Catalunya, país de acogida Por los pagos catalanes sigue en circulación el tópico de que la nuestra es una tierra de acogida. Probablemente sea así para la infinidad de turistas que en una interminable procesión se apean del Bus Turístic de Barcelona -previo paso por la Sagrada Familia de Gaudí y de Ratzinger- para visitar […]
Catalunya, país de acogida
Por los pagos catalanes sigue en circulación el tópico de que la nuestra es una tierra de acogida.
Probablemente sea así para la infinidad de turistas que en una interminable procesión se apean del Bus Turístic de Barcelona -previo paso por la Sagrada Familia de Gaudí y de Ratzinger- para visitar el estadio del FC Barcelona, club que en opinión dominante abandera los valores del catalán de cepa (los que concentra en su galardonada personalidad Pep Guardiola, o los simbolizados en el logo de Unicef que colgaba de la zamarra blaugrana hasta que llegaron los petrodólares de la Qatar Foundation). Puedo asegurar que vivir en esta ciudad de acogida para inmigrantes turistas se ha convertido, desde este punto de vista, en un calvario para los que somos autóctonos.
Examinando el asunto desde otro ángulo, la dirigente de una asociación catalana de mujeres musulmanas, ingeniera en Marruecos antes de recalar en nuestra tierra como trabajadora doméstica, me contaba hace poco las dificultades de una mujer marroquí independiente para sobrevivir en Barcelona. A pesar de haber cumplido sobradamente los estándares de normalidad requeridos (permisos de trabajo y residencia, nivel exigido de catalán), mi conocida es objeto de una intensa discriminación, en que se junta la sexista interna al mundo de los inmigrados marroquíes y la racista propia de nuestro sistema social y político.
Complementariamente a esta anécdota, desde el Consejo Islámico de Catalunya me preguntaban qué más necesitan hacer los musulmanes que cumplen con la legalidad para llegar a ser considerados «ciudadanos» a todos los efectos. La impresión del responsable del Consejo es que un musulmán extranjero va a ser siempre «un emigrante», con independencia de su situación legal o de su equiparación en deberes con la población autóctona.
Dicho de otro modo, sobre el discurso cada vez menos democrático del nacionalismo político catalán prevalece un racismo cultural semejante al que tiempo atrás señalaba con el dedo a las familias charnegas que, aun viviendo, trabajando y cotizando en Cataluña, procedían sin embargo de regiones más humildes.
La época del Tripartit: un racismo muy palpable
La pequeña localidad de Salt, donde el 43% de sus 31.000 vecinos son inmigrantes, se convirtió en 2010 en un símbolo del racismo en Cataluña. Doscientos vecinos irrumpieron en el pleno del Ayuntamiento para exigir más seguridad y en la calle se produjeron enfrentamientos análogos a los que precedieron las revueltas de los suburbios de París en 2009, o a los de Rosarno a principios de 2010. La regidora del PSC Iolanda Pineda declaraba que «Salt es un laboratorio de toda España. Lo que pase aquí se repetirá con los años en otros lugares». Y con razón: el 77% de los españoles consideraba ya en 2009 «excesivo» o «elevado» el número de extranjeros en el país, según el informe Racismo y Xenofobia del Ministerio de Trabajo e Inmigración.
En 1974, Salt era un barrio de Gerona en el que se construyeron desordenadamente cientos de pisos de protección oficial, mayoritariamente ocupados por andaluces y extremeños. Con el tiempo, muchos de esos inmigrados acabaron yéndose a los municipios de alrededor, mejor urbanizados, mientras sus antiguas viviendas eran ocupadas por inmigrantes extranjeros, empleados masivamente en la construcción. Las preguntas se amontonan: ¿De qué vivirán ahora estas gentes? ¿Qué futuro les aguarda? ¿Qué «convivencia» entre nacionales y extranjeros es esperable en ese municipio?
