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Cuba. Conferencia en el Ciclo "La política cultural del período revolucionario: Memoria y reflexión"

El quinquenio gris: revisitando el término

Fuentes: Revista Criterios

1 Parecía que la pesadilla era cosa de un remoto pasado, pero lo cierto es que cuando despertamos el dinosaurio todavía estaba allí. No hemos sabido -y tal vez nunca sabremos- si el disparate mediático respondía a una insidiosa operación de rescate, a una caprichosa expresión de amiguismo o a una simple muestra de irresponsabilidad. […]

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Parecía que la pesadilla era cosa de un remoto pasado, pero lo cierto es que cuando despertamos el dinosaurio todavía estaba allí. No hemos sabido -y tal vez nunca sabremos- si el disparate mediático respondía a una insidiosa operación de rescate, a una caprichosa expresión de amiguismo o a una simple muestra de irresponsabilidad. No importa. Visto desde la perspectiva de hoy -de la reacción en cadena que provocó, uno de cuyos eslabones es este ciclo que estamos iniciando- era un acto suicida. Lanzaba un reto sin tener la menor idea del nivel de coherencia que había alcanzado el adversario, ni de la solidez de una política cultural que se ha afianzado como un fenómeno irreversible a través de una práctica que ya dura tres décadas. Ganada limpiamente esta batalla -no me atrevo a decir la guerra, porque el pavonato no es tanto la expresión de una táctica política como una visión del mundo basada en el recelo y la mediocridad–, podemos abrir camino a la reflexión diciéndonos, simplemente, que lo que pasa conviene. La prueba de que así es la tenemos en la decisión del Ministerio de Cultura de apoyar esta iniciativa de Desiderio, coincidente con la de Abel, en cuanto a ir llenando el vacío de información y de análisis que hasta ahora ha prevalecido sobre el tema de la política cultural -digo, anticultural— de la primera mitad de los años setenta.

Por increíble que pueda parecer, la persona que dirigió el programa «Impronta» dedicado a Pavón –cuyo libreto había sido escrito por una compañera–, nos aseguró que no sabía quién era el personaje, o más exactamente, que no sabía cuál era la «impronta» que éste había dejado en la cultura cubana durante su gestión como presidente del Consejo Nacional de Cultura (CNC). Tampoco lo sabría después, porque sobre eso se tendió un cauteloso manto de silencio en el programa. No convenía exagerar mencionando la soga en casa del ahorcado. Pues bien, aún no habíamos salido de nuestro estupor cuando una vocecita empezó a martillar nuestros oídos: «¿Y por qué increíble? ¿Por qué tenía la joven directora que saber? ¿Acaso ustedes, los viejos que vivieron y sufrieron aquella etapa, han escrito algún libro o folleto, han publicado alguna serie de artículos, han dado algún ciclo de charlas sobre el tema? En los últimos años la denuncia de los atropellos individuales, de la perversa exhibición de los prejuicios, del cinismo de las explicaciones ha sido hecha por las víctimas en entrevistas, artículos, discursos de aceptación de premios, pero el análisis del fenómeno fue siendo postergado como lo han sido otras cosas que merecían discutirse, y por el mismo motivo: para no poner en peligro la unidad. Junto con la validez histórica de nuestro proyecto de nación, la unidad es lo único, en efecto, que garantiza nuestra superioridad sobre enemigos y adversarios. Pero así como no debemos olvidar que en una plaza permanentemente sitiada, como lo es nuestro país, insistir sobre discrepancias y desacuerdos equivale a «darle armas al enemigo»…, tampoco conviene olvidar que los pactos de silencio suelen ser sumamente riesgosos, porque crean un clima de inmovilidad, un simulacro de unanimidad que nos impide medir la magnitud real de los peligros y la integridad de nuestras filas, en las que a menudo se cuelan locuaces oportunistas. Ya sabemos a dónde condujeron esos simulacros y maniobras en Europa y especialmente en la URSS, y en este último caso, creo yo, porque hasta los propios militantes -entre ellos no pocos héroes del trabajo y descendientes de héroes de la guerra- habían sido definitivamente desmovilizados por el burocratismo y la rutina. Sin ser especialista en la materia, me atrevo a responder la insondable pregunta: «¿Por qué no salieron los obreros, y en especial los militantes comunistas, a defender la Revolución en la USS?» Muy sencillo: «Porque no recibieron instrucciones de arriba». Necesitamos mantenernos firmes en nuestras trincheras -las que, por supuesto, no son los mejores lugares para ejercitar la democracia-, pero eso no quiere decir que podamos darnos el lujo de abandonar la práctica de la crítica y la autocrítica, el único ejercicio que puede librarnos del triunfalismo y preservarnos del deterioro ideológico.

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No quisiera cansarlos con divagaciones y criterios que muchos de ustedes comparten y que pudieran alejarnos de nuestro tema. Éste -como sugiere el título de mi charla, propuesto por Desiderio-apunta a los motivos y la praxis del Quinquenio Gris. Inventé la etiqueta por razones metodológicas, tratando de aislar y describir ese período por lo que me parecía su rasgo dominante y por el contraste que ofrecía con la etapa anterior, caracterizada por su colorido y su dinámica interna (aunque no exenta, como veremos, de frustraciones y sobresaltos).1 Pero antes de entrar en materia me gustaría dejar aclarados un par de puntos. En primer lugar, desde dónde hablo, es decir, desde qué experiencia vital, desde qué posición ideológica y política se proyectan mis opiniones y valoraciones sobre el tema, y en general sobre los problemas de la cultura, su producción y su alcance, con énfasis especial en la literatura -la narrativa–, que es el único campo que conozco por experiencia propia. Me adelanto a hablar así porque temo decir algo que le resulte incomprensible o extraño a algunos de los jóvenes presentes.

