Una bilbainada y un armatoste feo, fue la opinión del vulgo de todo pelaje del fin de siglo y tardorromanticismo vasco del XIX, en plena fiebre del hierro, ante el Puente de Vizcaya, transbordador en estructura de meccano diseñado por el arquitecto e ingeniero De Palacio cuya realización supuso toda una odisea y que, para […]
Una bilbainada y un armatoste feo, fue la opinión del vulgo de todo pelaje del fin de siglo y tardorromanticismo vasco del XIX, en plena fiebre del hierro, ante el Puente de Vizcaya, transbordador en estructura de meccano diseñado por el arquitecto e ingeniero De Palacio cuya realización supuso toda una odisea y que, para mayor derroche, requeriría el ‘nihil obstat’, carísimo, del más prestigioso experto en la materia: Gustave Eiffel.
A sus 112 años, el Puente de Portugalete, mal llamado «Puente Colgante», ya explicaremos por qué, es el segundo monumento del contorno bilbaino, tras el Museo Guggenheim, que mayor atractivo turístico suscita. Su barquilla ya fascinó, días después de su inauguración en 1893, a la infanta María Isabel. Tanto, que cruzó en ella la Ría hasta siete veces. Muy borbónico. La estampa y funcionalidad -cuentan que nunca se ha estropeado- del enorme y folklórico artilugio, rutinaria ergo invisible para quienes lo utilizan o viven en sus inmediaciones, la ha examinado con la debida distanciación la UNESCO, y ha incluido el Puente de Vizcaya, denominación de origen, en el catálogo de candidatos que próximamente formarán parte del Patrimonio de la Humanidad. Ello, pese al contexto socioeconómico turbulento y agónico en el que fue creado por el ingenio de un ingeniero que, veremos, sufrió lo suyo, Martín Alberto de Palacio; pero cuya ejecutoria corrió a cargo del esfuerzo de una mano de obra cuyas condiciones de vida próximas al esclavismo en las minas de hierro vizcainas y otras infraestructuras encadenadas, todas ellas propiedad de una oligarquía emergente sin excesivos escrúpulos al respecto, resultaron inhumanas.
Quizás por eso mismo, como homenaje a una fuerza de trabajo mal pagada y sometida a condiciones existenciales durísimas, los responsables de la organización tecnocultural-internacional -se informa a Rebelión– aceleran los trámites para que el título aludido se haga realidad en breve y la centenaria estructura goce, estas cosas siempre llegan tarde, de reconocimiento y fama en todo el orbe. Se habla de la primavera del 2006 como fecha aproximada de la confirmación y el consiguiente evento. A un paso. Esperemos que el informe final de la UNESCO no renueve las peripecias y controversias, que más abajo detallamos, del Puente en su trance de construcción. La ciudadanía bilbaina, puede el lector imaginarse cómo se enardece, pase lo que pase. Aunque el metálico monumento, consubstancial a cierta neblina de nostalgia no desvanecida, no sea de Bilbao y se enclave en Portugalete y Las Arenas, municipios próximos, pero autodeterminados.
Todo procede, no cabe duda, de un ripio. Para la canción popular, o ‘bilbainada’ que reza: «No hay en el mundo/puente elegante…» había que rimar con algo. Y se endosó lo de colgante a lo que es levadizo: «No hay en el mundo/ puente colgante/ más elegante/ que el de Bilbao». Ni cuelga, ni es bilbaino. Pero así quedó para la posteridad. Otra copla le hace justicia, y un tenor aúlla lo de «¡Puente de Portuugalete!…» Añade, obsesivo, lo de que: «eres el más elegante». Y, para que encaje el verso que sigue, de nuevo: «el mejor puente colgante».