Mientras esto sucedía en la calle, el exconsejero de Universidades y Empresa Joan Huguet (ERC) calificaba de «falangista» a Enrique Mújica (por entonces Defensor del Pueblo) al imputarle la autoría intelectual de la presentación, por parte de la entonces interina Defensora del Pueblo, de un recurso de inconstitucionalidad a la «Ley de Acogida» aprobada en el marco del nuevo Estatut, que da preferencia al catalán como lengua de uso preferente para la integración de los extranjeros (lo que comporta demostrar el conocimiento de la lengua autóctona como nuevo deber para los emigrantes que opten a la residencia legal).
Lo más curioso de las declaraciones de Huguet fue su llamamiento a la «insumisión jurídica» («Las personas y los derechos humanos están por encima de las leyes y si éstas son injustas, se incumplen») caso de una valoración positiva del recurso por el Tribunal Constitucional. Una propuesta rápidamente amplificada por la llamada «Plataforma per la llengua» (un conglomerado de personalidades de la cultura en lengua catalana) y secundada por la clase política que opta al oscilante voto nacionalista: de Joan Puigcercós («El recurso demuestra que Cataluña está bajo vigilancia»), a Joan Herrera («La Ley de Acogida es una norma claramente positiva para la integración de los recién llegados a Cataluña»). Se daba por descontado, a todo esto, que la ley integradora, como el Estatut, representa «la voluntad del pueblo catalán», por lo que una eventual insumisión estaría plenamente legitimada.
Pero, si es cierto que las personas y los derechos humanos están por encima de las leyes, como decía Huguet, ¿por qué se vincula la permanencia en Cataluña a cuestiones identitarias antes que a la protección de la vida misma de quienes han venido por pura necesidad? Al pan, pan, y al vino, vino: el mensaje que se transmite hace tiempo -y que hemos vuelto a ver en las pasadas elecciones- es que no estamos dispuestos a aceptar a personas que vienen a nuestra tierra a robar, a imponer sus incivilizadas costumbres y a beneficiarse de los servicios públicos que pagamos con nuestros impuestos. La única expiación posible para los emigrados pobres es entonces la «integración», que no significa «aceptación plena» sino a lo sumo una graciosa tolerancia con el venido de fuera. E integrarse, como en otras naciones civilizadas (Francia, Inglaterra) supone primero de todo acreditar el aprendizaje obligatorio de una lengua que de poco o nada va a servir a los emigrantes en los trabajos que les son reservados (el doméstico, la recolección, el reparto, los servicios de higiene de las ciudades, etc.).
También en la anterior legislatura se desató la falsa polémica en torno al burka, que hoy continúa y se agrava. Al parecer, no son más de sesenta las mujeres que utilizan este hábito en Cataluña, y sin embargo los medios de desinformación no han dejado de sacar imágenes de ellas y de asociarlas a la violencia de género, como modo de demostrar el retraso cultural y la indeseabilidad de la cultura islámica en proceso de arraigo en Cataluña. La prohibición del burka supone en realidad una condena al más absoluto ostracismo para esas mujeres.
Nadie cuenta, en cambio, que los cursos gratuitos de catalán previstos para los extranjeros arribados a nuestro territorio son una necesidad vital para muchos municipios, a través de la financiación autonómica de dichos cursos. Nadie parece atender aquí a que el catalán es un idioma secundario entre la millonaria y emigrada población de la periferia barcelonesa.
La polémica identitaria y de la lengua me parece profundamente hipócrita. Oculta que lo esencial no es la «integración», sino la elevación de una barrera más -y vamos a ver que no son pocas- a la permanencia en nuestro suelo de personas gradualmente sin esperanza.
El crecimiento de la xenofobia política y social
Políticas policiales y penitenciarias
Como denuncian repetidamente las asociaciones que intervienen en el ámbito de la inmigración y de los derechos humanos [véase p. ej. el informe «Situación social de los inmigrantes acompañados por Cáritas» (2010)], la población inmigrada es objeto de una constante persecución política, jurídica y policial. La selección étnica en los controles de identidad ha sido avalada por la doctrina contenida en la Sentencia del Tribunal Constitucional 13/2001, de modo que la conducción a comisaría de aquellos ciudadanos extranjeros que, aun habiéndose identificado, no acreditan in situ su estancia regular en territorio español, es moneda común en nuestro país.
