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El polvorín catalán: «Rajoy o república»

Fuentes: Rebelión

Estamos en una semana decisiva para el desarrollo futuro del llamado «conflicto catalán». Este domingo se celebrará el referéndum convocado por la Generalitat, con un resultado más o menos plausible y garantista en función de la represión que decida ejercer contra él el gobierno español. Hemos recorrido semanas de tensión, en las que se ha […]

Estamos en una semana decisiva para el desarrollo futuro del llamado «conflicto catalán». Este domingo se celebrará el referéndum convocado por la Generalitat, con un resultado más o menos plausible y garantista en función de la represión que decida ejercer contra él el gobierno español. Hemos recorrido semanas de tensión, en las que se ha ido haciendo evidente la masividad y el enraizamiento social de la protesta catalana, así como la deriva abiertamente autoritaria y represiva del Estado español.

Para entender este intrincado momento de la política peninsular, es necesario tener claros determinados conceptos previos, relativos a la estructura misma del Estado español, así como a la génesis del proyecto independentista catalán.

En primer lugar deberíamos mencionar la evolución del llamado «Régimen del 78» en España hacia una vía involutiva y autoritaria cada vez más evidente. Precisemos conceptos: el «Régimen del 78», así denominado por haber nacido con la Constitución vigente de 1978, ha sido el producto histórico de la llamada «Transición española del franquismo a la democracia». Dicha Transición, pese la mítica narración que la acompañó en el escenario internacional y en los medios del estáblishment, no fue otra cosa que una reforma del propio régimen dictatorial de Franco, que establecía, de facto, un régimen en el que se aseguraba un turno pacífico de ejercicio del poder entre dos partidos que con el tiempo devinieron casi indistinguibles en su práctica política. Este «bipartidismo», casi perfecto, porque sólo necesitaba en ocasiones el recurso al pacto con las fuerzas nacionalistas catalanas o vascas para generar mayorías estables, se justificaba con la generación de una cultura social (la llamada «Cultura de la Transición o CT») basada en la idea de consenso y de reconciliación, obviando toda posibilidad de retome de la experiencia republicana previa o de reclamo de la memoria histórica ante el genocidio realizado por el franquismo tras la Guerra Civil española.

Además, la Transición, que incorporaba como Jefe de Estado vitalicio y hereditario al rey que había nombrado Franco para dicho cargo, renunciaba a la posibilidad de exigencia de cualquier tipo de responsabilidad por los graves crímenes o por los latrocinios llevados a cabo durante la dictadura. En definitiva, el «Régimen del 78» dejaba incólume a la oligarquía que siempre ha dirigido la vida económica y política española, que a partir de entonces, seguiría dirigiendo la nación, aunque ya con el marchamo de la pertenencia a la Unión Europea.

Una oligarquía española que ha mantenido al país, durante estos últimos cuarenta años, sobre la base de un modelo productivo basado cada vez más en el trabajo precario y barato, que fundamenta un monocultivo del turismo de masas, así como la expansión de burbujas inmobiliarias financiadas por deuda proveniente de Europa. Toda política industrial coherente es abandonada en el proceso de entrada en la UE. Este modelo económico, a su vez, entra en una gravísima descomposición cuando, en el marco de la crisis global del 2007, el mercado inmobiliario se desploma, en el contexto de un ordenamiento jurídico especialmente duro con los deudores hipotecarios , atrapando a cientos de miles de familias proletarias que se verán condenadas a los desahucios y a la servidumbre por deudas frente a unas entidades financieras «sistémicas» sostenidas gracias a un rescate financiado por Europa, que conllevó como condicionalidades un fuerte proceso de reformas neoliberales y recortes en los servicios públicos, así como unas reformas laborales enormemente duras.

Además, hay que tener presente, que tanto el bipartidismo como la propia burbuja inmobiliaria han ido generando una fuerte incidencia del fenómeno de la corrupción política en el Estado español. Para alimentar la trama inmobiliaria y los grandes negocios turísticos, era necesaria una política «amigable» de los responsables públicos, pertenecientes en su mayoría a los grandes partidos. Estos, a su vez, exigían, tanto para financiar a sus organizaciones como para llevar un tren de vida de lujo, las correspondientes comisiones ilegales o los favores de todo tipo de inmobiliarias, entidades financieras y otros actores económicos. Todo ello ha provocado que la función representativa del Estado se acabara viendo por la clase política como una profesión que daba derecho a exprimir los presupuestos de municipios y Estado para el propio enriquecimiento personal, sin apenas límites. Tan es así, que el propio presidente del gobierno (del Partido Popular, conservador) ha tenido que declarar ante los tribunales como testigo de estas ubicuas tramas de corrupción que habrían afectado a la financiación de su propia organización.