La fiebre del hierro
Una de las últimas actuaciones de la UNESCO, meritoria, consiste en realizar una campaña de recuento y conservación de los grandes artefactos industriales destacados, fijos o mecánicos, del siglo XIX, el siglo de las chispas eléctricas, del Frankenstein de Mary Wollstonecraft y de Julio Verne, tras el de las Luces de velón del XVIII. Fue el XIX la era de las Grandes Exposiciones y la ingeniería aplicada, amén de los muchos inventos que hoy nos son imprescindibles como utillaje o logística de toda tecnología, por muy puntera que resulte. Enviamos inalámbricos a la luz de un flexo con bombilla-Edison, sirva de ejemplo.
Cuando se descubrió que en las entrañas de Vizcaya se escondía un inmenso bloque de hierro muy específico, las praderas idílicas de Sabino Arana y del pintor Arteta sufren un seísmo socioeconómico que durante muchos años, Guerra Civil incluida, determinaría la identidad, atmósfera y biosfera de la comarca, capital incluida. El análisis del mineral lo designaba como el de mayor eficacia para conformar, tratado con cok, un acero de excepción. De ahí las ‘joint venture’ mixtas de la Belle Époque bilbaina con ingleses, belgas y franceses. Cuaja asimismo, por entonces, la anglofilia inmarcesible del bilbaino medio, sólo superada por la ya histórica de Portugal.
Residía el arcano en el exceso de fósforo imbricado en el hierro europeo. En los convertidores Bessemer de Gran Bretaña se constató que la inyección de aire en el alto-horno eliminaba el carbono, el silicio y el manganeso siempre y cuando el dichoso fósforo no complicase la alquimia. Los diversos hierros vascos, ‘rubio’, ‘campanil’, etc. contenían un mínimo del citado y nocivo elemento. Europa era, así, dueña de la tecnología; Vizcaya, de la materia prima idónea y de una mano de obra tan barata que terminó, gracias al impulso del revolucionario Perezagua, madrileño, artesano de alpaca emigrado; al propio Pablo Iglesias, que dispensaba mítines en el ojo del huracán, y más tarde Indalecio Prieto y otros líderes, rebelándose, sindicándose y , consecuencia inmediata, siendo reprimida por la autoridad competente.
Los ‘neguríticos’
A todo esto, como el ciego y el cojo cruzando un arroyo, los vizcainos dueños de filones y los expertos extranjeros, depositarios de la fórmula magistral, creaban prósperas sociedades conjuntas siderúrgicas, mineras, de vías férreas y navieras. Aldeanos de raigambre, y por dicha condición, zorrastrones, los vascos propietarios del tesoro en bruto se negaban a vender la gallina de los huevos de hierro a los socios de Ultramar: se limitaban a arrendarla a sus zahoríes. Se ha dicho que los capitalistas no se enriquecen por ser capitalistas, sino que son capitalistas porque son ricos. De este modo los propietarios de terrenos con vetas férricas se convierten a fines del XIX, es un frenesí, en potentados y gentilhombres de suma prosapia. Simultáneamente se crean, como en las monarquías de la Alta Edad Media, clanes mestizos que terminarían poblando el barrio más postinero y protopijo de la margen derecha: Neguri. En 1901 quedaría concluida esta urbanización de lujo, más neobarroca y jactanciosa que elegante, por insistir en el adjetivo.
El tiempo le ha concedido cierto valor arqueológico a sus villas más antiguas y palaciegas; pero sigue siendo núcleo prohibitivo de jeques indígenas. Su edificio más emblemático, la casa-barco de los Chávarri, luego muy imitada en zonas playeras donde la aristocracia comenzaba a tomar las aguas marítimas en albornoz como terapia cutánea ya probada por la mismísima Isabel II, aquejada de dolencias herpéticas.
Los primeros habitantes de Neguri habían adquirido sus parcelas a los avispados contratistas Amman, Aresti y Gorbeña. Éstos se habían apropiado, a bajo precio, de siete millones de pies, próximos a la playa de Ereaga, como Sociedad Terrenos de Neguri. Los revendieron con inmenso beneficio a los cresos de nuevo cuño. La ley, empero, impide cerrar el acceso a la costa, y se narra como anécdota que, al ser invadida Ereaga en los 1960 por la chusma dominguera, los neguríticos, neologismo significativo y aceptado, sólo se bañaban en ella los días de labor.