El propio Sindicato Unificado de Policía ha denunciado la incitación por sus responsables jerárquicos para cometer detenciones ilegales, o para practicar identificaciones en la vía pública con objeto de localizar a inmigrantes indocumentados, e incluso para entrar en cualquier centro o comedor social de cualquier entidad u ONG con el fin de identificar a extranjeros. Es decir, para tratar a los inmigrantes como delincuentes.
Como señala el excelente trabajo Controles de identidad, detenciones y uso del perfil étnico en la persecución y castigo del inmigrante «sin papeles: legalidad e inconstitucionalidad de determinadas prácticas policiales, del Grupo Inmigración y Sistema Penal, esas prácticas, realizadas en lugares a los que acuden habitualmente inmigrantes, fortalecen la imagen distorsionada por los medios que asocia inmigración con delincuencia. Y a ellas se une el acoso a la población migrante y a las minorías étnicas llevado a cabo también por parte de los servicios de seguridad privada, sobre todo en transportes públicos como el Metro.
El racismo institucional se retroalimenta pues con racismo social.
Las prácticas mencionadas se sitúan en el marco de una política europea de gestión de la inmigración muy hostil, plasmada puertas a fuera en la externalización y el blindaje de las fronteras de la UE, y hacia dentro en legislaciones de extranjería antigarantistas. Lo primero se realiza encargando a terceros países de tránsito la contención de la inmigración que tiene como destino Europa -una de las razones que explican la tibieza de los gobiernos españoles frente a la represión alauí en el Sáhara-. Y también mediante la tipificación penal del delito de «favorecimiento de la inmigración irregular», basado en el principio del riesgo objetivo de las personas inmigradas ilegalmente (el art. 318 bis de nuestro Código penal prevé penas de cuatro a ocho años de prisión a quien «de forma directa o indirecta, promueva, favorezca o facilite el tráfico ilegal o la inmigración clandestina de personas desde, en tránsito o con destino a España»).
Coherentemente con el racismo institucional en Cataluña, esta comunidad ha puesto en marcha medidas nuevas de control de la inmigración. Bajo el fin declarado de dar un nuevo rumbo a su política penitenciaria y de aplicar medidas que puedan ahorrar costes en la gestión carcelaria de los 10.000 reclusos en prisiones catalanas (el 45% de los cuales son inmigrantes), el Govern, a través de una circular instruida por el Departament de Justícia en vigor desde el 15 de septiembre, aconseja a los reos extranjeros sin permiso de residencia ni de trabajo que regresen a sus países de origen cuando hayan rebasado la mitad de su condena, y revoca el sistema anterior de acceso al régimen abierto y a salidas programadas.
Para Ramon Parés, director general de Servicios Penitenciarios de la Generalitat, se trata de «una cuestión de coherencia», al resultar contradictorio que los presos sin papeles se beneficien de instrumentos penitenciarios pensados para «preparar la libertad», habida cuenta de que estos reos, una vez han cumplido su pena al completo, son detenidos por agentes de la Policía Nacional, trasladados a un Centro de Internamiento de Extranjeros por un tiempo que puede llegar a los 60 días, y desde allí trasladados al aeropuerto para ser expulsados a su país.
Aunque hay quien ha señalado que de este modo se evitará la «doble pena» (cumplir la condena y luego ser expulsado), la instrucción de la consejería puede ser aplicada antigarantistamente: la Generalitat puede conminar a los reclusos sin papeles que han cumplido la mitad de la condena a aceptar seguir la libertad condicional en su país de origen, o bien trasladarlesa una prisión de su país para seguir allí la condena, o bien puede suceder que la Fiscalía pueda proponer al juez correspondiente la expulsión del preso sin documentación.
El Govern justifica estas medidas en que la ausencia de papeles para poder trabajar y la falta de familia en España impiden a muchos inmigrantes asegurarse la reinserción social, por lo que es absurdo que personas sin papeles pueblen las cárceles catalanas. Lo cual da una idea del futuro que espera a estas gentes desesperadas en un contexto jurídico donde ha dejado de hablarse desde hace tiempo de la reinserción del delincuente y de la cancelación de antecedentes penales (entre seis meses para las penas leves y cinco años para las graves), requisito sine qua non para que los reos inmigrantes puedan regularizar su situación una vez cumplidas sus penas.
