La evocación hacia mi madre es permanente en mí, pues ella vive en mi corazón como una llama siempre viva y ardiente; sostenida en las añoranzas y bellos pasajes de ternura, en los que repatió dentro de los míos dos cosas definitorias en nuestras vidas: primero, su intenso amor a Cuba y, segundo, su antimperialismo […]
La evocación hacia mi madre es permanente en mí, pues ella vive en mi corazón como una llama siempre viva y ardiente; sostenida en las añoranzas y bellos pasajes de ternura, en los que repatió dentro de los míos dos cosas definitorias en nuestras vidas: primero, su intenso amor a Cuba y, segundo, su antimperialismo militante, expuesto en cada minuto de su vida en las trincheras más sencillas del avatar de un revolucionario.
Comparto hoy con mis lectores estas evocaciones sobre quien fue, además de uno de los seres humanos que más nutrió a mi vida, la anónima agente Gladys de la Seguridad del Estado de Cuba.
Son, en realidad, algunos pasajes de mi libro «Confesiones de Fraile» donde hago un recuento de momentos dolorosos para mí, aunque muestran la estatura moral de esa noble mujer curtida por una vida de amarguras, las que no pudieron matar su invencible optimismo.
● El primero ocurrió el 26 de junio de 1954. Ese día las tropas mercenarias casi llegaban a la capital. El ejército había traicionado al pueblo negándole las armas. Mi padre intentó detenerlos en Chiquimula con unos pocos hombres, pero su esfuerzo fue en vano. Los invasores dejaban destrucción y muerte tras su paso. Con indolencia masacraron a mucha gente humilde que sólo quiso amasar un sueño puro por primera vez en su vida. Nada se pudo hacer para evitarlo. Tal vez sólo morirse en el empeño por impedirlo.
Llegó el momento, pues, en que mi padre supo que sólo le quedaba una cosa por hacer: ir a buscar a su mujer y a sus cuatro hijos pequeños y salvarlos de la amenaza enemiga. Cuando logró hacerlo, la huida fue
difícil. En un pequeño camión de volteo nos metió a todos y tomó el rumbo a Ciudad Guatemala. Un avión enemigo, piloteado quizá por un norteamericano, comenzó a disparar sus ametralladoras contra el
vehículo en fuga. No les quedó a mis padres otra opción que detener el camión y escondernos debajo de unos equipos pesados ubicados a un lado de la carretera. El piloto, entonces, se ensañó con mi familia.
Disparó sus balas sin piedad sobre quienes permanecíamos ocultos entre las moles de hierro y la tierra húmeda. Los niños llorábamos de miedo, aterrados ante la muerte y el peligro. Mi madre no pudo contener
la rabia que le estallaba dentro del pecho. Demasiado odio contra el invasor le inundó el corazón e, imitando a una fiera acorralada con sus cachorros, tomó en sus brazos a mi hermana más pequeña -de apenas cuatro días de nacida-, y corrió hacia el camino desprotegido. No le importó la muerte que nos acechaba, ni los desesperados gritos de mi padre ordenándole que se ocultara. Con lágrimas en los ojos, lágrimas de puro rencor, la vi alzar su crispado puño hacia el cielo y la escuché gritar desesperada:
-¡Yanquis hijos de puta! ¡No nos rendiremos!
No sé si fue ese gesto heroico de mi madre el que impactó al piloto invasor o se hartó de tanta muerte que ya había provocado. Lo cierto es que desistió en su empeño de asesinarnos y regresó a la base tripulando
su máquina de muerte.
Entonces todos salimos al camino y nos abrazamos a mi madre. En los ojos de papá alcancé a percibir tanta desolación y tristeza que ese instante marcó mi vida para siempre. A papá nunca lo había visto así, adolorido y taciturno, abrumado por la impotencia como lo vi ese día. Se le habían derrumbado, de repente, los sueños acariciados desde la misma infancia de miserias y platos vacíos. De pronto, la frustración le carcomió el alma, cual un gusano voraz e insaciable. Era como si la propia vida amamantara -para mi viejo- sólo malas jugadas.
