Los dos decretos de la Fiscalía Anticorrupción que exoneran al padre del rey de trece delitos, la mayoría tributarios, en más de 90 páginas, no por esperados, que no quiere decir necesariamente deseados por la ciudadanía decente, dejan de ser sorprendentes.
Tras más de tres años de exhaustivas investigaciones, comisiones rogatorias internacionales incluidas, tras dejar reflejadas las operaciones realizadas, con sus registros bancarios, por parte del rey padre, ha quedado al descubierto que el comportamiento del emérito dista de cualquier mérito: es la antítesis del decoro y la ejemplaridad.
Para acordar el archivo de las diligencias de investigación de la Fiscalía, ésta ha establecido dos criterios. Uno, general, que se aplicaría a cualquier ciudadano: la prescripción del delito. Si el hecho punible está prescrito, no podrá prosperar acción penal alguna. Poco más que decir. Bien, sí, hay que desear que todos los ciudadanos cuando aleguen prescripción del delito no tengan que esperar a la sentencia definitiva para verse libres de castigo. Quizás se ha abierto una vía de justicia material, en la raíz misma de los procesos, es decir, en el momento de decidir la Fiscalía si interpone o no una acción penal.
La segunda cuestión es, al menos, más discutible. La inviolabilidad del rey. Al respecto, hay tres posturas: el rey es inviolable constitucionalmente hablando desde que llega al trono hasta su muerte, aunque se muera habiendo dejado de ser rey. Una segunda interpretación del alcance de la inviolabilidad y, por tanto, de la irresponsabilidad penal del jefe del Estado, radica en que estamos ante un privilegio. En consecuencia, debe ser interpretado restrictivamente: el rey es sólo irresponsable mientras sea rey, es decir, hasta que abdica o muere. Una tercera forma de enfocar este privilegio excepcional, es decir, generador de desigualdad, es sostener que el rey es inviolable mientras actúa como rey. O lo que es lo mismo: si el rey comete un delito ajeno a su cargo ―una agresión sexual, por ejemplo―, la inviolabilidad constitucional no lo cubriría.
El fiscal se decanta por la segunda, y cabe decir que mayoritaria, posición. Personalmente, y no en solitario, me decanto por la tercera posición. Intentaré explicarlo muy sintéticamente.
Con el paso del antiguo régimen al constitucional, el rey deja de tener poder jurídico. Se convierte en una figura más o menos simbólica que se mantiene por conveniencias o tradiciones institucionales. Así son todas las monarquías de Europa Occidental. Sin embargo, el rey encabeza o retiene formalmente todavía muchos poderes. En el Reino Unido, por ejemplo, la monarca se dirige al Parlamento al inicio de cada legislatura. Quien le hace el discurso, sin embargo, es el gobierno de turno. La reina carece de opinión.
Así, en el derecho español, en los actos del rey, la mayor parte de ellos de obligado cumplimiento ―firmar las leyes o indultos o nombramientos de todos los altos cargos―, se introdujo en el siglo XIX la llamada ratificación ministerial. Junto a la firma del rey, va, según el rango del acto, la firma del primer ministro o de un ministro. Sin ratificación, el acto regio es no sólo inválido, sino inconstitucional.
Por eso la Constitución, al tiempo que la declaración de irresponsabilidad regia, introduce la ratificación. O lo que es lo mismo: la ratificación ministerial no sólo es condición de validez del acto del monarca, sino que quien asume cualquier tipo de responsabilidad es el miembro gubernamental que pone la firma junto a la del rey. El rey es irresponsable porque otro se hace cargo de su responsabilidad, tal y como meridianamente establece el artículo 56 de la Constitución.
Sólo los actos del rey tienen dos excepciones en la ratificación. Una, prevista por la propia Constitución en el artículo 64.2, en la medida en que el jefe del Estado nombra y remueve libremente al personal de sus casas civiles y militares. La segunda, impuesta por el imperativo biológico en las monarquías, como la española, hereditarias, la persistencia en el linaje. Fuera de estas dos excepciones, todos los actos del rey deben llevar ratificación ministerial.
Pero, por ejemplo, agredir sexualmente o realizar negocios de comisionista no son actos propios del oficio constitucional de rey. Si el rey emplea su oficio para realizar actividades ajenas a su cargo, entiendo que debe ser responsable. De hecho, lo ha sido, en la medida en que el monarca emérito ha reconocido, como reconoce el ministerio público, su responsabilidad fiscal, presentando, eso sí de forma peculiar, diversas regularizaciones tributarias. Hay que decir, sin embargo, que todavía es hora de que la agencia del ramo abra ninguna inspección en el monarca senior. Tratamiento que el ciudadano medio también agradecería.
Por último, si, como se pretende, el rey padre es irresponsable: ¿por qué estaba personado y representado por un letrado de su confianza en las diligencias de Fiscalía? Si realmente es, como se dice, irresponsable, habría sido una actuación sobrante y debería haber sido asumida por la Abogacía del Estado.
Sea como fuere, ya la vista del detallado relato de enormes irregularidades que contienen los dos decretos de archivo de Fiscalía, queda siempre la puerta abierta a quien quiera actuar como acusación popular ante el Tribunal Supremo. Las diligencias de Fiscalía no son cosa juzgada y, por tanto, no cierran el paso a poner en marcha acciones penales.
Veremos. Quizá en el futuro los regalos regios se hayan terminado. De todas formas, la ejemplaridad del emérito está por el suelo. Este descrédito es irreparable.
Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal en la Universitat de Barcelona, miembro del Col·lectiu Praga y colaborador de numerosos medios de comunicación.
Fuente: https://www.elnacional.cat/ca/opinio/joan-queralt-regals-emerits_721194_102.html
Traducido para Sin Permiso por Roger Tallaferro