El racismo de las derechas nacionalistas
Recientemente, el Conseller de Interior del nuevo gobierno convergente, Felip Puig, reclamaba contundencia policial -de eso sabe mucho- contra «unos colectivos de una procedencia determinada que tienen tendencia a caer en determinados ámbitos delictivos y se organizan en clanes». A su modo de ver, «algunos extranjeros interpretan mal nuestro sistema de libertades y abusan de él», como probaría el hecho de que «la mitad de los presos de nuestras instalaciones penitenciarias no sean de nacionalidad española».
Otro Conseller (Empresa i Treball), Francesc Xavier Mena, indicaba por su parte -aunque sin otra prueba que su testimonio- que la mayoría de los 9.000 marroquíes que cobran la Renta Mínima de Inserción lo hacen desde Marruecos; al tiempo que Pilar Rahola tildaba de «buenista» a la ministra de exteriores Trinidad Jiménez por su ocurrencia de que los marroquíes con permiso de residencia pudieran votar en las elecciones municipales. La famosa panelista alertaba de que «Miles de personas, con la antena de televisión conectada a Al-Jazira y que no saben ni el idioma del país podrán votar en nuestros municipios».
Como señalaba el Manifiesto de indignación de la Federación de Entidades Democráticas de Marroquíes de Cataluña, estas actitudes son especialmente graves al provenir del aprovechamiento del poder cultural en manos de las instituciones: «solamente reavivan todavía más el sentimiento de rechazo a esta comunidad [una de las más afectadas por la marginación, la desocupación y el fracaso escolar] y alimentan el enfrentamiento étnico».
En las pasadas elecciones, Cataluña ha centralizado gran parte del debate sobre la inmigración, astutamente orillado por el PP de Rajoy (el mismo que decía en 2008 que «aquí no cabemos todos»). PxP (60.000 votos) venía de obtener un nicho electoral importante en las elecciones locales (lo que trae a la memoria los orígenes del FN de LePen en Francia) y ello ha marcado la pauta a otros partidos: el PP de Cataluña se ha referido a la expulsión de inmigrantes que delincan, al contrato de integración, o la contratación en origen. CiU, a través de Durán i Lleida, ha lanzado insinuaciones claramente racistas, primero a los ciudadanos extremeños y andaluces y luego a la población árabe, a cuenta de la manida «falta de integración».
Lo que nos espera ahora, con el PP en el poder, es previsible.
Rafael Hernando, portavoz del PP en Inmigración, ha avanzado que el PP, una vez negociada la medida con los responsables autonómicos en este ámbito, hará una modificación reglamentaria para evitar que los inmigrantes en situación irregular «tengan los mismos derechos que las personas que vienen legalmente a nuestro país». Para ello su partido «vinculará la inmigración al empleo», facilitando la entrada de quienes vienen a buscar un empleo o quienes firmen un contrato en origen y facilitando el retorno a sus países cuando expire el contrato de trabajo (el denominado «sistema de inmigración circular»). El sistema se basará en las listas del INEM, aunque los puestos solo se pondrán a disposición de extranjeros cuando ningún español cubra la vacante.
Para los cientos de miles de personas que se calcula viven en España sin documentos (muchos por haber perdido sus papeles por causas económicas, con independencia de su contribución pasada al sostenimiento del país) esto puede suponer que dejen de poder optar siquiera a regularizar su situación por arraigo social, como ha denunciado la Federación Estatal de Asociaciones de Inmigrantes y Refugiados (FERINE).
Según el Colectivo DRARI Jurista, muy activo en la denuncia de todas las formas de racismo institucional hacia los inmigrantes, para garantizar que los extranjeros que vengan lo hagan para trabajar el PP creará «un visado de entrada y búsqueda de empleo», con la intención de evitar que lleguen con un visado turístico y una vez en España, trascurridos tres años, acrediten «arraigo social» para regularizar su situación. Este visado se conseguiría sólo en caso de poderse probar que hay un contrato en origen o una oferta de empleo (según Hernando, fácilmente en profesiones como la de temporero, donde siempre hay demanda de mano de obra extranjera). Sin embargo, como ha señalado el presidente de la importante asociación de inmigrantes ecuatorianos Rumiñahui, la mayoría de los extranjeros que aún llega a España lo hace «necesariamente con visado de trabajo».