Oficios de tinieblas
En cuanto a los machacas que se desplazaron en masa desde zonas deprimidas, a saber, casi toda la España del luto y la legaña, describe Zunzunegui cómo las jornadas interminables, el alojamiento chabolista, la inexistente sanidad, el estoico rancho y los misérrimos salarios de las minas vascas no fueron obstáculo para ellos. Huían de la hambruna del XIX caciquil y se agregaban a la fiebre del hierro destripando con barreno, palanca, pico y pala la riqueza natural ya recopilada por Plinio: «Metallorum omnium vena ferri longissima est Cantabriae maritimae parta…» Acudían, recuenta Zunzunegui, «burgaleses, riojanos, leoneses, asturianos, gallegos, palentinos, navarros, aragoneses, zamoranos. En pocos años llegan más de veinte mil. Vienen con los primeros fríos, en bandadas. Tienen un aspecto miserable y triste. Son el desecho de una España empobrecida…».
Se instalan en barracones insalubres que supo narrar con cruda exactitud Dolores Ibarruri «Pasionaria», nacida en Gallarta hacia el mismo año que el Puente Colgante: 1995. La creciente fiebre del hierro deriva en oficios de tinieblas, jamás remunerados con justicia, algunos repetitivos y monótonos, que el proceso minero requería. Los Altos Hornos de Sestao van creando enjambres obreros, en cierto modo artesanales, que participan en la producción de acero. El poeta Gregorio San Juan los enumeró en una oda al proletariado vizcaino de aquellos días, sin el cual las vigas del Puente de Vizcaya no hubieran podido engendrarse los cercanos Altos Hornos de Sestao. Relata San Juan: «…veo llegar, formando un río, a los que viven por sus manos. Son torneros, ajustadores, taladradores, punzoneros, martilladores, fogoneros, mandrinadores, fresadores, maquinistas, remachadores, enganchadores, plantilleros, pulidores, bobinadores, trefiladores, escariadores, laminadores, cuchareros, gancheros, galvanizadores, enyuntadores, bruñidores, engrasadores, motoristas, estampadores, decapadores, rectificadores, horneros, terrajeros, encofradores, cepilladores, correístas, desbastadores, cortadores, rebanadores, cargadores, esmeriladores, moldeadores, punteros, areneros, retacadores, sopleteros, fogoneros, calentadores, coladores, atrapadores, recibidores, estuferos, barrenadores, caldereros, entalladores, soldadores, maquinistas, transportadores, maquinistas de sierra, garzones, garzones primeros, gasistas, garzones de pozo primeros, especialistas de primera, especialistas de segunda, maquinistas de cargadora, maquinistas de carro-grúa…». Buena inspiración para los grabados, en su época comprometida, clandestina, de Agustín Ibarrola.
Altos Hornos en Sestao
Ya en 1885, una década antes de la erección del «Puente Colgante», el viajero decimonónico Azcárraga describe las primitivas instalaciones metalúrgicas de Sestao, dotadas de sistema Bessemer: «La nueva fábrica ‘Vizcaya’ consta de dos altos hornos de 20 metros de altura y 6 de diámetro, con un volumen de 345 metros cúbicos, los cuales pueden producir diariamente de 100 a 110 toneladas de lingote. Se hallan colocados sobre un macizo o pedestal de 4 metros de elevación sobre el nivel de la fábrica, con el fin de que el día que llegue a fabricarse acero», eran previsores, «se pueda llevar directamente lingote líquido, sin necesidad de nueva fusión, desde los hornos a los convertidores por medio de un wagon metálico». Sigue: «La toma de gases en los hornos se hace por dos sistemas central y lateral. Estos gases, después de ser lavados en aparatos convenientemente dispuestos, recorren las 12 estufas, 6 para cada horno, combinándose con el oxígeno del aire que entra por orificios hechos ad-hoc, y se produce la combustión, elevándose la temperatura interior de 900 a 1000 grados centígrados».
