Eztizen Artola no puede contener las lágrimas tras una visita a la prisión de Zaballa, en Álava. Durante 13 años —ahora tiene 23— ha visitado a su padre en distintos penales del Estado español y “voy y me derrumbo en una cárcel vasca”, explica riéndose. Es alegre, analítica y transmite una mezcla equilibrada de dulzura y rabia. A la misma hora que cuenta a El Salto su experiencia como hija de un preso de ETA, Etxerat, la asociación que acoge a los familiares de presas y presos vascos, comparece en Donostia para exigir “pasos efectivos en la reparación y el reconocimiento de las personas fallecidas en accidentes”. 16 en total han muerto cuando iban a visitar a sus familiares y 35 presos lo han hecho mientras cumplían condena. Según la propia Etxerat, además, son un millar las personas afectadas de forma directa por la política de alejamiento. 35 años después, y 13 desde que ETA declarase su cese, “dejamos la dispersión atrás y nos adentramos en un tiempo nuevo”, concluyen.
Maritxu Jiménez, psicóloga de Etxerat, y Maider
Galardi, investigadora de la UPV-EHU, sin embargo, se apresuran a
matizar. Ambas coinciden en que lo que ha terminado es el alejamiento,
es decir, “los viajes y el cansancio” según Jiménez, pero quedan “todos
los efectos de una política penitenciaria concreta”, añade Galardi. Esos
efectos son, precisamente, los que explican el derrumbe de Artola, que
siente “que tengo que estar feliz pero no puedo evitar que me siga
doliendo”, describe. “Ahora es un momento delicado porque todo lo que se
ha contenido estos años comienza a aflorar”, alerta Jiménez, quien se
muestra preocupada por la salud emocional y psicológica de quienes
siguen encarceladas y también de la de su red de apoyo.
Romperte en casa
Quiebres emocionales, pérdida de control, incapacidad de conectar con
el deseo y el dolor o una sensación enorme de deuda con sus familiares
es lo que más está trabajando Jiménez en terapia. Ahora las sesiones las
hace semanalmente en los cuatro penales vascos y “por fin sin
funcionarios, sin cansancio y en euskera”, explica con alivio. Durante
estos 35 años, la atención terapéutica a los internos se ha visto
condicionada por la dispersión y “ha estado más centrada en la
contención que en un abordaje integral”, lo que ha llevado a Jiménez a
tener que viajar de urgencia a “tratar situaciones muy extremas”. Esto a
lo que al abordaje psicológico personalizado se refiere, es decir, al
que ofrece Etxerat, porque el que se brinda desde dentro de la prisión
responde más a “intereses administrativos y de control de la población
reclusa que a fines terapéuticos”, denuncia Cesar Manzanos, de
Salhaketa, una asociación referente en el País Vasco que lleva años
trabajando en sus cárceles.
A estas situaciones hay que añadir los duelos enquistados, algo que bien conoce Eztizen Artola. Cuando murió su abuela autorizaron que su padre pudiese acudir al funeral. Sin embargo, “nos dijeron que era muy complicado organizar el traslado y no vino”. Tampoco estuvo en el parto. Llegó unos días después a la casa familiar: “Me hicieron en un vis a vis y nos conocimos rodeados de policía”, cuenta con ironía. “Eso es la dispersión”, asevera algo más sería.
Con el acercamiento progresivo también han tenido que
atender en las cárceles vascas situaciones graves de depresión, intentos
autolíticos y brotes psicóticos. “No es solo la dispersión, son los
años de un régimen de aislamiento”, concluye Galardi, quien recuerda que
más de una semana en módulos o celdas de aislamiento produce daños
irreversibles en la salud mental de los presos. En el caso de los
políticos, estos periodos han llegado a extenderse durante años. La
atención psicológica y psiquiátrica en las prisiones vascas, además, es
competencia de Osakidetza con quien “a veces nos está costando”,
confiesa Jiménez, que no pudo atender de urgencia una crisis en la
cárcel de Zaballa “porque para eso ya está Osakidetza”, le respondieron;
y, tras atender al paciente lo trasladaron al módulo 3, el destinado
para los conflictivos.
Poder parar
El momento más crítico para las personas presas fue el cambio de
estrategia, cuando comenzaron a aceptarse medidas individualizadas. “Ahí
aumentaron exponencialmente los casos a atender”, explica Jiménez. Con
los familiares, sin embargo, no ha habido un momento significativo de la
demanda, pero el fin de la dispersión “sí ha traído nuevas necesidades
terapéuticas y ahora, por fin, emerge el yo”, revela Jiménez. Durante
las décadas que ha durado la dispersión “todo giraba en torno a eso: al
alejamiento y a las condiciones en las que se encontraban los presos”,
continua. Todo se agrupaba en “la presión de los viajes, en el miedo a
quedarte sin trabajo, a que no te dejasen entrar en una visita, en la
humillación que sentías durante los cacheos y desnudos antes de pasar a
locutorios, en la preocupación por el trato que recibían las personas
presas o en las miradas estigmatizantes que sentían en algunos lugares
de la ruta a prisión”, ejemplifica Galardi. Todo ello “ha llevado a que
muchas hayan acompañado la dispersión con antidepresivos, ansiolíticos y
calmantes. Se ha psiquiatrizado el derecho a la visita. No había otra”,
concluye tajante.