Vengo, como es obvio, de un mundo que marcó mi posición con respecto a muchos de esos problemas: el mundo de la Cuba pre-revolucionaria, de la república aquélla. Desde muy joven quise escribir. No me atrevería a decir que quise ser escritor porque éste era un oficio sin perfil laboral que podía atraer sobre uno la sospecha o el escarnio. «Yo no le decía a nadie que quería ser escritor -le confesaba José Soler Puig a un amigo-porque la gente se reía y hasta pensaban que eso era de maricas».2 Y Virgilio Piñera, en un mensaje público que le dirigió a Fidel en marzo de 1959: «…Nosotros, los escritores cubanos, somos ´la última carta de la baraja´, es decir, nada significamos en lo económico, lo social y hasta en el campo mismo de las letras. Queremos cooperar hombro con hombro con la Revolución, mas para ello es preciso que se nos saque del estado miserable en que nos debatimos.»3 Como ven, el nivel de autoestima del gremio estaba por el suelo. Tal vez el anecdotario de los escritores vanidosos o jactanciosos irritara o divirtiera a sus cofrades en los corrillos de Madrid o París, pero aquí eran cuentos de extraterrestres, puesto que el escritor literalmente no existía fuera del círculo de sus amigos más íntimos y de los cuatro gatos que leían Orígenes (gatos afortunados, por cierto). Todavía me parece un milagro que dos años después del mensaje de Virgilio ya estuviera yo editando Las aventuras de Tom Sawyer y testimonios de niños serranos en el Ministerio de Educación, bajo la dirección de Herminio Almendros, y muy pronto también a Proust, Joyce y Kafka en la Editorial Nacional, bajo la dirección de Alejo Carpentier. Desde esta perspectiva se nos hacía evidente que empezaba a consolidarse una alianza entre las vanguardias políticas y artísticas. La Revolución -la posibilidad real de cambiar la vida-se nos aparecía como la expresión política de las aspiraciones artísticas de la vanguardia. De modo que cuando empezó a asomar la oreja peluda de la homofobia y luego, enmascarada, la del realismo socialista, nos sentimos bastante confundidos. ¿Qué tenía que ver un fenómeno tan profundo, que realmente había cambiado la vida de millones de personas, que había alfabetizado a los analfabetos y alimentado a los hambrientos, que no dejaba a un solo niño sin escuela, que prometía barrer con la discriminación racial y el machismo, que ponía en las librerías, al precio de cincuenta centavos o un peso, toda la literatura universal, desde Homero hasta Rulfo, desde Dafnis y Cloe hasta Mi tío el empleado…, qué tenía que ver un hecho de esas dimensiones con mis preferencias sexuales o con la peregrina imagen de un artista virtuoso y viril, siempre dispuesto a cantar las glorias patrias? Nosotros-los jóvenes que nos creíamos herederos y representantes de la vanguardia en el terreno artístico y literario– no podíamos comulgar con esa visión…, serio problema, puesto que en los círculos dogmáticos venía cobrando fuerza la idea de que las discrepancias estéticas ocultaban discrepancias políticas. Por lo demás, uno no podía desconocer que al asumir nuevas responsabilidades descubría también sus propias deficiencias. Si de pronto tenía la posibilidad de dirigirse a millones de lectores potenciales, era imposible dejar de preguntarse: ¿y ahora, cómo escribir o, en el caso del editor, qué publicar? ¿Lo «que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios», como decía irónicamente el Che? ¿Lo que le «gusta» al pueblo, dejándolo así estancado en su más bajo nivel, o lo que me gusta a mí, para que el pueblo vaya refinando sus gustos y un buen día llegue a ser tan culto como yo? Populismo, paternalismo, elitismo, alta cultura, cultura popular, cultura de masas o para las masas…, dilemas y fantasmas ideológicos, en fin, que empezaban a atravesarse en nuestro camino, casi siempre cogiéndonos desprevenidos… Lo que quiero decir es que han de tener ustedes un poco de paciencia, porque es imposible hablar del Quinquenio Gris sin referirse a los orígenes de ciertos conflictos que se incubaron en la década del sesenta.4 Sólo me referiré a aquellos que, como los mencionados, nos tocan más de cerca; otros, como el de la microfacción, por ejemplo, desbordan los límites de nuestro asunto (aunque no dejan de estar relacionados con él, porque el sectarismo fue un mal generalizado entre los cuadros intelectuales y políticos más directamente ligados al campo de la ideología).5

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El realismo socialista -la literatura como pedagogía y hagiografía, orientada metodológicamente hacia la creación de «héroes positivos» y la estratégica ausencia de conflictos antagónicos en el «seno del pueblo»- producía en nosotros, mis amigos pequeñoburgueses y yo, la misma reacción de quien se encuentra una mosca en el vaso de leche. Entre los narradores cubanos nadie, que yo recuerde, había aceptado la invitación, pero la recién creada Imprenta Nacional editaba profusamente novelas soviéticas (algunas respetables, por cierto, como las de Sholojov y aquellas de Alexandr Bek —La carretera de Volokolansk y Los hombres de Panfilov, en realidad dos partes de la misma epopeya- que acompañaron a tantos milicianos en las frecuentes movilizaciones de aquellos tiempos). En todo caso yo, como joven intelectual sin más ideología política que la fidelista (solía decir por entonces que me había hecho marxista por televisión, es decir, oyendo a Fidel), ya tenía dos cosas absolutamente claras: ¿volver al pasado?, de ninguna manera; ¿admitir como horizonte cultural un manual de Konstantinov y una estética normativa?, de ninguna manera.

