La democracia española arrastra un viejo problema que la crisis catalana ha vuelto a revelar en toda su crudeza. No existe una identidad nacional incluyente de las diversidades constitutivas del país, que son tanto culturales como políticas. Existe, desde luego, un marco identitario españolista que la derecha ha impuesto y demarcado a su antojo, en […]
La democracia española arrastra un viejo problema que la crisis catalana ha vuelto a revelar en toda su crudeza. No existe una identidad nacional incluyente de las diversidades constitutivas del país, que son tanto culturales como políticas. Existe, desde luego, un marco identitario españolista que la derecha ha impuesto y demarcado a su antojo, en buena parte por el poder absoluto que la dictadura franquista le garantizó. Pero la consolidación de ese marco excluyente es también en buena medida responsabilidad de las fuerzas progresistas del país, que hasta muy recientemente no han mostrado interés ni capacidad real para impugnarlo de forma consciente y organizada. Dicha impugnación requiere propuestas alternativas, y ha quedado claro una vez más, en este caso por la desbordada crisis catalana, que la ausencia de dichas alternativas supone una fuente permanente de debilidad política para la construcción de una España más justa y democrática.
En los últimos años se han realizado esfuerzos por aliviar esta debilidad, en particular desde algunos sectores de Podemos. Pero el problema es que en este esfuerzo se han jugado con cartas que difícilmente permiten ganar el juego. Cuando Podemos comenzó a dar expresión al descontento generalizado que los lodos de la revolución neoliberal y el robo oligárquico habían generado en el país, varios de sus miembros reconocieron la importancia de comunicar un proyecto de país, y no sólo de desplegar una crítica frontal contra los que lo habían desdibujado. Para entonces ya quedaba claro que había un sujeto colectivo emergente que se encontraba fundamentalmente en el antagonismo al orden establecido, y que se entrelazaba con facilidad en torno a las demandas de democracia social y política. Había también un liderazgo en construcción, y que se ha consolidado con éxito, alrededor de la figura de Pablo Iglesias. Pero a toda esta fuerza social en efervescencia le faltaban, y le siguen faltando, unos elementos que son clave en todo proceso de construcción popular: símbolos colectivos (y, en este caso, símbolos nacionales).
El 15M tuvo la valentía de nacer y crecer al margen de banderas, y sin embargo las necesitaba. Es incómodo reconocerlo, pero también indispensable. Los límites al crecimiento del bloque de renovación democrática que Podemos canalizó después del 15M sólo se pueden explicar si, además del reconocer la influencia de los ataques sistemáticos de sus rivales (dominantes de la producción informativa), se le da un nombre a la única identidad transversal que el partido no ha sabido manejar con solidez en ningún momento, a pesar de sus aciertos con los significantes: se trata de la identidad española (que, dejémoslo claro, es plural y democrática y no es, ni debería ser, la que agita la extrema derecha a su antojo).
Podemos, o por lo menos algunas de sus líderes, con Iglesias a la cabeza, reconocieron aquella debilidad de posición original, y trataron de corregirla con cierto arrojo pero sin armas de peso. Se apeló al patriotismo, reconvertido principalmente en sentimiento de amor y respeto al vecino, al ciudadano y al juego democrático. No se hizo de este significante una pilar discursivo central, desde luego, pero, utilizado con acierto en momentos clave, por lo menos sirvió para atajar ataques que trataban de encasillar a Podemos como una fuerza anti-nacional – una fuerza que, de hecho, ha tenido problemas para hablar de España, y que tampoco ha querido reinventar sus símbolos. Hoy, cuando con la crisis catalana presenciamos un nuevo ejemplo de la fortaleza latente de las identidades nacionales y su capacidad de movilización, desde algunos focos de Podemos se regresa a la ofensiva del patriotismo discursivo. Lo hemos visto en las última semana con claridad, y quizá es buena señal. Ya que a estas alturas no se puede volver atrás, quedan pocas alternativas para apelar a la identidad nacional democrática y progresista que late en España. Sin embargo, es previsible que esta táctica de recuperación del patriotismo como significante no podrá llegar más allá de donde ya ha llegado: nos guste más a menos, ha quedado demostrado que en este país un patriotismo sin símbolos tiene sus límites bien afincados. Y, nos guste menos o más, el escenario que se vive en el país viene a ilustrarlo una vez más: bastantes españoles y españolas en todo el país, incluyendo catalanes y catalanas de las clases populares que no encuentran convicción ni inclusión en el independentismo, siguen encontrando en la bandera española eso que Podemos ha querido (sin poder del todo) encapsular en su recuperación del concepto de patriotismo – un concepto que, fatalmente, ha carecido de símbolos que lo materialicen, que son fundamentales en la comunicación y cristalización de identidades.
El problema es enorme, claro está, porque los símbolos de nacionalidad con los que se cuenta en España están marcados por los límites de la transición y del tipo de ruptura de baja intensidad que marcó frente a la dictadura. Pero, en cualquier caso, conviene admitir que el problema no va desaparecer, y quizá sea esta la hora en la que de una vez por todas se empiece a buscar vías de solución entre las fuerzas progresistas de este país, incluyendo aquellas que aspiran a ver en sus instituciones públicas símbolos nacionales renovados que representen a la España plurinacional y democrática, la que sigue ahogada aun siendo mayoritaria. Poner esta España en marcha va a ser difícil con un patriotismo sin símbolos.
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