Nadie sabe con certeza si a Clara Campoamor la llamaron «bruja«, pero no hay duda de que la ridiculizaron, abuchearon y apartaron. Ella misma denunció el desprecio latente de los políticos y el ostracismo al que se vio sometida tras su paso por las instituciones. Es de sobra conocido que, después de una férrea defensa del voto femenino, la carrera política de la republicana fue en declive. Se cumplen noventa años desde que la diputada del Partido Radical defendiera con uñas y dientes a las mujeres como sujeto de sufragio activo. Lo que hoy es un derecho incontestable, entonces no sólo fue cuestionado, sino objeto de duras críticas por distintos frentes. Y Campoamor pagó un precio: el distanciamiento de sus compañeros fue inmediato y la condena a la irrelevancia política inesquivable. Un peso con el que todavía cargan las mujeres feministas en primera línea política.
Campoamor compartía hemiciclo, en aquel otoño de 1931, con otras dos mujeres: Victoria Kent y Margarita Nelken. Esta última no participaría en el debate parlamentario relativo al voto femenino, sino que tomaría posesión meses después, incorporándose a las bancadas socialistas. Victoria Kent sí escenificó una batalla dialéctica contra la propuesta de su compañera: auguraba que las mujeres, ajenas a la vida política hasta el momento, favorecerían con su voto a la derecha. Kent era partidaria de formar políticamente primero a las mujeres para despojarlas del influjo de la Iglesia. Las prisas harían, a su juicio, que el proyecto republicano quedara amenazado.
En su famosísimo discurso, Clara Campoamor no sólo enmendó los pronósticos fatales, sino que defendió el sufragio universal como derecho humano, al margen de estrategias de partido. «¿No refluye sobre ellas [las mujeres] toda la consecuencia de la legislación que se elabora aquí para los dos sexos, pero solamente dirigida y matizada por uno? ¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su capacidad? Y ¿por qué no los hombres?».
El artículo que permitiría a las mujeres, por primera vez, votar en igualdad de condiciones, quedó avalado por una mayoría de 161 votos a favor frente a 121 en contra. El partido de Campoamor se opuso casi sin excepciones: sólo cuatro compañeros le concedieron su apoyo. Aquel triunfo sería el final de su carrera política.
Peaje a las mujeres feministas
Quizá Clara Campoamor no pudo siquiera intuirlo en aquel momento, pero las palabras que pronunció en la cámara resonarían una y otra vez con el paso de los años. Y no sólo eso: nueve décadas más tarde su empeño es elogiado como ejemplo de la lucha feminista. Campoamor murió en el exilio, apartada de la política institucional y repudiada por algunos de sus compañeros. Se convirtió en una republicana sin partido.
Sobre el precio a pagar por hacer del feminismo una bandera sabe algo la ministra de Igualdad, Irene Montero. «Los ataques a las feministas, la violencia política contra las mujeres en política, en la vida pública, en las instituciones, siguen a la orden del día«, sostiene a preguntas de infoLibre. «Encarnar la lucha feminista –defiende la titular de la cartera– supone un coste personal y social, un señalamiento e incluso agresiones por parte de quienes no aceptan las más elementales reglas democráticas».
En un acto de homenaje organizado este lunes en el Senado, el presidente de la cámara, Ander Gil, recordó que Clara Campoamor recibió «rencor y olvido» por dar «lo mejor de sí a nuestro país». «Quiero suponer que hemos avanzado tanto que nunca más en España nadie penará por luchar por la igualdad y por la libertad. Este país no ha tenido la virtud de escribir la historia en femenino, por eso no siempre ha sido justa con sus protagonistas», apostilló el socialista.
Y sigue sin serlo. «La sociedad igualitaria en derechos, libertades, oportunidades y respeto no se ha fraguado todavía«. Habla Carmen Calvo, secretaria de Igualdad del PSOE y, desde este jueves, presidenta de la Comisión de Igualdad en el Congreso. Noventa años después de que Clara Campoamor plantara cara a casi medio hemiciclo, los «viejos papeles tradicionales de las mujeres en una sociedad con división sexual del trabajo son todavía muy numerosos», por lo que las dificultades para ellas siguen vigentes, también en política. «La presencia e influencia que de entrada tienen los hombres en política solo por la inercia de la costumbre, no la tienen las mujeres», reflexiona Calvo.
Defender otro modelo tiene un coste. Sara Giménez, diputada por Ciudadanos, lo ve a diario en los pasillos del Congreso. Especialmente con «determinadas formaciones políticas» instaladas en el «cuestionamiento y el negacionismo», pero también con la gran ausencia de grupos minoritarios. El reto del movimiento feminista no es sólo introducir sus postulados en la agenda política, sino integrar a «mujeres gitanas, migrantes, pobres», doblemente golpeadas. También Ana Pontón, portavoz nacional del BNG, vincula el principal obstáculo con determinados «segmentos reaccionarios que penalizan» a las mujeres. El feminismo «sigue molestando y sigue siendo incómodo», por eso «siempre se intenta frenar», opina la líder nacionalista.
Marta González no habla de coste, penalización o castigo. La portavoz adjunta del Grupo Popular en el Congreso estima más apropiada la palabra soledad. «La soledad que vivió Clara Campoamor en su defensa del derecho a voto» está todavía presente en los partidos cuando se trata de «posiciones no asumidas mayoritariamente o de disidencias». La defensa del feminismo parte de los márgenes y convive, todavía hoy, con una suerte de soledad impuesta.
La memoria y el descubrimiento
Fueron las feministas quienes se encargaron de sacar a la republicana del olvido. El movimiento la recuperó como símbolo de lucha por los derechos de las mujeres y lo hizo pese al silencio que sembró la dictadura franquista durante cuatro largas décadas. Campoamor contribuyó al movimiento feminista «desde la memoria y el descubrimiento», reflexiona Montero. El régimen, continúa, «erradicó a conciencia todo recuerdo de libertad de las mujeres, de derechos, de participación pública». Tras ese vacío, hubo que «redescubrir» el pasado feminista y «reconstruir una genealogía que a muchas», sostiene la ministra, les «ha servido de ejemplo y de referente».
De herencia habla también Pontón: el sufragismo representa «el primer movimiento social organizado a favor de los derechos de las mujeres y plasma en ese reconocimiento del derecho a voto una vindicación fundamental de la igualdad». Quienes dieron esos primeros pasos, añade, «son ahora reconocidas, pero en su momento fueron perseguidas«. Campoamor, recupera González, defendió el derecho a voto «desde una perspectiva casi contemporánea»: poniendo los derechos humanos en el centro, independientemente de la «instrumentalización partidista».
El sufragio femenino supuso no sólo un paso hacia la igualdad normalizada, sino «alcanzar la plena y verdadera democracia», argumenta Calvo, algo que al fin y al cabo significó la «toma de conciencia y del poder efectivo» que habían conquistado las mujeres y que perdura actualmente. Sin embargo, nueve décadas después, «el feminismo apenas ha empezado a desarrollarse«. Ellas ya están en las instituciones, pero no es suficiente. Enyesar las grietas pasa por desplegar políticas activas contra la violencia sexual, la brecha retributiva o la ausencia de corresponsabilidad. La política socialista clama por la integración de «mujeres empoderadas con conciencia de cambio» y la diputada conservadora lo completa apelando a la urgencia de «incorporar una perspectiva feminista a todas las decisiones». Las cinco entrevistadas coinciden a pesar de su distancia ideológica y parece que, tal vez, hoy Clara Campoamor no habría estado tan sola.