Todos los dispositivos han sido transferidos por el correspondiente socio británico. Así «…las máquinas soplantes son dos, del sistema llamado Cockerill, tipo nº 3, verticales, con cilindros de vapor de baja y alta presión y un cilindro soplante de tres metros de diámetro y 2, 49 de recorrido». Un detalle de actualidad: «Dichas máquinas de condensación y expansión, con objeto de poder utilizar agua salada tienen condensadores llamados de superficie». La verde campiña industrializada queda como Azcárraga apunta en su libreta: «Delante, o sea, en las eras, se halla el emplazamiento destinado a la colada, de 58 metros de largo por 12 de ancho, formado con armadura de hierro y cubierto con chapas de hierro galvanizado. Dos focos de luz eléctrica iluminan de noche este espacio». Ya ha comenzado, 1885, la jornada fabril de 24 horas. «Enfrente hay un puente o estacaduras de hierro de 80 metros de largo a donde viene a descargar mineral de hierro y caliza la Compañía del ferrocarril de Galdames». Otro chollo de la minería, el transporte, que desplaza a las yuntas de bueyes, como el novísimo «Puente Colgante» desplazaría a las barquillas que, por unas monedas, servían para cruzar el Nervión.
Un fortunón por un dictamen
A todo esto se ha concedido permiso en la «Gaceta» (el BOE del XIX) para instalar en el muelle de la Benedicta 4 grúas destinadas a la descarga del cok de los guiris y la carga del lingote producido en fábrica. El paisaje y el paisanaje han cambiado de forma radical en poco más de quince años. El Puente de Vizcaya, sobre el Abra, sería el remate. No sin dificultades. Por ello no vamos a obviar, sería injusto, al emprendedor, al ingeniero De Palacio, que también tuvo que sufrir lo suyo y percibir unos honorarios inferiores a los de la máxima autoridad metalúrgica de entonces, Gustave Eiffel, el de la torre-suvenir erigida en 1889, cuya opinión sobre el Puente se requirió sin reparar en gastos. Bilbao es Bilbao. Antes, Eiffel había instalado algunas esclusas del Canal de Panamá y el Puente de Burdeos. Una eminencia.
Recuérdese que el Guggenheim, por otra parte, y ya que lo hemos citado, fue motivo también, como el propio Puente del que tratamos, de agrias confrontaciones al erigirse durante otro fin de siglo, el XX. Si en este caso se puso en entredicho la seguridad del componente titanio, cuando se proyectó el Puente de Portugalete, o de las Arenas, un contratista, Dubois, francés, se enfrentó al autor del diseño, el citado arquitecto e ingeniero Martín Alberto de Palacio. Para Dubois, la barquilla del trasbordador, la que trasladaba peatones y bultos, quedaría siempre en peligrosa inestabilidad. Ante lo cual, la ya constituida Compañía Puente de Vizcaya, que es el nombre exacto de este servosistema cuyos dos machones se afincan sólidamente en ambas márgenes del Nervión, sufrió retrasos y no pocas pérdidas. (Concedamos que vino a sustituir a otro, más antiguo e inestable, utilizado por los frailes de San Francisco, que sí que colgaba, como cuelgan esas pasarelas del Tibet y Los Andes). El tiempo, decíamos, como el hierro dulce de los montes de Galdames y el acero surgido de convertidores Bessemer de los Altos Hornos, era oro para los promotores del Puente. De Palacio se empeñaba, y además con razón, en que sus planos eran perfectos; Dubois se enrocaba: erróneos. Y fueron, pues, francos-oro los muchos que se ofertaron a M. Gustave Eiffel, el prestigioso ingeniero de Dijon que en 1858 ensayara con éxito la cimentación por aire comprimido, para que ejerciese de árbitro ‘ex cathedra’ acerca de la viabilidad del proyecto. Lo cual confirma cómo se requería la reciedumbre basal de las pilastras del artilugio. Se aguardaba el diagnóstico conteniendo el aliento. ¿La cantidad de francos-oro a percibir por Eiffel por su veredicto acerca de la planificación original de De Palacio? 20.000. Veinte mil. Una cifra, al cambio bursátil de su época, inconmensurable.