Siempre admiré a mi madre, desde el minuto mismo en que no le importaron las balas criminales impactando al lado de sus hijos indefensos y la vi lanzarse ante el peligro con el dolor temblándole en cada milímetro de su fogosa sangre. En su pecho de mujer se había acrecentado el odio a la injusticia y, sobre todo, un naciente antimperialismo que marcaría para siempre al resto de mi familia. Con ese fuego nos alimentamos
diariamente a partir de ese día aciago para Guatemala. Con esa amarga pero estimulante pasión justiciera sobrevivimos, desde entonces, convirtiéndola en brújula de nuestros actos del futuro.
● Varios años después, el 15 de abril de 1961, se repitió la misma historia. El imperialismo norteamericano atacó a Cuba, otro pueblo de nuestro continente. En la pequeña isla caribeña estaban esas mismas personas y, paradójicamente, todos peleando en la misma trinchera de combate. Las circunstancias, sin embargo, eran diferentes: esta vez no había miedo en nosotros, sólo seguridad en el futuro. Tampoco había frustración en la
mirada de mi padre; sólo optimismo descarnado y genuino. Ni siquiera el dolor provocado por la traición y la indiferencia. En este luminoso presente la solidaridad les latía en el pecho como sostén del porvenir y
todos ellos, mis familiares, estaban dispuestos a no dejarse arrebatar la victoria. Esta vez, no.
Durante los días de Girón mi madre se enfrentó, de nuevo, a los aviones enemigos que atacaban a Ciudad Libertad. En esta oportunidad le tocó otra vez defender a sus hijos de la muerte y a los hijos de la tierra
cubana que nos acogió como a hermanos. Con un pequeño revólver calibre 38, enardecida por la misma rabia de antes, mamá disparó a esos aviones sin temor a morir. De su garganta salieron unas pocas palabras
que resonaron cual una premonición:
-¡Gringos, hijos de puta, aquí no harán lo que nos hicieron en Guatemala!
● Junto a la brisa que me regalaban el mar y la noche cual una caricia, también me abrazó la memoria el recuerdo de la amada y lejana Argentina, erguida poderosamente en mi sensibilidad a fuerza de añoranzas y
sinsabores. Las frías madrugadas porteñas regresaron para helarme el corazón, lanzándome a aquellos lejanos recodos del dolor como si yo estuviera más desarmado y malherido que ayer. De nuevo un bandoneón me lloraba en el alma con su música cruel y lastimera, hablándome de aquellos duros tiempos que yo quería olvidar definitivamente. Debo reconocer que en el Buenos Aires de los años 50, empecé a amar cada cosa sencilla de la vida.
En Buenos Aires también conocí la muerte más cerca que nunca antes. La muerte nos deja siempre un amargo sabor en los labios y nos desertifica poco a poco hasta el alma. Ahora, pues, me asaltó la memoria el recuerdo de Érico con sus cuatro años rotos para siempre, golpeándome su ausencia mortalmente.
Todo ocurrió una fría madrugada de Burzaco, pequeño pueblo situado en las afueras de la capital. Allí nos concentrábamos gran parte de los guatemaltecos que llegamos asilados a la Argentina. Las familias apenas
alcanzaban a sobrevivir hacinadas en enormes galpones, grandes cobertizos de madera desprovistos de puertas y ventanas. Mientras los niños dormíamos en catres, nuestros padres lo hacían de pie, más bien recostados sobre láminas de zinc dispuestos a obstaculizar el frío nocturno, empeñado en colarse en el lugar. Unas sábanas suspendidas de finos cordeles establecían fronteras entre cada grupo, delimitando el espacio propio de cada uno y resguardando frágilmente nuestra intimidad. En uno de esos tristes y helados territorios familiares comenzó la tragedia. Érico, incapaz de soportar la glacial invasión de la noche, se levantó y trató de arrastrar una pequeña calefacción de keroseno que había en un extremo del galpón. No fue suficiente su fuerza para lograr este propósito y el pequeño, asustado, no pudo evitar que el aparato le cayera encima.
El pobre niño, convertido en hoguera, corrió desesperado por el lugar. Sus gritos aterradores y las llamas que devoraban las sábanas fronterizas, despertaron a los ocupantes del lugar. Todos trataron de salvarse del voraz fuego de la mejor forma posible. Corrieron hacia la oscuridad exterior. Y todos se salvaron, menos cuatro niños.
