Durante la Transición, la sociedad sufrió un proceso de vaciamiento del poder popular por parte de las élites que tutelaron el régimen del 78. La toma de las plazas en mayo de 2011 fue el disparador de una conciencia expansiva de ruptura con el consenso constitucional heredado. La cultura de la Transición comenzaba a resquebrajarse […]
Durante la Transición, la sociedad sufrió un proceso de vaciamiento del poder popular por parte de las élites que tutelaron el régimen del 78. La toma de las plazas en mayo de 2011 fue el disparador de una conciencia expansiva de ruptura con el consenso constitucional heredado. La cultura de la Transición comenzaba a resquebrajarse y el poder popular resurgía tras décadas de domesticación. El clamor del 15M volvió a poner sobre la mesa el desarrollo de un poder popular autónomo capaz de subvertir los viejos códigos políticos e invertir el poder de las clases dominantes. Tras su débil impacto en las elecciones de 2011, algunos se apresuraron a desacreditarlo e incluso a darlo por muerto. Sin embargo, desde sus inicios el 15M advirtió que «vamos despacio porque vamos lejos». Cuatro años después, las consecuencias electorales del 15M muy probablemente se dejarán sentir en los comicios de 2015. El nuevo ciclo electoral significa una oportunidad de diálogo con el poder surgido en calles y plazas para fortalecerlo, pero también para debilitarlo. Así, y en vista del probable cambio en la correlación electoral de fuerzas señalado por la mayoría de encuestas y sondeos publicados, ¿cuáles son, a mi modo de ver, los principales desafíos a los que se enfrenta el poder popular?
El reto de articular lo insurreccional con lo electoral. En el 15M conviven dos grandes corrientes: una insurgente, autogestionaria, centrada en una perspectiva de largo alcance que hace hincapié en la participación extrainstitucional y en las tendencias horizontales comprometidas con la democracia radical, asamblearia y sin líderes; y otra más inmediatista con formas de participación híbridas que combinan tendencias horizontales con otras de carácter vertical (jerarquización, burocratización, centralización, etc.). Esta última permite entender por qué han surgido formaciones como Podemos, Ganemos o el Partido X, que optan por la política institucional incorporando novedosos elementos de carácter horizontal.
El reto consiste en aprovechar la ventana electoral de oportunidad para llevar a cabo el cruce del poder institucional con el radical-popular. La radicalización democrática tiene que combinar ejercicios de democracia radical (prácticas de autoorganización desde abajo, autogestión, asambleas populares, etc.) con procesos de democracia participativa y representativa. La PAH y la CUP son ejemplos de ello. La PAH reúne a activistas antidesahucios, abogados, desempleados y trabajadores migrantes, y combina la acción directa (escraches, ocupación de sucursales bancarias, acciones de sensibilización, etc.), con medidas de presión tradicionales, como la ILP, desbordando la lógica clásica de movilización. La CUP, por su parte, ha sabido conjugar presencia institucional con presencia en la calle, situándose en la primera línea parlamentaria en cuestiones como la lucha contra los desahucios, la corrupción, las balas de goma, etc., y llevando a la cámara catalana tanto las reivindicaciones como el vocabulario de los movimientos sociales.
El reto de mantener la autonomía. Las victorias recientes no han venido de las instituciones representativas, sino de la organización popular y la lucha en las calles. No hay que olvidar que las conquistas más importantes para la democracia se consiguen mediante lo que Boaventura Santos llama la acción rebelde, subalterna y colectiva. ¿Quién ha logrado cambiar el sentido común político de buena parte de la sociedad? El 15M. ¿Quién consiguió que Islandia juzgara a los responsables de la crisis? El movimiento ciudadano. ¿Quién frenó la privatización de la sanidad pública en Madrid? La Marea blanca y el TSJM. ¿Quién se enfrentó al uso indiscriminado y superfluo del dinero público en Gamonal? El movimiento vecinal.
El poder popular tiene que evitar dejarse instrumentalizar o acaparar por siglas. Cabe recordar el fracaso del proyecto Suma de IU, denunciado por asambleas del 15M como un intento de fagocitación, así como la pérdida de fuelle de Alternativas desde abajo, diluida en fenómenos como Podemos y Ganemos. Si Podemos aspira a ser una palanca del poder popular habrá que arrastrarlo hacia la radicalización democrática promoviendo, por un lado, la autonomía de sus círculos como contrapoderes sociales que hagan política desde la calle y contribuyendo, por otro, a crear instituciones que construyan poder comunitario, fracturen la partidocracia y asuman como suyas las aspiraciones de los movimientos emancipadores.
El reto de desarrollar una sabiduría del nosotros. Dice un proverbio ewe que «la sabiduría es como un baobab: nadie puede abrazarla solo». Conceptos como asamblearismo, ruptura democrática, horizontalidad, autogestión, etc., no serán realmente efectivos sin una pedagogía de la escucha, del consenso y la complementariedad que permita modificar nuestros hábitos arraigados en el individualismo, el conformismo y la competitividad.
La consolidación de un proyecto colectivo de transformación (que dispute las elecciones pero vaya más allá) pasa por crear las bases de una nueva cultura política capaz de materializar el poder popular en los ámbitos cotidianos: la educación, la salud, el trabajo, etc. La conquista del Estado no significa la conquista del poder social. El barrio, la calle y la plaza pública se han reconstituido en los últimos años como epicentro del antagonismo social y de clase. Por eso el mayor reto de este próximo ciclo electoral consiste en crear nuevas narrativas políticas que supediten el poder de las urnas al poder institucionalmente huérfano de la calle. ¿Podremos?
Antoni Jesús Aguiló. Filósofo político y profesor del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra