sindical y el sustento prestado con las armas al gobierno legítimo. La cuestión no era ¿resistir, para qué? La pregunta que habría que hacerse es si, sin resistencia, se hubieran minimizado los daños y las pérdidas humanas. La respuesta puede encontrarse en las decenas de fosas comunes que jalonan provincias, como las de Castilla y León, donde no hubo guerra porque no hubo resistencia.
El 4 de septiembre Largo Caballero se convirtió en presidente del Gobierno. Por primera vez en la historia de España y de Occidente, había en su gabinete dos ministros comunistas. Se ha comentando que su labor política no fue especialmente novedosa, no hubieran grandes cambios ni en instrucción pública ni en Agricultura se ha sostenido. Por lo demás, ¿por qué se llevaron tan mal Largo Caballero y el PCE?
Bueno, lo de que no hubo grandes cambios cabría discutirlo. En Agricultura -ministerio que encabezó Vicente Uribe desde el primer gobierno Caballero hasta finales de la guerra- se llevó a cabo el programa de reforma agraria que facilitó la expropiación de tierras de los simpatizantes de los insurrectos, la instalación en ellas de colonos dotados de aperos y crédito, la legalización de las colectividades y explotaciones cooperativas y las cooperativas de consumo. Casi la mitad del terreno cultivable de la zona leal pasó, de esta forma, a ser explotada directamente por los campesinos, ya fuese en régimen de pequeña propiedad, cooperativa o colectividad. En Instrucción Pública, se extendieron los programas de alfabetización hasta las propias filas del Ejército, se crearon las guarderías laborales y se fundaron los Institutos Obreros para la educación media y profesional con vistas a una futura incorporación de las clases populares a la Universidad, y se protegió el patrimonio cultural amenazado por los bombardeos enemigos. En lo político, el choque entre Caballero y el PCE vino probablemente determinado porque Caballero vio frustradas sus expectativas de utilizar a los comunistas en su pugna interna contra los partidarios de Prieto, a fin de homogeneizar el Partido Socialista bajo su égida. Su falta de cintura para afrontar nuevas situaciones derivadas de la guerra le llevó a ser desbordado por la pérdida de sus bases juveniles y el paso de algunas figuras eminentes de su partido al PCE al valorarlo como un partido más dinámico para la consecución de la victoria. Ese choque entre dos formas, clásica y nueva, de hacer política condujo al choque de trenes entre Caballero y los comunistas, sin paliativos posibles, a pesar de los intentos del propio Stalin para preservar la figura institucional del viejo líder.
Se ha sostenido también que el PCE abonó el uso de la violencia en la retaguardia con numerosos desmanes incontrolados que ahuyentaron a las clases medias y las ubicaron en los brazos de la reacción. ¿Es el caso en su opinión?
El uso de la violencia, sobre todo en los primeros meses de la guerra, fue una manifestación ejercida por todas las fuerzas políticas y sindicales. Tenga en cuenta que el estado republicano había quedado desarbolado por el golpe militar, que lo había privado de sus aparatos de coerción y monopolio de la fuerza legítima. Todos los partidos y centrales organizaron sus patrullas de control y milicias de vigilancia, todas ejercieron, en concurrencia unas con otras, la vigilancia revolucionaria. Si hay una característica diferencial remarcable de la actuación comunista, es la de que, frente a la política de eliminación de los enemigos de clase desplegada por otros, los comunistas emplearon toda la fuerza a su alcance para el aplastamiento del enemigo interior en términos de seguridad. También es cierto que, posteriormente, el PCE contribuyó a la reorganización del estado republicano y a la recuperación por este de sus facultades policiales, judiciales y punitivas.
Tengo que preguntarle por Paracuellos. ¿Qué papel tuvo en lo sucedido el PCE?