Poder parar para centrar la mirada en
el yo ha provocado que en algunos familiares emerja con fuerza “la
apatía, la desgana, la tristeza y la sensación de que ir a prisión ahora
cuesta más, aunque, paradojamente esté más cerca”, desarrolla Jiménez.
En este sentido, Artola, al explicar su experiencia con la dispersión,
se plantea una disyuntiva: no sabe —dice— qué es lo que le ha generado
más sufrimiento, si la dispersión en sí o la prisión porque “la cárcel
es un lugar miserable”, reflexiona.
En esta disyuntiva es
donde Jiménez y Galardi identifican algunos de los posos que deja la
dispersión. “Hemos dejado de poner la mirada en lo logístico, pero
¿quién dice que no necesitas que te lleven a una visita y te sostengan?,
entrar en prisión para un familiar siempre es algo duro”, reflexiona
Galardi. En todos estos años “se han puesto muchas expectativas en traer
a los presos a casa, pero en las prisiones de aquí sigue habiendo
vulneraciones de derechos y tratos vejatorios constantes y eso está
generando ansiedad y frustración en los familiares”, relata Jiménez.
Ahora toca, eso sí, “renegociar las relaciones, poner nuevos límites
personales, echarse las cosas en cara y mirar más a los vínculos
personales que a la situación de excepcionalidad”, dice Jiménez.
Nada bueno en prisión
El alivio de familiares y presos por el fin de la dispersión contrasta
con la constatación de que las prisiones vascas no son muy diferentes a
las españolas. Así lo asegura Cesar Manzanos que las califica de
“complejos hoteleros” en lo que a su modelo de gestión refiere. Son
macrocárceles como la de Zaballa y la de Pamplona o penales clásicos
como los de Martutene y Basauri en donde en la actualidad cumplen
condena 134 presos de ETA —otros 18 están en régimen domiciliario—.
Para Manzanos, “con la transferencia de prisiones a Euskadi se podía
haber apostado por otro modelo” centrado en el cierre progresivo de las
prisiones y que priorizase el cumplimiento de penas en centros
especializados o las sustituyese por medidas alternativas al
internamiento en prisión, pero “prefieren que todo siga igual”,
denuncia. De hecho, el propio Manzanos, por encargo del Gobierno Vasco,
redactó un informe en 2006 en el que desarrollaba las líneas principales
para un modelo alternativo. El informe completo “está cerrado con llave
en un cajón”, asegura.
El alejamiento que sigue
Eztizen Artola en la actualidad suele ir a visitar a unos vecinos a la
prisión alavesa de Zaballa, Amira —nombre ficticio—, sin embargo, espera
paciente el permiso de instituciones penitenciarias mientras ahorra
para costearse el viaje a otra prisión del Estado español. A su pareja
—preso social— le trasladaron hace unos meses de Zaballa “sin darle
ninguna explicación”, cuenta. “Le dijeron que recogiese las cosas y se
lo llevaron antes de la cena”. Ella tardó unos días en saberlo, cuando
su pareja pudo conseguir un móvil y la llamó. “Una vez me autorizaron,
hablé con él. Han pasado meses y no he podido ir a verle. No ha tenido
ninguna visita desde entonces. A los presos les tratan como animales,
como si no tuviesen derechos”, denuncia entre lágrimas.
“Ha terminado la dispersión contra los presos políticos pero el
alejamiento sigue vigente”, explica Manzanos. La disponibilidad de
plazas según los grados penitenciarios y el seguimiento personalizado a
la población reclusa es la “excusa para moverlos de un lado a otro, pero
el motivo real es el control y la gobernabilidad de las prisiones”,
explica. Alejarlos de los territorios en donde haya organizaciones que
puedan movilizarse en defensa de sus derechos, separar a las comunidades
de un mismo origen para impedir que estén juntas y puedan organizarse y
cuidarse son “los verdaderos motivos”, expone Manzanos: “Quebrarles
psicológicamente por dentro para tenerles controlados y seguir haciendo
negocio con las rentabilidad de las prisiones”, finaliza.
En la actualidad, en las cárceles vascas la dispersión está afectando principalmente a la población extranjera y a las mujeres embarazadas o con criaturas en prisión —ninguna cárcel vasca tiene módulo de madres—. “Cuando tengamos a los nuestros en casa tenemos que seguir luchando porque se cierren las prisiones, porque seguirán estando llenas”, dice Artola, que tiene claro que este es uno de los retos a futuro. Jiménez, por su parte, pone la mirada en el abordaje psicosocial que habrá que hacer cuando lleguen todos los terceros grados y en la recomposición psicológica y emocional a largo plazo de familiares y expresos. Galardi, sin embargo, apunta a las instituciones a las que pide que periten los efectos de la dispersión y que creen espacios para trabajar la memoria, en los que reparar y reconocer el dolor causado. Atrás quedan 35 años de dispersión, pero el poso que deja es tan grande que la herida quedará durante un tiempo abierta.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/pais-vasco/dispersion-presos-vascos-carceles-eta