En cuanto al pueblo llano, se enfrentaba entretanto en polémicas periodísticas y tecnológicas, algún guantazo y el consiguiente duelo a primera sangre en la Campa de los Ingleses. También se cruzaban apuestas. Hasta que Eiffel dio el visto bueno a los cálculos de De Palacio y le quitó la terca razón al contratista Dubois. Se ignora qué fue de tan impertinente sujeto. El Puente de Vizcaya, que se alza para permitir el paso del Abra a buques de gran tonelaje, fue inaugurado, al fin, en 1893.
Margen Izquierda
Resulta curioso, desde el punto de vista conceptual, que el mal llamado «Puente Colgante», cuyos recios soportes, reiteramos, no cuelgan de parte alguna, comunicase en aquellos días la aún hoy llamada Margen Izquierda, zona fabril y minera del valiosísimo hierro dulce, la de los obreros sometidos a explotación inmisericorde en Gallarta, Triano, Ortuella, Somorrostro y La Arboleda, con la otra orilla del Nervión, la derecha de los Ybarra, Chávarri, Gandarias, Martínez de las Rivas y demás magnates del acero, las navieras, el inversionismo en Bolsa y los chalés de pésimo gusto. Vendrían, con los tiempos, la alfabetización en la Margen Izquierda de las minas a cargo de maestros-misioneros y de un librero ambulante, Varela, gallego que alquilaba literatura subversiva y folletines de Dicenta a las familias de las barracas de palanquistas y peonaje. De ahí, huelgas y, en cierta ocasión, una marcha de la obrerada, pacífica, hacia Bilbao, que hizo disfrazarse a más de un jesuita y, a la pequeñoburguesía pacata, rezarle apresuradas novenas a la ‘amatxu’ de Begoña. Sin incidentes. Bilbao no era Rusia, aunque lo pareciese.
Última hora: Bilbao acoge al «Queen Elizabeth»
Mientras requeríamos datos acerca del Puente de Vizcaya en el Abra bilbaina, nos informan de que el célebre transatlántico «Queen Elizabeth», un tanto buque-fantasma residual, con sus treinta y seis años de navegación desde los días más prósperos del turismo sin prisas, de placer y lujo, decadente pero chic alternativa a la ya horterizada ‘jet-set’, ha atracado por vez primera en el Puerto de Bilbao. Embarca un pasaje de 1.800 personas, más tripulación. Todos ellos, en celérico deambuleo, invadieron los puntos más calientes del territorio de la Comunidad Autónoma Vasca. No comenzaron la marcha por el té de las cinco, sino por las bodegas de la Rioja Alavesa, tal vez como alternativa al sempiterno ‘sherry’ de las obras de Agatha Christie y Conan Doyle. De allí a Donostia, el incomparable marco, a hacer la foto-postal de La Concha y el Kursaal de la Zurriola. Se extasiaron después ante las marismas con fauna protegida de Urdaibai y terminaron el periplo recorriendo el ya llamado «nuevo Bilbao». Otra metamorfosis de la urbe que incluye, cómo no, el Guggenheim y el «Euskalduna». Les gustó la excursión y, el próximo año, el «Queen Elizabeth» repite escala en la capital vizcaina. Se recrudece la anglofilia, y los caldos jerezanos peligran en sus exportaciones.