Naturalmente, lo que callan las gentes de Palacio y sus voceros es la situación de miles de personas que actualmente malviven sin papeles, sin derechos, sin poder volver a sus países, siendo explotadas en condiciones miserables en los invernaderos almerienses o murcianos, cuando no por redes de prostitución.
Combatir el racismo, problema de todos
Para frenar la xenofobia, es preciso actuar simultáneamente al menos en dos frentes. El primero de ellos, social:
Para que el problema sea interiorizado como propio por un número significativo de personas es imprescindible multiplicar actuaciones que expliquen y denuncien la situación de exclusión que atraviesan las personas inmigradas en nuestro país. Al respecto, además de las que han ido saliendo aquí, hay muchas muestras recientes:
El informe Abriendo ventanas: infancia, adolescencia i familias inmigradas en situaciones de riesgo social de la Fundación Pere Tarrés en colaboración con la Unicef constata que la pobreza, que afecta a una cuarta parte de las familias españolas, sube al 34% en el caso de las extranjeras. Éstas se encuentran con muchas dificultades para empadronar a sus hijos y por lo tanto para que éstos puedan tener acceso a servicios básicos como la alimentación, la educación y la salud. El informe muestra cómo los usuarios extranjeros de estos servicios son objeto de discriminación tanto por el entorno social local como por la propia gestión de los servicios públicos.
Por otro lado, los siempre combativos vecinos de Nou Barris (Barcelona) han lanzado un Manifiesto por la convivencia en respuesta a la xenofobia presente en los debates electorales a los que se ha hecho alusión más arriba.
Y ante la proximidad del día internacional de los inmigrantes (18 de Diciembre), la plataforma 18 desembre BCN <[email protected]> invita tanto a las asambleas de barrio, pueblo y ciudad, como a colectivos, entidades y asociaciones, a reflexionar y promover acciones conjuntas en torno a las migraciones bajo el lema Jornada de lluita pels drets de les persones migrants i contra els Centres d’Internament per Estrangers. Se trata de abrir un foro de discusión sobre la criminalización y la restricción de derechos básicos de los extranjeros, que culminará con marchas simultáneas a los CIEs de varios territorios del estado.
En el terreno de la lucha social antidiscriminatoria contamos también con importantes experiencias de desobediencia civil dirigidas a la recuperación de la dignidad de las personas inmigradas que son perseguidas en los países de la UE. Por ejemplificar, la valiente actividad de Red Educativa Sin Fronteras, que facilita alojamiento, comida o asistencia jurídica a los inmigrantes irregulares, o de Almería Acoge, que ofrece acogida, manutención e instrucción básica a los magrebíes y subsaharianos que consiguen sobrevivir en su odisea hasta nuestras cosas del sur, destinados a malvivir, con suerte, en las condiciones miserables que ofrecen los empleadores del «mar de plástico» almeriense.
Y también tenemos multitud de reacciones espontáneamente solidarias, como las de aquellos pesqueros que, conscientes del peligro de una acción tardía por parte de Salvamento Marítimo, se arriesgan a complicaciones legales importantes al socorrer a cayucos en alta mar.
Combatir el racismo es una tarea a la que puede prestarse cualquier persona, una actividad donde el poder cultural de una sociedad se revela directamente efectivo. Como el sexismo, el racismo forma parte de todos nosotros, nos es inculcado desde la infancia a través de procesos de socialización atravesados por el miedo a lo diferente y por elementos de afirmación de la propia identidad basados en la negación de culturas «otras». Por ello, resulta un imperativo moral combatir la difamación sistemática de aquellas formas de vida que son distintas a la nuestra no sólo por razones culturales, sino principalmente por pura necesidad. Esta es una lucha simbólica de la mayor importancia, como saben bien algunos operadores jurídicos (policías, jueces y abogados) que tratan constantemente con los inmigrantes en situación irregular, y son por ello conscientes de la anatemización a que se ven sometidos desde el poder político. Pues ¿qué dignidad puede quedar a aquél cuya persona e imagen se ve asociada constantemente con la criminalidad?, ¿a aquél que lleva consigo a todas horas la angustia de ser parado por la policía, conducido a comisaría, ingresado en un Centro de Internamiento y finalmente deportado?