Pero no quisiera caer en lo mismo que criticamos, y sé que cuando se trata de defender nuestra verdad, nuestro punto de vista, solemos ser tan categóricos y dogmáticos como el adversario. El realismo socialista no era «intrínsecamente perverso»; lo intrínsecamente perverso fue la imposición de esa fórmula en la URSS, donde lo que pudo haber sido una escuela, una corriente literaria y artística más, se convirtió de pronto en doctrina oficial, de obligatorio cumplimiento. De las distintas funciones que desempeñan o pueden desempeñar la literatura y el arte -la estética, la recreativa, la informativa, la didáctica…–, los comisarios trasladaron esa última al primer plano, en detrimento de las otras; lo que el pueblo y en particular la clase obrera necesitaban no era simplemente leer -abrirse a nuevos horizontes de expectativas-sino educarse, asimilar a través de la lectura las normas y valores de la nueva sociedad. Este admirable propósito -admirable en teoría, y tanto más cuanto que sus bases se remontaban a la Ilustración- no tenía en cuenta que «si el arte educa –y me permito citar a Gramsci por enésima vez– lo hace en cuanto arte y no en cuanto arte educativo, porque si es arte educativo deja de ser arte y un arte que se niegue a sí mismo no puede educar a nadie.» Nosotros ni sospechábamos siquiera que la herencia del marxismo escolástico fuera tan fuerte en nuestro medio, o al menos entre algunos intelectuales procedentes del Partido Socialista Popular, pero una de nuestras más brillantes y respetadas ensayistas, Mirta Aguirre, escribía en octubre de 1963:

Hoy, en manos del materialismo dialéctico, el arte puede y debe ser exorcismo: forma de conocimiento que contribuya a barrer de la mente de los hombres las sombras caliginosas de la ignorancia, instrumento precioso para la sustitución de la concepción religiosa del mundo por su concepción científica, y apresurador recurso marxista de la derrota del idealismo filosófico.6

Uno se sentía tentado a preguntar: ¿todo eso puede y debe ser el arte? O bien, con cierto desenfado: ¿eso es todo lo que debe y puede ser el arte? De haberlo hecho, no habría tardado en descubrir que nuestro desconcierto tenía un turbio origen de clase, porque lo que realmente ocurría era que ciertas ideas estaban «en precario y camino a la desaparición», y ciertos intelectuales y artistas, «en vez de dedicarse a extirpar de sí mismos los vestigios ideológicos de la sociedad derrumbada», se empecinaban en justificarlos.7 En realidad, lo que nosotros veíamos era que bajo ese rígido y precario modelo de orientación artística se difuminaba la línea divisoria entre arte, pedadogía, propaganda y publicidad. Lo curioso es que el capitalismo producía toneladas de publicidad y propaganda sin mencionarlas siquiera, enmascaradas hábilmente bajo las etiquetas de la información y el «entretenimiento»; pero el socialismo era joven e inexperto; en la famosa polémica que en diciembre de 1963 sostuvieron Blas Roca y Alfredo Guevara en torno a la exhibición de varias películas (La dulce vida, de Fellini, Accatone, de Passolini, El ángel exterminador, de Buñuel y Alias Gardelito, de Lautaro Murúa), Guevara se refirió a la columna periodística de Blas Roca –hombre muy respetable, por otros conceptos-como

una columna que aborda tan superficialmente los problemas de la cultura, y del arte cinematográfico en particular, reduciendo su significación, por no decir su función, a la de ilustradores de la obra revolucionaria, vista por demás en su más inmediata perspectiva.8

Huelga aclarar -porque en política, como decía Martí, lo real es lo que no se ve- que estas disputas estéticas formaban parte de una lucha por el poder cultural, por el control de ciertas zonas de influencia. Esto se hizo evidente en 1961 con la polémica en torno a PM y el posterior cierre de Lunes de Revolución, medida esta última que condujo a la creación de La Gaceta de Cuba, publicación literaria de la UNEAC que dura hasta hoy. La de PM resultó ser una polémica histórica porque dio origen a Palabras a los intelectuales, el discurso de Fidel que por fortuna ha servido desde entonces -salvo durante el dramático interregno del pavonato– como principio rector de nuestra política cultural. PM era un modesto ensayo de free-cinema, un documentalito de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal que había pasado sin pena ni gloria por la televisión en un programa patrocinado por Lunes de Revolución, es decir, por Carlos Franqui y Guillermo Cabrera Infante. Los dos -Franqui y Guillermo-tenían una gran virtud -una visión moderna y dinámica del arte, la literatura y el periodismo, como lo demuestran el periódico Revolución y su suplemento literario, Lunes…–; pero ambos tenían también un gran defecto, dadas las circunstancias: eran anticomunistas viscerales, que odiaban todo lo que oliera a Unión Soviética y PSP. El ICAIC se había negado a exhibir PM en las salas de cine, lo que desató la polémica.9 Uno diría que en algún momento tanto la dirigencia del ICAIC como la intelectualidad del PSP elevaron a la máxima dirección del gobierno estas dramáticas preguntas: ¿Quiénes son los que van a hacer cine en Cuba? ¿Quiénes son los que van a representar institucionalmente a nuestros escritores y artistas? Las respuestas se caían de la mata.

Pero algo se nos había ido de las manos, porque en la segunda mitad de la década pasaron cosas que tendrían consecuencias funestas para el normal desarrollo de la cultura revolucionaria: el establecimiento de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), por ejemplo –que duraron tres años y dejaron unas cuantas cicatrices–, y el rechazo institucional de dos libros premiados en el concurso literario de la UNEAC (Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, y Fuera del juego, de Heberto Padilla), para no hablar de anécdotas pasajeras, aunque sintomáticas, como el clima de hostilidad que suscitó, entre algunos funcionarios, la aparición de Paradiso (1966), de Lezama, debido a su supuesta exaltación del homoerotismo (llegó a decirse que el volumen había sido mandado a recoger de algunas librerías). La desafortunada iniciativa de la UMAP, la idea de que tanto los jóvenes homosexuales como los religiosos –sobre todo los Testigos de Jehová, que rechazaban por convicción el uso de las armas– hicieran su servicio militar en unidades de trabajo, no en unidades de combate, se emparentaba a todas luces con la visión machista de aquellos padres burgueses que mandaban a sus hijos más díscolos o timoratos a escuelas militares para que «se hicieran hombres». Recuerdo haberle dicho al amigo a quien antes aludí, cuando me preguntó sobre la discriminación a los homosexuales en Cuba, que esa actitud no tenía que ver con la Revolución, que nos llegaba de antaño, por la doble vía de la moral judeo-cristiana y la ignorancia, pero que tal vez el clima emocional de la plaza sitiada -que incluía la constante exaltación de las virtudes viriles–, así como la obsesión por enderezar tantas cosas torcidas de la vieja sociedad, nos llevaron a querer enderezar o restaurar también a los homosexuales, quienes no en balde eran descritos desde siempre con eufemismos como invertidos o partidos.10