Un rato después, cuando la claridad del nuevo día flotó indiferente sobre nuestra pena, los cuatro niños carbonizados fueron conducidos en brazos de los hombres y mujeres al hospital Rawson. Toda la distancia
se hizo a pie. Vencimos los kilómetros del camino con las piernas empapadas por el rocío de la madrugada. Mi madre llevaba en sus brazos a una pequeña de dos años, envuelta en una sábana manchada de sangre
y cenizas. Nunca olvidaré ese instante. La buena mujer dejaba escapar sobre sus mejillas lágrimas desesperadas. Se sentía martirizada con saña e indolencia. Llevaba consigo a la pequeña que apenas ayer corrió entre nosotros y quiso ser la alegre compañera de nuestros juegos infantiles. Su rubio pelo había desaparecido. El breve latir de su corazón habíase apagado para siempre. Ahora, de seguro, ella flotaba en aquel mundo feliz que todos, casi sin excepción, imaginábamos lejos, muy lejos de Burzaco. No olvido a mi madre aquella mañana, caminando estremecida de dolor y con la temprana muerte sostenida entre sus brazos; dolida con creces; lacerada en su alma.
● Al principio no alcancé a prever que las cosas serían así, de manera tan extraña. No lo concebía. Pero, a la larga, tuve que esconder el amor a mis convicciones en el rincón más olvidado y anónimo de mi corazón.
Y en un lento, amargo y costoso deterioro, mi vida dejó de ser mi propia vida y comenzó a crecer una leyenda, la del otro Percy, la vida del hombre que había cambiado, traicionando la causa de sus padres y amigos.
Lo más triste es que tuve la completa certeza de que jamás llegaría a conocerse la verdad de mi vida y que nunca cambiaría aquella mirada de sostenido reproche que nació en los ojos de mis padres desde que
comencé a defraudarlos. Tal vez para mi madre nunca existiría ya otra oportunidad de mirarme de forma diferente, orgullosa de mí, alegrándole en algo la dulce mirada llena de profundo cansancio en sus últimos años de vida. Mamá, la pobre, murió el 1 de agosto de 1981 sin poder conocer la verdad. La acompañó, como único vínculo de su hijo con la Seguridad del Estado, una corona cuya esquela decía escuetamente: «Para Marta, de los compañeros de su hijo».
Hoy la recuerdo con dolor. Era pequeña y frágil. Adornaban su rostro dos hermosos ojos color esmeralda. Le encantaba vestir de completo uniforme verde olivo. Más de una vez la vi marchar oronda a su guardia
de auxiliar de la Policía Nacional Revolucionaria. Fue presidenta de su Comité de Defensa de la Revolución y le imprimió dignidad revolucionaria a cada pedazo de mi calle. Por ser guatemalteca y latinoamericana,
se mostró muy activa en la solidaridad con Cuba. Era de esas mujeres que hacen historia de la forma más sencilla. Para ella la lucha diaria y cotidiana, casi inadvertida, nunca dejó de ser la mejor manera de ayudar
a esta tierra tan querida para nosotros. No sólo porque nos dio refugio tras nuestro incansable deambular, sino porque nos enseñó a apropiarnos de cada pedazo del horizonte ofrecido a nuestros ojos.
Un buen día mi madre se nos fue de repente. Pero, no lo hizo callada y sin lucha. Ni la propia muerte pudo arrebatarle la fe que siempre tuvo.
Ya moribunda exclamó: «¡Gracias, Fidel, por dejarme morir en tu tierra! ¡Che, siento no poder morir como vos moriste!» Así era mamá. Y así fue hasta los últimos instantes de su vida. Lo sorprendente en ella, en su
silencioso y sencillo proceder, sin pedirle méritos ni reconocimientos a la vida y a las gentes, es que jamás nadie le escuchó revelar su condición de agente de la Seguridad del Estado cubano, durante veintiún años, con Gladys como nombre de guerra.
Esa fue mi madre, simplemente así. Común como cualquier mujer cubana. Indestructible en sus convicciones como una incanzable luchadora latinoamericana. Fidel fue una de sus más grandes inspiraciones. Aún recuerdo haberla visto sentada junto a él, en privada conversación, en la acera frente a mi casa, conversando. Ella, emocionada y risueña miraba a Fidel como si con sus ojos miraba con optimismo el triunfo de su terco batallar por la vida y la justicia.
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