Es innegable, a la luz de la documentación, que miembros de la organización de Madrid participaron en estos hechos, y que dirigentes comunistas estaban en el diseño del operativo. También que el impulso originario partió de agentes de los servicios soviéticos recién llegados a España, y que el diseño del plan de ejecución requirió del acuerdo con la CNT y la colaboración de sus milicias de etapas. Encuádrese todo ello en el contexto de una ciudad cercada, bombardeada impunemente a diario, atemorizada por las amenazas de represalias de los rebeldes, aterrorizada por las espeluznantes historias relatadas por los refugiados que huían del avance de las columnas rebeldes, e imbuida de paranoia por la apelaciones a la existencia de una quinta columna dispuesta a dar la puñalada por la espalda para obtener una idea del ambiente reinante en Madrid en noviembre de 1936.
Santiago Carrillo siempre ha negado o ha minimizado mucho su participación en lo sucedido. ¿Qué papel desempeñó en su opinión el entonces miembro de las juventudes unificadas?
Carrillo ha descargado la responsabilidad sobre sus subalternos, como Serrano Poncela, o se ha amparado en que él acababa de llegar al cargo cuando comenzaron los fusilamientos. Es cierto que en la Causa General se muestran los oficios firmados por Serrano Poncela en los que se ordenaba la excarcelación supuesta de presos filoderechistas para ser entregados a las patrullas que los conducirían a Paracuellos y Torrejón, y que la propia Causa General solo puede decir de Carrillo -a falta de documentos firmados de su puño y letra- que sus órdenes eran verbales. En cualquier caso, es bastante dudoso pensar que una decisión de tanto calado fuera adoptada por miembros de los segundos escalones de los aparatos de seguridad sin contar con el responsable de orden público en la ciudad cercada.
También debo preguntarle por el asesinato de Andreu Nin, el dirigente del POUM. ¿Fue el PCE responsable de su secuestro y de su muerte?
El PCE fue responsable de dar cobertura al secuestro y asesinato de Nin; la ejecución material, como han demostrado las fuentes, correspondió a los miembros de la NKVD encabezados por Alexander Orlov, que emplearon a agentes locales pero no necesariamente con el conocimiento previo por parte del propio partido. Eso no resta un ápice de complicidad en todo el programa destinado a erradicar cualquier opción comunista no estrictamente estalinista: El PCE tomó parte en la operación de descrédito de Trotski desde los años 30 y del POUM desde 1936, militantes suyos participaron, sin duda, en la infiltración en los grupos trotskistas -o considerados como tales- con objetivos provocadores y en la persecución de sus líderes. En contrapartida, el PCE fue incapaz de convertir el proceso contra el POUM (y eso que lo intentó con algún ejemplo preclaro de panfleto intoxicador) en un remedo de los procesos de Moscú.
¿Y dónde cree que está el cadáver de Andreu Nin? Añado un punto más: ¿qué podría añadir el PCE a lo que ya ha hecho para reconocer su responsabilidad en lo sucedido?
La hipótesis más plausible es que fue enterrado en algún punto de la carretera que va de Alcalá de Henares -lugar donde estuvo preso tras su detención- a Perales de Tajuña, probablemente una vez pasado Loeches. Alguna otra versión ha apuntado a que podría haber sido inhumado en la provincia de Albacete, en la carretera Madrid-Valencia.
¿Qué podría hacer el PCE hoy para reparar aquello? Creo que los partidos comunistas, que encarnan la herencia de una importantísima historia de lucha contra la barbarie y por la dignificación de las clases populares en el siglo XX, deben ejercer una profunda crítica con aquellos aspectos de su pasado que los arrastraron a la comisión de actos criminales, desprenderse de toda connivencia con el totalitarismo y condenar el uso bastardo que el estalinismo hizo de los nobles valores del internacionalismo y el socialismo.
Déjeme que lo dejemos por ahora en este punto, con esta reflexión sobre los partidos comunistas y nuestra historia.
Notas:
[*] Versiones parciales de esta entrevista han aparecido en El Viejo Topo y en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, nº 115, invierno de 2011, pp. 189-202.
La primera parte de esta entrevista puede verse en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=141567
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