Rechazo totalmente la idea, porque me parece cínica e inexacta, de que ese ingenuo o estúpido voluntarismo tuviera algo que ver con la aspiración a forjar un «hombre nuevo» -uno de los más caros anhelos del hombre, anterior al cristianismo, inclusive–, tal como fue enunciada en nuestro medio por el Che y como repetíamos nosotros aludiendo al homo homini lupus, de Terencio -tan citado por Marx-, cuando hablábamos de una sociedad donde el hombre no fuera lobo del hombre, sino su hermano. Ahora bien, estoy convencido de que el grado enfermizo que alcanzó la homofobia, como política institucional, durante el Quinquenio Gris, es un tema que atañe no tanto a los sociólogos como a los psicoanalistas y los sacerdotes, es decir, a aquellos profesionales capaces de asomarse sin temor a «los oscursos abismos del alma humana». Tampoco estaría de más reflexionar sobre los métodos represivos o «disciplinarios» inventados por la burguesía y tan bien estudiados por Foucault en algún capítulo de Vigilar y castigar.

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Los libros de Padilla y Arrufat premiados en el concurso de la UNEAC se publicaron con un prólogo en el que la institución dejaba constancia de su desacuerdo: eran obras que servían «a nuestros enemigos», pero que ahora iban a servir para otros fines, uno de los cuales era «plantear abiertamente la lucha ideológica». Fue entonces -entre noviembre y diciembre de 1968– cuando aparecieron en la revista Verde Olivo cinco artículos cuya autoría se atribuye a Luis Pavón Tamayo, conjetura por lo demás indemostrable porque el autor utilizó un pseudónimo -el tristemente célebre Leopoldo Ávila- que hasta ahora no ha sido reivindicado por nadie. El primer artículo exponía la conducta de Guillermo Cabrera Infante, que hacía apenas unos meses, en la revista Primera Plana de Buenos Aires, se había declarado enemigo acérrimo de la Revolución…después de servirla esforzadamente durante varios años como Agregado Cultural en Bruselas. Los dos artículos que le siguieron estaban agresivamente dedicados a Padilla y a Arrufat; y los dos últimos, a problemas del mundillo intelectual, entre ellos el nivel de «despolitización» que, a juicio de Ávila, padecían nuestros escritores y críticos.13 No habré de extenderme sobre el tenso clima que prevaleció en aquellos meses, porque ya un grupo de colegas -tanto cubanos (Retamar, Desnoes y yo) como latinoamericanos (Roque Dalton, René Depestre y Carlos María Gutiérrez) expusimos nuestras ideas sobre el asunto en una especie de mesa redonda que sostuvimos en mayo de 1969 y que fue publicada, primero, en la revista Casa de las Américas y después en México, por Siglo XXI, bajo el previsible título de El intelectual y la sociedad.12

El torneo ideológico anunciado por Ávila se insinuaba en ocasionales escaramuzas, pero había ido adquiriendo gradualmente un carácter cada vez más internacional debido en parte a los ataques a la Revolución que habían hecho en Europa varios intelectuales –Dumont, Karol, Enzersberger…– y en parte a que uno de los jurados que premió a Arrufat y Padilla -el crítico inglés J. M. Cohen- decidió participar a su manera en el debate. A ello se sumaba la aparición en París de la revista Mundo Nuevo, dirigida por el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal; muy pronto su compatriota Ángel Rama -ateniéndose a informaciones procedentes del New York Times– denunció la publicación como una «fachada cultural de la CIA».13 En opinión de los especialistas, la finalidad última de Mundo Nuevo era disputarle a Casa de las Américas su poder de convocatoria y socavar la imagen del escritor o artista «comprometido» que la Revolución cubana venía proponiendo como modelo para los intelectuales de nuestra América.14 Fue ese modelo, por cierto, el que nos sirvió de razón o pretexto para la famosa Carta a Neruda que a fines de 1966 hicimos circular por todos los rincones del Continente, y fue también el que prevaleció un año más tarde en el Seminario Preparatorio del Congreso Cultural de La Habana, donde se puso de manifiesto que gran parte de nuestra intelectualidad estaba elaborando, desde posiciones martianas y marxistas, un pensamiento descolonizador, más ligado a nuestra realidad y a los problemas del Tercer Mundo que a las corrientes ideológicas eurocéntricas de ambos lados del Atlántico. La revista Pensamiento Crítico y el excelente catálogo de publicaciones de ciencias sociales que ya exhibía el recién creado Instituto del Libro desempeñaron también un importante papel en este atrevido proceso que solíamos llamar «de concientización» o de «descolonización cultural», y al que, por cierto, ninguno de los famosos manuales recién importados de la URSS podía aportarle nada.

El Congreso Cultural de La Habana se celebró en enero de 1968 con la participación de centenares de intelectuales y artistas de todo el mundo, en un clima de optimismo revolucionario que objetivamente, sin embargo, quedaba reducido a su mínima expresión por el hecho de que apenas dos meses antes el Che había muerto en Bolivia, con lo que se frustraba al nacer el gran proyecto de emancipación continental que comenzó a gestarse en 1959. Entretanto, el prestigio internacional de la cultura cubana había crecido gracias al profesionalismo y la creatividad de artistas y escritores, de un lado, y al trabajo de cohesión y divulgación realizado por la Casa de las Américas y el ICAIC, del otro; ahí estaban, pujantes, el cine, el ballet, el diseño gráfico, el teatro, la música (con la naciente Nueva Trova), el Conjunto Folklórico y la literatura (esta última con dos modalidades emergentes: la novela-testimonio y la Narrativa de la Violencia). Observando semejante panorama cualquiera podía haber dicho, en alusión al diagnóstico de Ávila: «Si todo esto es producto de una intelectualidad despolitizada, que venga Dios y lo vea».