Tras la irrupción de un fuerte ciclo de luchas populares iniciado el 15 de Mayo de 2011 (el llamado 15-M), que indicaron una fuerte resistencia a los recortes sociales impuestos por Europa, así como expresaron por vez primera críticas coherentes a la arquitectura política del «Régimen del 78», el gobierno fue implementado medidas cada vez más represivas, como la aprobación de la llamada «Ley Mordaza», contra las actividades más frecuentes en las protestas populares, la reforma del Código Penal, o el encarcelamiento y enjuiciamiento de centenares de militantes sindicales y de los movimientos sociales. Finalmente, este ciclo de luchas, ya en plena fase de reflujo, fue encauzado en la dirección electoral, tanto por sectores de la izquierda previa como por activistas de los movimientos, mediante la creación del Partido político Podemos, así como otros espacios conexos, regionales o municipales, que obtuvieron algunos éxitos electorales limitados, al tiempo que se vaciaban las calles. Podemos, a su vez, y hasta las últimas semanas, ha ido teniendo una evolución cada vez más tendente a la normalización dentro de la clase política del régimen, dentro del que aceptaría un papel subalterno, abandonando las críticas a la Transición (por poner un ejemplo palmario) y numerosas reivindicaciones que eran claves fundamentales del Movimiento del 15m, así como tendiendo a una organización interna cada vez más jerarquizada y monolítica.

Es aquí donde encontramos la génesis de la enorme expansión del independentismo, o de la defensa del derecho a decidir (no es exactamente lo mismo, los primeros defienden abiertamente la independencia, los segundos sólo la necesidad de que se celebre un referéndum sobre el tema) en Cataluña. En el marco de la deriva autoritaria de la última década en el Estado Español, confluyeron dos potentes sucesos en Cataluña: el rechazo del Tribunal Constitucional español, a instancias del Partido Popular, de un proyecto de Estatuto regional aprobado por las cortes catalanas, por las españolas y por un referéndum de la ciudadanía; y la enorme potencia del movimiento del 15M, que llegó a sitiar el Parlamento catalán, generando una enorme sensación de peligro en la clase política local.

A partir de ahí se desatan dos procesos paralelos que llevan a la situación actual: el movimiento independentista, hasta entonces francamente minoritario, se va convirtiendo en masivo, y expandiéndose entre las clases populares y los movimientos sociales, ante el fracaso en provocar cambios efectivos del ciclo del 15m; y una parte importantísima de la clase política (incluyendo a las fuerzas regionalistas burguesas que habían apuntalado históricamente al Régimen del 78, mediantes sus pactos con los gobiernos centrales) apuesta por el proceso soberanista, ante la imposibilidad de interlocución con el gobierno central y ante la fuerte presión que sufre desde sus bases.

De ahí la fuerte ambigüedad y ambivalencia del llamado «proceso» independentista: junto a la potencia de la trama popular conformada por organismos por el derecho a decidir o por la independencia, que abarca a gentes de todos los sectores sociales, y en la que tiene una fuerte presencia un partido parlamentario, pero declaradamente anticapitalista, como son las CUP (Candidaturas de Unidad Popular); encontramos que la dirección del proceso (aún bajo enormes presiones desde abajo) está en las manos de elementos de la clase política vinculada con la tradicional burguesía catalana, que han mostrado reiteradamente su alma neoliberal y su voluntad de llegar a un acuerdo negociado con el Estado español (que fundamentalmente sigue totalmente sordo a sus ofertas). Esta ambivalencia se expresa, por ejemplo, en la Ley de Transitoriedad aprobada por el Parlamento de Cataluña junto a la convocatoria del referéndum, que acompañaría una eventual declaración de independencia, que establece un régimen fuertemente presidencialista, y con ningún contenido social apreciable, para el interregno de la Transición al nuevo Estado catalán.

Ante este polvorín creciente, tras la convocatoria del referéndum por el gobierno regional catalán de manera unilateral, el gobierno español ha respondido con una enorme oleada represiva: detenciones de responsables políticos, registros e incautaciones para hacerse con el material que se pudiese usar para celebrar el referéndum (como papeletas electorales o urnas), traslado de miles de policías y guardias civiles a Cataluña, apertura de procedimientos penales contra más de 700 alcaldes por unos delitos que todavía no han cometido (ayudar a la celebración del referéndum) y, sobre todo, la aplicación, en posible fraude de ley, de una normativa pensada para mantener la estabilidad presupuestaria que permita cumplir las exigencias de la UE, para tomar el control económico de la Generalitat de Cataluña. Es decir, aplicación de las medidas que permite el estado de excepción constitucional (incluyendo la colocación de la policía autonómica catalana bajo las órdenes de un mando único nombrado por Madrid), sin declarar legalmente dicho estado de excepción.