El segundo frente de actuación es naturalmente el político.
En relación al racismo y la xenofobia, creo que la izquierda de este país debe dar todavía un paso claro al frente en dos direcciones: oponerse radicalmente a las políticas migratorias que permiten y fomentan la explotación de inmigrantes; e impulsar políticas en prevención de la exclusión de los inmigrados, asociándolas directamente al mantenimiento del sector público asistencial. Se sabe que las crisis económicas golpean siempre a los más débiles y éstos son ahora los inmigrantes así como los españoles más pobres (los viejos pobres y los nuevos pobres) -lo quieran o no, abocados a compartir hábitat con los primeros-. Los recursos (trabajo, asistencia pública) van a ser cada vez más escasos para este segmento cada vez mayor de población, por lo que el peligro de que se encienda la mecha racista va a estar instalado por mucho tiempo. Hay que recordar lo sucedido en Francia con el avance de las ideas racistas y xenófobas del FN en los barrios obreros, y en Italia con la xenofobia contra los inmigrantes sin papeles, convertidos legalmente en delincuentes. Algo que como hemos visto también sucede en la práctica en España y en general en la UE, cuya legislación permite retener a los inmigrantes indocumentados hasta 18 meses en centros de internamiento, sin control judicial.
Por ello es necesario relacionar la explotación del inmigrado, con o sin papeles, con el aumento de la precariedad de la población autóctona, afectada por la desregulación de la protección laboral y por la fragilidad de nuestro tejido productivo, como ha puesto en evidencia la llamada crisis del ladrillo. Es importante entender que tanto la población inmigrante como la autóctona son víctimas comunes de este proceso y por lo tanto que existe una alianza objetiva entre unos y otros. Hay que procurar los medios para que ésta pueda fraguar también subjetivamente.
La izquierda política debe articular los programas de inclusión demandados por el importante tejido asociativo que se opone a la consideración del inmigrante como un ser indigno. Los sindicatos, por ejemplo, tienen en sus manos la capacidad de hacer que cualquier persona sin trabajo se sienta útil hacia la comunidad, lo que inevitablemente pasa por fundir los problemas de los trabajadores españoles con los de los trabajadores extranjeros.
Es preciso también realizar análisis específicos sobre la situación de las mujeres tanto desde el punto de vista de su protagonismo en el sector de mano de obra internacional en las empresas dedicadas a la exportación, como desde el de su inserción en nuestro mercado de la prostitución o en el trabajo doméstico de los hogares españoles, y proponer medidas de integración laboral y asistencial de estas personas.
Y para ello, es preciso que las izquierdas, en particular la catalana, dejen de una vez de lado sus miedos electoralistas a ser identificadas como portadoras de un discurso antinacional por defender cuestiones tan básicas como la dignidad de los inmigrantes y la solidaridad internacional entre las clases trabajadoras. Ésta debería ser una idea irrenunciable de cualquier izquierda.
A propósito del conflicto de Salt, Lluís Bassets decía muy oportunamente que «Hay quien cree que el futuro de España y de Cataluña se juega en el Tribunal Constitucional o en las consultas sobre la independencia. […] El futuro de nuestras sociedades se juega en la integración de los inmigrantes. Han llegado para quedarse, ya son imprescindibles para nuestro desarrollo económico y nuestro estado de bienestar, y constituyen el aspecto más próximo y más humano de la nueva realidad de un mundo globalizado. […]. Salt no es un síntoma ni un laboratorio. Es el espejo donde debemos mirarnos para observar hacia dónde vamos.[…] En realidad estamos, como siempre, ante un problema político: integrar a los inmigrantes es construir un nosotros incluyente que no deje a nadie fuera. Esto es la polis, la democracia, a la que deben someterse todos […]».
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-97/notas/el-racismo-cronica-desde-cataluna