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Quisiera poder dar aquí por concluido el esquema general de la prehistoria –visto desde la perspectiva más o menos justa, más o menos distorsionada de un participante que, como es natural, tiende a arrimar la brasa a su sardina–, pero me temo que el rodeo aún no haya terminado. Todavía hay factores, digámoslo así, objetivos y subjetivos, nacionales e internacionales que deben tenerse en cuenta para poder ir al grano después. Así que les pido, por favor, un poco más de paciencia.

Lo que ocurrió con Fuera del juego después de su publicación lo vemos ya como los prolegómenos del «caso Padilla». Él siguió haciendo una vida más o menos normal y anunció (no sé si llegó a dar) un recital en la UNEAC con los poemas de un libro en preparación que llevaría el sugestivo título de Provocaciones -no sean mal pensados, aludía a una observación de Arnold Hauser en el sentido de que las obras de arte son eso, justamente, desafiantes invitaciones al diálogo. En diciembre del 68 Padilla sostuvo inclusive una escaramuza con Cabrera Infante en la que, al rechazar su apoyo, lo acusaba de ser un «contrarrevolucionario que intenta crearle una situación difícil al que no ha tomado su mismo camino»…15 Por un problema de carácter, Padilla no podía mantenerse mucho tiempo en un segundo plano; aprovechó una encuesta de El Caimán Barbudo para atacar a los editores porque se interesaban en Pasión de Urbino, la recién publicada novela de Lisandro Otero, mientras «ninguneaban» Tres tristes tigres, de Cabrera Infante. A cada rato oíamos decir que estaba muy activo como consultor espontáneo de diplomáticos y periodistas extranjeros de tránsito por La Habana, a los que instruía sobre los temas más disímiles: el destino del socialismo, de la revolución mundial, de la joven literatura cubana… Y un buen día de abril de 1971 nos llegaron rumores lamentables, que luego se confirmaron como hechos: que había estado preso –por tres semanas, según unos, por cinco, según otros…–; y que iba a hacer unas declaraciones públicas en la UNEAC. Éstas resultaron ser un patético mea culpa y un atropellado inventario de inculpaciones a amigos y conocidos, tanto ausentes como presentes. Conociendo a Padilla como lo conocíamos, sabiendo que su larga experiencia como corresponsal de prensa en Moscú lo había convertido en un escéptico incurable -hasta el punto de que aun bajo el sol tropical se sentía asediado por los fantasmas del estalinismo–, cuesta trabajo creer que su declaración -que tanto recordaba las penosas «confesiones» de los procesos de Moscú- no estuviera concebida como un mensaje cifrado, destinado a sus colegas de todas partes del mundo. Sea como fuere, lo cierto es que el mensaje -la profecía autocumplida– llegó a su destino. Pero ya días antes, al conocerse en Europa la noticia del arresto, se había puesto en marcha el mecanismo que de este lado del Atlántico conduciría al Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura.16

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En efecto, el 9 de abril del 71 había aparecido en un diario de París —Le Monde– una carta abierta que varios intelectuales europeos y latinoamericanos dirigían a Fidel para expresarle su alarma por el arresto, el que veían como un posible rebrote del sectarismo en la Isla. Fue como meterse en la jaula del león sin tomar las debidas precauciones. No me extrañaría que haya sido esa carta -y el hecho insólito de que entre los firmantes apareciera Carlos Franqui, ahora convertido en celoso fiscal de la Revolución– lo que precipitó la decisión de convertir el anunciado Primer Congreso de Educación en Primer Congreso de Educación y Cultura. Este se efectuó en salones del hotel Habana Libre entre el 23 y el 30 de abril. En su discurso de clausura, Fidel acusaría de arrogantes y prepotentes a aquellos «liberales burgueses», instrumentos del colonialismo cultural, que intervenían en nuestros asuntos internos sin tener la menor idea de lo que eran nuestros verdaderos problemas: la necesidad de defendernos del imperialismo, la obligación de atender y abastecer a millones de niños en las escuelas… «Hay que estar locos de remate, adormecidos hasta el infinito -dijo–, marginados de la realidad del mundo» para creer «que los problemas de este país pueden ser los problemas de dos o tres ovejas descarriadas…», o que alguien, desde París, Londres o Roma, podía erigirse en juez para dictarnos normativas. Por lo pronto, intelectuales de ese tipo nunca volverían aquí como jurados de nuestros concursos literarios, ni como colaboradores de nuestras revistas…17 Vista desde la óptica actual, la reacción puede parecernos desmesurada, aunque consecuente con toda una política de afirmación de la identidad y la soberanía nacionales; en todo caso, lo cierto es que la situación en su conjunto marcó un punto de ruptura o enfriamiento entre la Revolución y numerosos intelectuales europeos y latinoamericanos que hasta entonces se consideraban amigos y compañeros de viaje.18 Sigue siendo de consulta obligada, como manifiesto revolucionario del momento -que, por cierto, lo trascendió para llegar a convertirse en manifiesto cultural del Tercer Mundo–, el ensayo de Retamar Calibán, escrito a sólo dos meses de clausurado el Congreso.

El país atravesaba entonces un período de tensiones acumuladas, entre las que sobresalían la muerte del Che, la intervención soviética en Checoslovaquia -que el gobierno cubano aprobó, aunque con mucha reticencia–, la llamada Ofensiva Revolucionaria de 1968 –un proceso tal vez prematuro, tal vez incluso innecesario de expropiación de los pequeños comercios y negocios privados–, y la frustrada zafra del 70 o Zafra de los Diez Millones, que pese a ser «la más grande de nuestra historia» –como proclamaron los periódicos- dejó al país exhausto. Sometida al bloqueo económico imperialista, necesitada de un mercado estable para sus productos -el azúcar, en especial–, Cuba tuvo que definir radicalmente sus alianzas. Hubo un acercamiento mayor a la Unión Soviética y a los países socialistas europeos. En 1972 el país ingresaría al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), lo que vincularía estructuralmente nuestra economía a la del campo socialista.

