a vivir, la próxima batalla será la de la muerte, la nuestra. Traducción Susana Merino
Esta reflexión es la versión integra del suelto publicado en Repubblica el 26 de febrero pasado y forma parte del libro Parola di Donna, la antología que estuvo a cargo de Ritanna Armeni para las ediciones Ponte delle Grazie.
En las páginas de esta antología se encuentran cientos de mujeres que han dicho lo suyo sobre cientos de palabras que han cambiado el mundo, pero sobre todo los espacios del mundo para las mismas mujeres. La reflexión que sigue anticipa por tema (aunque no por redacción) la que estará en mayo en las librerías «Ave Mary», tantas veces reenviada a la editorial que ya la han bautizado «Mary per sempre».
He tenido el infortunio de nacer cuando el movimiento de las mujeres ya no estaba al alcance, si alguna vez lo estuvo, de mi posición geo-anagráfica. En los años ochenta los ecos de las voces femeninas que reclamaban derechos y respeto ya se había atenuado, cambiados en discursos complejos en recintos cerrados, fuera de los cuales se escucharía cada vez un poco menos; mi generación mientras tanto crecía en otro lugar, en otra esfera del tiempo, atravesando las contradicciones pero sin reconocerlas. Por un lado me beneficiaba por las cosas obtenidas por otras, pero el sentido de aquella mediación no me había llegado.
Por otra parte los monstruos que se combatían se habían vuelto pícaros y a los veinte años carecía todavía de instrumentos para oponerme al trasvasamiento de la vieja ética en una nueva estética. Comprendía confusamente que había que realizar una elección, pero si no podía ser ya la mujer-sujeto de los años sesenta, un modelo que me había llegado distorsionado e impracticable, tampoco me interesaba ser la mujer-objeto de los años ochenta, hija del culto a la apariencia que en aquel momento encontraba su punto máximo en la naciente tv comercial y en la nunca tán exigente dictadura de la moda. Otras mujeres resolvieron la contradicción volviéndose protagonistas de la libertad de seguir siendo objetos graciosos. En nombre de esa libertad no era fácil discutir esa elección; parecía sin embargo sensato afirmarse cambiando en arma lo que hasta ese momento había sido un campo de batalla de intereses ajenos. A quién como yo no elegía aquel camino solo le quedaba la legitimación profesional, idealmente enfundada en punitivos tailleurs pensado por una moda conservadora que nos constreñía a considerarnos competentes solo en traje de hombre. El modelo de la madre de familia cae en desuso, tanto que en aquellos tiempos se cristalizó exactamente la tasa de natalidad. Por primera vez en siglos la cantidad de muertos superó al de nacimientos y creo que fue exactamente en aquel momento que la muerte dejo totalmente de ser representada. Italia se hallaba presa de un crecimiento económico embriagante que imponía la equivalencia entre vida y activismo.
Se abrieron gimnasios porque el culto a la eficiencia necesitaba sus iglesias. La productividad profesional se vuelve principio y desemboca en arribismo. El bienestar deja de ser un estado del alma y se transforma en una mercadería adquirible, se descubre que la juventud, la belleza son valores éticos y el consumo alcanza el rango de objetivo final de la orgía social que fue aquel decenio. Aquel relato del mundo, aunque profundamente mortífero no tenía ni podía tener modelos que representaran la muerte, sino en algunos filones de la contracultura que que murieron en nichos. El feminismo se reflejaba en la muerte sin dejar herencia. Solo quedaban las probadísimas traducciones sociales de las imprentas religiosas del catolicismo para las que la muerte es la consecuencia de una culpa ontológica. Una culpa, para ser preciso, solo de la mujer.
La historia que nos habían contado desde pequeñas era muy clara y no admitía descuentos: veníamos de un mundo perfecto, habíamos sido creados integros e integras, sin dolor, incapaces de morir y privados de toda urgencia, en un estado de beatitud permanente. No importaban los motivos por los que las condiciones habían cambiado, en el fondo a ¿quién le había importado que la mujer cayese en la tentación e indujese al hombre? Contaba solamente que desde aquel momento la muerte había entrado a formar parte de la creación, junto al sudor de la frente y los dolores del parto. Nos enseñaron que Eva, el único nombre sobre el que blasfemar fue siempre venial, significa madre de los seres vivos, pero también y sobre todo madre de los que mueren, principio imperfecto de una nueva generación obligada por su culpa a medirse con el desconocido concepto de límite. En aquel relato no estaba solo la cosmogonía con la que se nos han dado siempre explicaciones en esta parte del mundo. Para las mujeres era también una explícita condena de por vida, a la vida, la de los demás a costa de la propia, en una compulsiva reproducción sin ahorro ni posibilidad de elección. Así fue por siglos hasta que la lucha feminista hizo pedazos el ícono de la mujer factora. Los años ochenta tradujeron este resultado civil en una renuncia a la reproducción tout court porque la obsesiva manutención de sí misma parecía más que suficiente y así quedó.
La ancestral deuda femenina es todavía imposible de eludir. Haber establecido que dar vida es una elección y no una obligación no borra la culpa: la mujer que no da vida queda en todo caso como una adicta obligada a sus aspectos problemáticos, los que más estrechamente limitan con la muerte, la enfermedad, la vejez, el cansancio y el dolor. Es naturalmente femenino cuidarse, dice la vulgata del único país de Europa donde la mujer es un amortizador social; pero es solo otra manera de confirmar, que los defectos de la vida son los mismos confines de nuestra culpa ontológica, la única que no será olvidada en una civilización que ha cultivado el olvido. Si por lo tanto no queremos dar vida acríticamente, ocuparse de los propios límites no solo es oblación debida, sino vista con el paradojal agravante de, a nuestra vez, «no poder morir» ya que no está permitido consumirnos con dignidad mostrando nuestra edad. No podemos ni siquiera envejecer. Por eso de una mujer que no esconde sus años se dice que es «poco cuidadosa» revelando que el «cuidado» en un mundo como el nuestro no es otra cosa que la negación del límite.. El hombre, el macho, muere y lo sabe: lo ha aprendido por narraciones de siglos que lo quieren un héroe laico o un mártir religioso. Su muerte se ve como bella para ver y contar, es un lugar imaginario vivible, porque todos vivimos en los relatos que se han hecho de nosotros mismos. Pero para la mujer no es un lugar vivible en primera persona, porque siempre queda un espacio para cuidar a otro. Nadie nos ha dicho que moriremos sino que veremos morir a todos. Desde la madre del crucifijo hasta la última viuda argelina, la única muerte frecuentable es la de los demás a cuyos pies llora dolorosamente. Después de haber luchado para no ser obligada
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