La respuesta de la población catalana ante esta inmisericorde oleada represiva ha sido salir masivamente a las calles. Las universidades y centros de enseñanza han parado las clases, las manifestaciones se suceden, los sindicatos combativos apuntan la posibilidad de convocar una huelga general después del referéndum, los estibadores de los puertos de Barcelona y Tarragona se niegan a operar en apoyo a los barcos en los que llegan diariamente miles de policías. El conflicto, en toda su extensión, está servido.

Ante él, los movimientos sociales y populares podrían plantearse una serie de cuestiones clave:

En primer lugar: es ilusorio pensar que la deriva autoritaria y represiva del Estado Español se va a mantener únicamente dentro de las fronteras de Cataluña o se va a vincular solamente a la represión del independentismo. Estamos ante una fuerte «erdoganización» del gobierno Rajoy. El «Régimen del 78», acosado, retoma en profundidad su fuerte herencia franquista. Está claro que toda la clase dirigente estatal (desde la oligarquía económica, a la clase política y a la judicatura, o incluso, a sus «mariachis» culturales) ven la escalada represiva como algo legítimo, y las apelaciones a la democracia de la población catalana como una consigna extremista. La pulsión a una dictadura no declarada como tal, con un fuerte componente de excepción y de pérdida de derechos civiles, es cada vez más acusada en todo el Estado.

En segundo lugar: gran parte de la potencia del independentismo catalán viene de su capacidad discursiva para generar el mayor proceso de deslegitimación del «Régimen del 78» en los últimos 40 años. Es más, la crítica a este régimen se ha convertido, incluso, en un mantra reiterado de la clase política catalana. Igual que Podemos abandonó el discurso anti-régimen para dedicarse a otras cosas, el catalanismo no para de recuperarlo. Recuperarlo, además, afirmando en su contra otra consigna dotada de una fuerte emocionalidad: la República. Poco importa si catalana o española, lo cierto es que la consigna de la República tiene en la península ibérica unos componentes específicos, que van más allá de la institución de la Jefatura del Estado. Los regímenes republicanos españoles que ha habido en la Historia dieron lugar a procesos revolucionarios profundos y fueron ahogados en sangre por la oligarquía. Se trata de un mito de difícil traducción en el extranjero, pero con una clara potencia. «Rajoy o República», la última consigna del independentismo catalán, expresa en definitiva que lo que está en juego es la democracia frente a la dictadura, las ansias populares de participación, frente a la tradicional tutela de los sectores oligárquicos sobre la sociedad española.

Esto tiene implicaciones para un anticapitalismo consecuente: evidentemente una República (ya sea española o catalana) no es, necesariamente, un régimen anticapitalista o, ni siquiera, avanzado desde el punto de vista social. Pero también es cierto que en el vacío de poder y la inestabilidad del afianzamiento del nuevo régimen, los movimientos populares podrían tener posibilidades de intervención y avance, si están organizados y son capaces de confluir entorno a reivindicaciones comunes.

En tercer lugar. Los movimientos populares tienen que tener una propuesta territorial para la península ibérica. Las tensiones territoriales son enormes en el Estado español y no tener un discurso sobre ellas, o recurrir a las visiones más simplistas y primarias, deja a los movimientos fuera del juego político.

Esta propuesta territorial debe conjugar dos conceptos paralelos: el respeto al derecho a decidir de los pueblos y a la más amplia democracia, y la defensa de una perspectiva federal o confederal ibérica que subraye los lazos de solidaridad y trabajo en común entre las clases populares, en la búsqueda de un marco discursivo propio y autónomo para ellas. La dialéctica de la libre asociación debe sustituir a la dialéctica de los Estados y a la de la imposición centralista. La recuperación del discurso federalista, municipalista y socializante del republicanismo y el movimiento libertario previo a la Guerra Civil es una necesidad del día.

En cuarto y último lugar: a falta de una solución regionalista negociada entre la clase política catalana y la española (eventualidad que no se puede desechar del todo para la situación post-referéndum) la alternativa que hay planteada en estos momentos en el Estado Español es la siguiente: deriva autoritaria del «Régimen del 78» o profundización democrática. La Revolución Social, en estos momentos, está fuera de la discusión y las reivindicaciones populares. Sin embargo, el inicio de un nuevo ciclo de luchas populares por un proceso de apertura democrática, puede favorecer el reforzamiento y la organización de los organismos de la clase trabajadora, si es aprovechado por esta para establecer sus reivindicaciones propias y hacerlas aparecer a la luz del día.

En la alternativa «Régimen del 78 o República», o «Autoritarismo o Democracia», que expresa gran parte de las luchas actuales (incluyendo la catalana), la defensa de los derechos civiles, la solidaridad frente a la represión, y la extensión del «derecho a decidir » a todos los aspectos de la vida social (también a lo laboral y lo económico) pueden abrir caminos para el empoderamiento popular.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.