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Del Congreso de Educación y Cultura emergió, con Luis Pavón Tamayo a la cabeza, un CNC transformado, ninguno de cuyos dirigentes, hasta donde recuerdo, había tenido relaciones orgánicas con la vanguardia. Los nexos de continuidad habían sido cuidadosamente rotos o reducidos al mínimo. A juzgar por sus acciones, el pavonato fue eso, justamente: un intento de disputarles el poder, o mejor dicho, de despojar del poder a aquellos grupos que hasta entonces habían impuesto su predominio en el campo de la cultura y que por lo visto no eran, salvo excepciones, «políticamente confiables». Únicamente se salvaron -aunque con facultades bastante reducidas–, los que pertenecían a instituciones autónomas encabezadas por figuras prestigiosas, como los casos ya citados de la Casa de las Américas y el ICAIC. Sabemos que en este tipo de conflictos no sólo se dirimen discrepancias estéticas o fobias personales sino también -y tal vez sobre todo-cuestiones de poder, el control de los mecanismos y la hegemonía de los discursos. Basta echar una ojeada a la situación de las editoriales, los teatros, las revistas, las galerías, los espacios, en fin, de promoción y difusión de la cultura artística y literaria en los años sesenta para percatarse de que el dominio de los más importantes lo ejercían, directa o indirectamente, los grupos que considerábamos de vanguardia. Un funcionario obtuso podía opinar lo que quisiera de Farraluque o del teatro del absurdo, pero Paradiso y La soprano calva estaban ahí, al alcance de la mano; podía rechazar el pop o La muerte de un burócrata, pero Raúl Martínez y Titón seguían ahí, enfrascados en nuevos proyectos… En 1970, para celebrar el cumpleaños de Lezama -su sexagésimo aniversario– aparecieron una larga entrevista en Bohemia (se reprodujo en Cuba Internacional), todo un dossier de homenaje en La Gaceta de Cuba y el volumen de sus poesías completas (hasta la fecha) publicado por el Instituto del Libro en su colección Letras Cubanas.19 Es decir, había tensiones y desencuentros, pero las cosas no eran tan sencillas: lo que las editoriales y revistas publicaban, lo que las galerías exhibían, lo que los teatros estrenaban, lo que filmaba el ICAIC servían para mostrar quiénes eran (éramos) los que movían los hilos de la «industria cultural», hasta dónde resultaba ser hegemónico nuestro discurso, pese al rechazo y las sospechas que el mismo suscitaba entre aquellos ideólogos profesionales a quienes solíamos llamar piadosamente «guardianes de la doctrina» (encabezados por un alto funcionario del Partido que, según rumores, era el padrino político de Pavón).20 Si tuviera que resumir en dos palabras lo ocurrido, diría que en el 71 se quebró, en detrimento nuestro, el relativo equilibrio que nos había favorecido hasta entonces y, con él, el consenso en que se había basado la política cultural. Era una clara situación de antes y después: a una etapa en la que todo se consultaba y discutía –aunque no siempre se llegara a acuerdos entre las partes–, siguió la de los úkases: una política cultural imponiéndose por decreto y otra complementaria, de exclusiones y marginaciones, convirtiendo el campo intelectual en un páramo (por lo menos para los portadores del virus del diversionismo ideológico y para los jóvenes proclives a la extravagancia, es decir, aficionados a las melenas, los Beatles y los pantalones ajustados, así como a los Evangelios y los escapularios).

Todos éramos culpables, en efecto, pero algunos eran más culpables que otros, como pudo verse en el caso de los homosexuales. Sobre ellos no pesaban únicamente sospechas de tipo político, sino también certidumbres científicas, salidas tal vez de algún manual positivista de finales del siglo XIX o de algún precepto de la Revolución Cultural china: la homosexualidad era una enfermedad contagiosa, una especie de lepra incubada en el seno de las sociedades clasistas, cuya propagación había que tratar de impedir evitando el contacto -no sólo físico, sino inclusive espiritual- del apestado con los sectores más vulnerables (los jóvenes, en este caso). Por increíble que hoy pueda parecernos -en efecto, el sueño de la razón engendra monstruos–, no es descabellado pensar que ese fue el fundamento, llamémosle teórico, que sirvió en el 71-72 para establecer los «parámetros» aplicados en los sectores laborales de alto riesgo, como lo eran el magisterio y, sobre todo, el teatro. Se había llegado a la conclusión de que la simple influencia del maestro o del actor sobre el alumno o el espectador adolescente podía resultar riesgosa, lo que explica que en una comisión del Congreso de Educación y Cultura, al abordar el tema de la influencia del medio social sobre la educación, se dictaminara que no era «permisible que por medio de la calidad artística reconocidos homosexuales ganen un prestigio que influye en la formación de nuestra juventud». Más aún: «Los medios culturales no pueden servir de marco a la proliferación de falsos intelectuales que pretenden convertir el esnobismo, la extravagancia, el homosexualismo y demás aberraciones sociales en expresiones del arte revolucionario…»*21

En los centros dedicados a la docencia o el teatro, los trabajadores que no respondieran a las exigencias o «parámetros» que los calificaran como individuos confiables -es decir, revolucionarios y heterosexuales- serían reubicados en otros centros de trabajo. El proceso de depuración o «parametración» se haría bajo la estricta vigilancia de un improvisado comisario conocido desde entonces en nuestro medio como Torquesada (quien no hace mucho tiempo, por cierto, apareció en otro programa de televisión, aunque no en calidad de homenajeado). Les complacerá saber que aunque en aquella época aún no existían en nuestro medio Marielas capaces de hablar del fenómeno con rigor y sensatez, sí existían, como es lógico, tribunales dispuestos a hacer cumplir la ley. A través de sus respectivos sindicatos y amparados por la ley de Justicia Laboral, los parametrados llevaron sus apelaciones hasta el Tribunal Supremo y éste dictaminó -caso histórico y sin precedentes– que la «parametración» era una medida inconstitucional y que los reclamantes debían ser indemnizados.22

