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El robo de «El Grito»

Fuentes: La Voz de Galicia

Hace tres semanas, en el museo Munch de Oslo, ante los ojos de los visitantes, dos ladrones hurtaron, en pleno día, uno de los cuadros más famosos del mundo: El Grito , de Edvard Munch. Representa, sobre un fondo atormentado de ría y bajo un cielo rojo en llamas, a una persona muy delgada en […]

Hace tres semanas, en el museo Munch de Oslo, ante los ojos de los visitantes, dos ladrones hurtaron, en pleno día, uno de los cuadros más famosos del mundo: El Grito , de Edvard Munch. Representa, sobre un fondo atormentado de ría y bajo un cielo rojo en llamas, a una persona muy delgada en primer plano que se tapa los oídos y lanza un alarido frente al espectador, como pidiéndole ayuda, mientras, detrás, las tenebrosas siluetas de dos hombres proyectan una sensación de amenaza.

La obra no es única. Entre 1893 y 1895, Munch pintó cuatro versiones, y la más perfecta es la que sigue expuesta en la Galería Nacional de Oslo. Si la noticia del latrocinio ha tenido tanto impacto es sin duda porque, mas allá del valor material del lienzo (unos 36 millones de euros), todos hemos sentido que en esa desaparición hay algo simbólico, como si más que un cuadro los rateros nos hubieran arrancado ese útimo recurso individual que nos queda cuando la fuerza nos amenaza: el derecho de gritar nuestro miedo, de chillar, de protestar, de reclamar auxilio. El Grito , desde el principio, fascinó al público. Es el primer cuadro que, en cierta medida, «sonoriza» la pintura (aunque, por definición, de modo silencioso). A medida que echó a andar el siglo XX, este óleo precursor del expresionismo pasó a simbolizar, a semejanza de las novelas de Kafka, la angustia del hombre moderno, su soledad existencial. Y cuando se pusieron en marcha las grandes maquinarias de aniquilación -guerras mundiales y sistemas totalitarios-, siguió significando la fragilidad del ser humano espantado por tanto crimen.

Con el tiempo no ha perdido fuerza. Al contrario. Hoy sigue expresando el sentimiento de horror frente a delitos sin nombre como los cometidos hace poco en Beslán. Pero además empieza a tener ahora un valor de denuncia ecológica, desde que se han descubierto las circunstancias que lo inspiraron.

Munch tenía unos veinte años cuando un atardecer de 1883, según contó en su diario, «estaba caminando con dos amigos. Entonces se puso el sol. De momento todo el cielo era rojo sangre, y me sobrecogió una gran melancolía. Me quedé quieto y me recosté al borde del camino, me sentía muy cansado, nubes como sangre y lenguas de fuego caían sobre la ciudad y sobre los fiordos azules y negros. Mis amigos continuaron caminando y yo me quedé solo, temblando de ansiedad. Sentí como si un gran grito interminable atravesara la naturaleza».

Munch no fue el único que vio aquel cielo. El New York Times del 28 de noviembre de 1883 informó: «Poco después de las cinco de la tarde hacia el oeste, el horizonte se cubrió de un rojo escarlata brillante y hasta las nubes se tiñeron de rojo. Las personas en la calle estaban asombradas y se reunían en grupos en todas las esquinas de la ciudad mirando hacia el oeste. Muchos creyeron que había un gran fuego».

Munch representa lo que millones de personas pudieron ver a través de todo el norte del planeta a causa de la erupción del volcán Krakatoa, el 27 de agosto de 1883. La explosión, el grito de la tierra, se oyó a 4.500 kilómetros, la mayor distancia recorrida por un sonido transportado por el aire en toda la historia. Arrojó tal cantidad de ceniza al espacio que rebosó hasta una altura de 50 kilómetros y se difundió alrededor de la Tierra. La ceniza quedó suspendida y girando en el aire. Durante años estuvo produciendo apocalípticos ocasos de color rojo. En sitios tan distantes como Bogotá o París había tal cantidad de materia en la atmósfera que tamizaba la luz solar y hacía temer el fin del mundo.

Después de haber simbolizado la soledad del hombre moderno, sentimos hoy, como decía el propio Munch, que su lienzo expresa también el «gran grito interminable» del medio ambiente amenazado. Como si, frente a la acumulación de toda clase de atropellos, lo más característico del ser humano y hasta de la naturaleza fuera, en definitiva, gritar, dar alaridos de terror.