No tengo que añadir que a los prejuicios sobre la conducta sexual se sumaban los prejuicios sobre la condición intelectual misma, especialmente porque muchos miembros de la «ciudad letrada» sólo concebían su misión social en calidad de jueces, como «conciencias críticas» de la sociedad. Ya sabemos que desde los tiempos más remotos, la escritura y las actividades ligadas a ella responden a condicionamientos propios de las sociedades divididas en clases y castas, y que, por tanto, hay que hacer lo posible -empezando por la alfabetización– para reducir al mínimo las desigualdades resultantes; pero pretender que esas desigualdades puedan suprimirse de un plumazo, y más aún, que las funciones que desempeñan los trabajadores intelectuales y los manuales sean intercambiables, hace pensar en demagogias o disparates. Recuerdo que un periodista que por aquella época visitaba los cañaverales del país exhortó a los trabajadores exclamando, con sincero o fingido entusiasmo: «¡Escriban ustedes, macheteros!». Yo hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de los aludidos e imaginar una posible respuesta: «¡Y tú ven a cortar caña, descarado!»…, porque los trabajadores manuales también tienen prejuicios, que suelen salir a flote en cuanto advierten signos de demagogia o duplicidad moral. De la vieja sociedad heredamos, unos y otros, la noción de que la mayoría de los intelectuales y artistas –por lo menos los que no ejercen actividades realmente lucrativas– son una suerte de «parásitos». Que un centro rector de cultura contribuyera a reforzar ese prejuicio era una imperdonable muestra de fariseísmo e incapacidad. En todo caso, el CNC tenía muy claro que había que arrinconar a los «viejos» -incluidos los que por entonces apenas teníamos cuarenta años…, pero que por lo mismo ya estábamos contaminados— para entregarles el poder cultural a los jóvenes con el fin de que lo ejercieran por conducto de cuadros experimentados y políticamente confiables. Muy rápidamente se estableció a todo lo largo del país una red de «talleres literarios» encargados de formar a los nuevos escritores y se dio un frenético impulso al Movimiento de Aficionados. Era lo que los guajiros, aludiendo a un proceso de maduración artificial muy utilizado en nuestros campos -por lo menos en mi época– llamaban «madurar con carburo». Había prisa y el relevo no podía fallar.

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Creo que al fin –¡al fin!-estamos en condiciones de abordar el tema sugerido por Desiderio como punto de partida para el debate. La montaña ya puede parir su ratón.

En la avalancha de e-mails que fueron llegando en estos días había uno del narrador santiaguero José M. Fernández Pequeño -hoy residente en Santo Domingo– que me ayuda a precisar un dato importante: ¿cuándo comencé a utilizar la denominación Quinquenio Gris para designar ese fenómeno que hoy llamamos también el pavonato? «Creo haber estado presente en un momento definitorio para la cristalización de la etiqueta Quinquenio Gris», dice Pequeño, evocando el Encuentro de Narrativa que se celebró en Santiago de Cuba en noviembre de 1980 (y con cuyos materiales, por cierto, preparé un folleto titulado Pronóstico de los 80). En opinión de Pequeño, se trataba de conjurar la memoria de aquel «período nefasto», todavía tan cercano, para poder «seguir adelante y crecer como personas y como escritores. Había que trazar una línea divisoria, y en ese sentido creo que sirvió el nombre».23 Recuerdo que yo lo iba soltando aquí y allá, al paso, en reuniones y encuentros de la UNEAC y del recién creado Ministerio de Cultura, y recuerdo también que producía reacciones diversas, de aceptación o rechazo, según la procedencia laboral de mis interlocutores. Pero la primera vez que utilicé el término por escrito fue en 1987, en un texto de crítica literaria publicado en la revista Casa de las Américas. Decía allí, en discretas notas al pie: «Las tendencias burocráticas en el campo de la cultura que se manifestaron en el Quinquenio Gris […] -observen que no preciso el sentido del término, como si lo diera por sabido– frenaron, pero no impidieron el desarrollo posterior de las distintas corrientes literarias». Y más adelante: «El Quinquenio Gris, con su énfasis en lo didáctico, favoreció el desarrollo de la novela policíaca y la literatura para niños y adolescentes».24 Eran elementos que objetivamente, a mi juicio, contribuían a darle su grisura a la etapa, porque el «énfasis en lo didáctico¨ situaba la creación literaria en una posición subordinada, ancilar, donde apenas había espacio para la experimentación, el juego, la introspección y las búsquedas formales.

Pero aquí debo abrir un paréntesis para no pecar, como el adversario, de dogmático y esquemático. Apoyado por algunas cátedras universitarias, el CNC había deslizado al oído de los jóvenes escritores la maligna sospecha de que el realismo socialista era la estética de la Revolución, una estética que no osaba decir su nombre, entre otras cosas porque nunca fue adoptada oficialmente en ninguna instancia del Partido o el gobierno.25 Y como no todos eran jóvenes y no todo estaba bajo el control del CNC y sus catecúmenos, el Quinquenio Gris, como espacio temporal, fue también la época de publicación o gestación de algunas obras maestras de nuestra novelística, como Concierto barroco, de Carpentier, y El pan dormido, de Soler Puig. Sería un hijo de este último, por cierto -Rafael, lamentablemente fallecido en un accidente-, el que anunciaría con dos libros de cuentos, a caballo entre una etapa y otra, que algo nuevo estaba ocurriendo en la narrativa cubana. Y ya al final de la década algunos jóvenes -cito un comentario mío de esos años– «actualizaron el discurso» de nuestra narrativa reinsertándolo en la línea de desarrollo de la narrativa latinoamericana, con lo que prepararonn el camino para que las obras de los ochenta nacieran marcadas «por ese afán renovador, tanto a nivel discursivo como temático».26 Es decir, ya por entonces habían empezado a evaporarse los deletéreos efectos de aquella estética normativa que con tanta diligencia promovieran talleres y cátedras universitarias. Me atrevo a decir que en 1975 el pavonato, como proyecto de política cultural, estaba agonizante. Pero si es cierto, como creo, que lo más característico de esa etapa es el binomio dogmatismo/mediocridad, la merma de poder no podía significar su total desaparición, porque mediocres y dogmáticos existen dondequiera y suelen convertirse en diligentes aliados de esos cadáveres políticos que aún después de muertos ganan batallas.

No tengo reparos en pedirles disculpas a tantos compañeros que, habiendo sufrido en carne propia los abusos del pavonato -el más cruel de los cuales fue sin duda su muerte civil como profesionales, a veces por períodos prolongados– consideran que el término Quinquenio Gris no es sólo eufemístico sino incluso ofensivo, porque minimiza la dimensión de los agravios y por tanto atenúa la responsabilidad de los culpables. La mayoría de esos compañeros -no todos «parametrados», por cierto, algunos simplemente «castigados» por sus desviaciones ideológicas, las que se corregían trabajando duro en la agricultura o en una fábrica- proponen la alternativa de Decenio Negro.27 Respeto su opinión, pero yo me refería a otra cosa: a la atmósfera cultural que he venido describiendo, en la que además se programó el entusiasmo revolucionario y lo que había sido búsqueda y pasión se convirtió en metas cumplir. Si los indicadores cambian, es lógico que las fronteras cronológicas y las pigmentaciones cambien también. Si en lugar de definir el pavonato por su mediocridad lo defino por su malignidad, tendría que verlo como un fenómeno peligroso y grotesco, porque no hay nada más temible que un dogmático metido a redentor y nada más ridículo que un ignorante dictando cátedra. Hay hechos del período -incluso de finales del período– que pueden considerarse crímenes de lesa cultura y hasta de leso patriotismo, como lo fue el veto que en 1974 se le impuso a la publicación en Cuba de Ese sol del mundo moral, de Cintio Vitier, un ensayo martiano y fidelista que explica como pocos por qué la inmensa mayoría de los cubanos se enorgullecen de serlo. Como buenos guardianes de la doctrina, los censores advirtieron de inmediato que no era una visión marxista de la historia de Cuba. Así que apareció primero en México que aquí; de hecho, aquí demoró doce años en publicarse, no sé si por inercias dogmáticas o por simple desidia editorial.28

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Quizás nunca se haya escuchado en nuestro medio un suspiro de alivio tan unánime como el que se produjo ante las pantallas de los televisores la tarde del 30 de noviembre de 1976 cuando, durante la sesión de clausura de la Asamblea Nacional del Poder Popular, se anunció que iba a crearse un Ministerio de Cultura y que el ministro sería Armando Hart. Creo que Hart ni siquiera esperó a tomar posesión del cargo para empezar a reunirse con la gente. Viejos y jóvenes. Militantes y no militantes. No preguntó si a uno le gustaban los Matamoros o los Beatles, si apreciaba más la pintura realista que la abstracta, si prefería la fresa al chocolate o viceversa; preguntó si uno estaba dispuesto a trabajar. Tuve la impresión de que rápidamente se restablecía la confianza perdida y que el consenso se hacía posible de nuevo. Recuerdo que comentaba con mi amigo Agustín Pi -el legendario Dr. Pi- lo sorprendente que resultaba ese repentino cambio de atmósfera, y cuando supuse que iba a hablarme de la impecable trayectoria revolucionaria de Hart o de sus méritos intelectuales, lo oí decir -con un vocabulario que ya en esa época había caído en desuso–: «Es que Hart es una persona decente». Creo que fue en ese preciso momento cuando tuve la absoluta certeza de que el dichoso Quinquenio era en efecto un quinquenio y acababa de terminar. No es que desaparecieran definitivamente las tensiones, esos conflictos de opinión o de intereses que nunca dejan de aflorar en una cultura viva -recuerdo que todavía en 1991 nos enfrascamos en uno de ellos–, sino que las relaciones fueron siempre de respeto mutuo y de auténtico interés por el normal desarrollo de nuestra cultura.

 

Les agradezco su atención y su paciencia. Espero que mis divagaciones hayan servido al menos para ofrecer a los más jóvenes una información y una perspectiva de las que seguramente carecían. Reconozco que la información es todavía muy panorámica y el punto de vista muy limitado, pero aquí sólo me propuse –ateniéndome a la sugerencia de Desiderio-proporcionar el marco de un debate posible. Repito que a mi juicio nuestra cultura -hoy tanto o más que nunca-es una cosa viva. Por razones de edad suelo evocar con frecuencia el pasado, pero es un ejercicio que detesto cuando amenaza con hacerse obsesivo. A veces, hablando ante públicos extranjeros sobre nuestro movimiento literario, encuentro personas -hombres por lo general– que insisten en preguntarme únicamente sobre hechos ocurridos hace treinta o cuarenta años, como si después del «caso Padilla» o la salida de Arenas por Mariel no hubiera ocurrido nada en nuestro medio. A ese tipo de curiosos los llamo Filósofos del tiempo detenido o Egiptólogos de la Revolución cubana. Pero al evocar el Quinquenio Gris siento que estamos metidos de cabeza en algo que no sólo atañe al presente sino que nos proyecta con fuerza al futuro, aunque sólo sea por aquello que dijo Santayana de que «quienes no conocen la historia están condenados a repetirla». Ese peligro es, justamente, lo que estamos tratando de conjurar aquí.

 

La Habana, 30 de enero de 2007.